21 de mayo de 2009
En las elecciones de la India, las más prolongadas del mundo (un mes de proceso electoral), el partido del Congreso no sólo ha revalidado su victoria relativa de 2004, sino que la ha reforzado y consolidado espectacularmente: le han faltado una veintena escaños para obtener la mayoría absoluta en el Parlamento federal.
El éxito adquiere una especial valía política por varias razones. En primer lugar, porque los pronósticos indicaban un resultado bien diferente (debilitamiento del Congreso y crecimiento de los partidos regionalistas y particularistas). Por otro lado, aunque la crisis económica no había golpeado al país con la misma virulencia que a las grandes potencias capitalistas, lo cierto es que el índice de crecimiento se había ralentizado notablemente, hasta el punto de poner en riesgo la consolidación de India como economía emergente. Y, finalmente, porque los atentados de Bombay habían reavivado un clima de miedo y de hostilidad hacia los musulmanes, perjudicial para el proyecto integrador que el Congreso ha representado con mayor o menor coherencia.
Los augurios han resultado fallidos. Todo indica que en el ánimo de la mayoría de los 700 millones de electorales han pesado mucho más los logros que los fracasos y que el Congreso confirma su rol de intérprete supremo de la voluntad popular. Una gran parte del mérito hay que atribuírselo, por supuesto, al primer ministro, Manmohan Singh, quien, a comienzos de los noventa, como Ministro de Economía, diseñó la apertura y liberalización de la economía india. Es un hombre prudente, desprovisto del carisma tan apreciado por las masas indias y ajeno a cualquier ambición personal.
India ha aprovechado con inteligencia el ciclo expansivo mundial para confirmar la salud de su economía. Si China ha utilizado sus ventajas estructurales para convertirse en el “gran taller del planeta”, India ha consolidado su posición como “oficina trasera del mundo”. El liderazgo global de su sector informático y telemático no admite discusión. Más de doscientos millones de indios han salido de la pobreza máxima durante estas casi dos décadas, aunque otros trescientos millones esperan.
Pero la competencia de Singh no se ha limitado al aspecto técnico, sino también al que menos se esperaba: el político. Lo ha demostrado tanto en la difícil gestión de la coalición que ha sostenido su gobierno estos años, como en la respuesta moderada y responsable que ha dado a la amenaza terrorista. Con una combinación de habilidad y firmeza, desmontó las posiciones intransigentes, radicales y hasta xenófobas de la oposición nacionalista y puso en evidencia a su líder, el octogenario Advani.
Pero Singh comparte el éxito político con quien realmente sigue detentando la legitimidad del liderazgo político: la familia Gandhi. Los sucesores de Nehru, su hija Indira y su nieto Rajiv, representaron perfiles muy diferentes. Ella, animal político y fiel heredera del proyecto nacional. Él, líder reticente y casi a la fuerza, terminó asumiendo el veredicto del destino. Ambos fueron asesinados. Los noventa contemplaron la modernización económica de la India, pero también la crisis del partido del Congreso, arruinado por los casos de corrupción y el débil liderazgo ocasional de Narashima Rao.
La viuda de Rajiv, Sonia, italiana y católica, dio pistas inequívocas sobre su voluntad de poner fin a la dinastía, para preservar el futuro de sus hijos. En realidad, ocurrió todo lo contrario. Sonia convirtió su debilidad en fortaleza. Su protagonismo y el de sus hijos resultó fundamental para que el Congreso triunfara en las elecciones de 2004, si bien con una minoría exigua. La reticente viuda tomó entonces decisiones que explican en gran medida lo ocurrido ahora. Primero, demostró que no tenía ambición de poder, al encargar a Singh la jefatura del gobierno. Segundo, preservó a su primogénito Rahul (entonces, con 34 años) de la batalla política cotidiana. Sonia se reservó la administración de la herencia, tuteló la maduración política de su hijo y asumió que no podía escapar al destino que le reservaba la India.
Esa estrategia se materializa ahora en la responsabilidad de afrontar los desafíos abrumadores que aguardan al nuevo gobierno. El partido de Nehru, de Indira, en menor medida de Rajiv, se convierte, ya sin reservas ni dudas, en el partido de Sonia, de Rahul, a quien Singh seguramente incluirá en su nuevo gobierno, con vistas a su proyección definitiva.
Pero ante todo, el Congreso revalida su condición de depositario del alma de la nación. El éxito electoral confirma que la India desea seguir su propia vía, sus propios ritmos, que no renuncia al sueño fundador de Gandhi. Que no le gusta recibir lecciones de eficacia de Occidente. Este profundo sentido nacional no es, sin embargo, incompatible con el instinto de modernización que encarnan los herederos más occidentalizados de la dinastía.
La prensa internacional se hace eco de las preocupaciones de las cancillerías. Reclaman a Sonia y a Rahul que no se olviden de las responsabilidades regionales de la India. Que favorezcan la reconciliación con Pakistán, facilitando un acuerdo sobre Cachemira. Washington está ansioso por hacer entender a la casta militar pakistaní que la amenaza no es India sino sus protegidos pastunes radicales de la frontera noroccidental y sus cómplices integristas afganos. Se le pide también que ayuden al superar el trauma de la destrucción de la guerrilla tamil en la vecina Sri Lanka. Se le exige que abra aún más su economía y la integre con más solidez en la globalización, a pesar de la crisis.
Pero el verdadero reto, es el que más importa a la India, es superar la pobreza endémica, acabar con la esclavitud doméstica –pública y privada- de sus mujeres, formar a sus jóvenes para que no sigan buscando en Occidente la prosperidad que resulta tan difícil encontrar en su país, abolir en la práctica el odioso sistema de castas, solventar las tensiones étnicas, construir un perfil de potencia basada en la sostenibilidad y no en delirios mesiánicos de de raza o religión.
Por muchas razones, India -y no necesariamente China- puede ser la gran potencia mundial de la segunda mitad del siglo XXI. Si eso ocurre, seguramente no será un Gandhi el encargado de gestionar ese esplendor. Ese sería el último éxito de la dinastía.
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