14 de junio de 2023
Silvio Berlusconi, Donald Trump y Boris Johnson han sido noticia estos últimos días. El primero, por su fallecimiento, tras una larga y controvertida vida personal y política; el segundo, por un nuevo procesamiento judicial, quizás el más peligroso de todos para él; y el tercero, porque un comité de su propio partido le ha cerrado la puerta del regreso al primer plano de la política al menos a corto plazo.
Los tres serán recordados como
estandartes del populismo político, una corriente conservadora
(fundamental pero no exclusivamente), que sirvió (¿sirve?) para ofrecer una
alternativa ganadora a la debilitada oferta de la derecha conservadora tradicional
e incluso, aunque en menor medida, al liberalismo centrista y a una
socialdemocracia en crisis de identidad.
Por supuesto, hay diferencias
entre ellos, pero los tres han sido “seductores de masas”: capaces de arrastrar
a millones de votantes sin necesidad de que estos confiaran del todo en su
palabras o en sus actos, y sin importar la credibilidad de sus propuestas
políticas. Berlusconi y Trump han tenido vidas privadas marcadas por el
escándalo y un machismo mujeriego exacerbado y hasta exhibicionista. Johnson ha
sido un poco más discreto, pero difícilmente puede ser considerado un adalid de
esa decencia exigible en su base conservadora. Sus excesos incluso en los
tiempos de pandemia lo han terminado condenando al ostracismo en que ahora se
encuentra.
Johnson ha sido el más
articulado, el más formado y el de mejor cuna social (nacido en la élite) y
política (ascendió como un barón tory más). Trump y Berlusconi, por el
contrario, no surgieron de una organización política preexistente, sino de la
nada política. Más tarde, el norteamericano colonizó al Partido Republicano,
hasta transformarlo, desfigurarlo y, dicen algunos, colocarlo en la rampa de
destrucción. El italiano, en cambio, ignoró al gran partido de la posguerra, la
Democracia Cristiana, a la que consideraba corrupta, ineficaz y acabada.
Construyó algo nuevo, con los rasgos más populistas que se podían imaginar: ¡Forza
Italia! era el grito de ánimo de los tifossi futboleros. Mantuvo la marca
durante 30 años, aunque su declive parece haber tocado fondo: de ser la fuerza
dominante en la coalición de las derechas ha pasado a ser la más débil, por
detrás de los Fratelli y la Lega, con apenas un 20% de los diputados de las tres formaciones.
Cada cual ha sido producto de su
tiempo, como cualquier líder político. Pero los tres han sido también game-changers,
es decir, agentes de cambio del momento que les ha tocado vivir. Trump ha
puesto patas arriba el sistema político de su país, ha modificado los
equilibrios del bipartidismo, ha alterado los resortes del electorado conservador
y, junto a todo ello, ha dejado evidencia las grandes farsas de la democracia
americana.
Berlusconi liquidó el sistema de
la I República, que se basaba en un juego mayor binario entre la DC (clave del
Gobierno) y el PCI (permanente oposición) y otro menor consistente en la
selección flexible de acompañantes (socialistas, socialdemócratas, liberales y
republicanos) del partido hegemónico. Il Cavaliere destruyó la alquimia
de ese pentapartito del Centro-derecha con una nueva cultura política
... o más bien sin cultura política alguna: como un subproducto del show-business
aplicado a la gestión pública. Berlusconi quiso construir su partido a
semejanza de una empresa, pero no de cualquiera, sino de las suyas, bajo la aceitosa
premisa del éxito.
Trump no llegó a tanto. Carece
del talento, la paciencia y el equipo de gestión que tenía el milanés. Los
negocios de los dos son opacos, sospechosos y con seguridad fraudulentos, pero
en distinta proporción y medida. Y ambos se han movido en entornos
jurídico-políticos muy diferentes; capitalistas, por supuesto, pero con normas
y experiencia diferentes. Comparten la habilidad, lubricada por no pocos medios
pseudoinformativos (de su propiedad, en el caso del italiano; abducidos,
en el caso del neoyorquino ), para bloquear las investigaciones judiciales, condicionarlas, demorarlas, neutralizarlas o
dejarlas sin efecto a medio y largo plazo. Ambos son o han sido pimpinelas
scarlatas del circo político que han orquestado a su alrededor.
Johnson también sacudió el
panorama político. Pero, contrariamente a sus semejantes, se apoyó en una base
preexistente, no tanto para transformar sus normas, sino para utilizarlas en su
beneficio particular. Ni siquiera la que para muchos es su obra capital, el Brexit,
fue proyecto original suyo: simplemente, se apropió de él, le confirió un sesgo
personal y, sobre todo, lo convirtió en un factor del cambio estratégico más
decisivo del Reino Unido en 50 años.
Berlusconi es ya historia (o está
camino de serlo). Ha sido obsequiado con un improcedente funeral de Estado. Los
obituarios, como suele ser habitual, se antojan demasiado halagadores o
justificadores de su fraudulenta carrera política. Nunca fué un hombre de
Estado, sino un pillo que supo aprovecharse del cansancio, la fatiga, el descreimiento
y el cinismo de un electorado de vuelta de todo. Pocos creen que Forza Italia
sobreviva a la muerte de su creador.
Johnson pasa de nuevo al purgatorio
(y no es la primera vez), castigado ahora por los suyos e ignorado por el
propio Primer Ministro, a quien él otorgó en su día la influyente cartera del Exchequer,
es decir, el control de las cuentas del Reino. Nada nuevo en el rugoso mundo tory.
Alguien de mucha mayor estatura como Margaret Thatcher también sucumbió ante un
aquelarre similar de aparentes traiciones, deslealtades y abandonos en la estacada.
Trump tiene más cerca su regreso
a la primera línea, aunque está bajo el intenso fuego de las causas judiciales
por fraude, evasión fiscal, manejo indebido de documentos públicos sensibles, obstrucción
a la justicia, conspiración política y un largo etcétera. El recorrido de cada
una de estas causas judiciales en curso es susceptible de convertirse en un show
con réditos electorales evidentes, siempre que él sepa controlarlos, lo cual es
mucho decir. La pléyade de rivales que se han amontonado en las últimas semanas
para disputarle la nominación republicana no parecen de entidad suficiente. El
peor enemigo de Trump es el mismo. Pero su mejor baza también es él, su
capacidad para conectar con un segmento amplísimo de población insensible al discurso
impostado de una élite política sobre la democracia y los valores.
Estos tres grandes tenores del populismo
han servido de inspiración a figuras menores locales, de procedencias
diferentes y estilos políticos similares. Conviene aclarar que no todos
aquellos que merecen la calificación de populistas en los medios de
comunicación son semejantes o asimilables. La confusión es frecuente.
Las principales divisas de este firmamento
que se ubica a la derecha del mainstream político n Europa son las
siguientes:
- la primacía nacional.
- un patriotismo más bien rancio.
- rechazo casi absoluto a la
inmigración.
- concepción muy tradicional de
la familia.
- intervenciones demagógicas en
la economía liberal.
Sin embargo, les divide una
disputa fundamental: las relaciones con Rusia. Dos grupos claros se perfilan:
1) Los identitarios, que han
tenido una relación fluida y poco conflictiva con Putin. En este grupo del
Parlamento europeo figuran la francesa Marine Le Pen, la Lega del italiano
Salvini, los alemanes del AfD, los flamencos belgas del Vlaams Belang y
los xenófobos finleses y daneses, entre otros. Trump se podría ubicar aquí,
aunque sus formulaciones ideológicas no son sólidas.
2) Los nacionalistas
conservadores, rotundamente antirrusos. Es el caso, sobre todo, de los
ultranacionalistas de los antiguos países comunistas, con el PiS (Ley y
Justicia) polaco a la cabeza (excepción hecha del húngaro Orbán, en buenas migas
con Putin). Se agrupan aquí la NVA (otra facción flamenca), los ultras españoles
de VOX, los ultraderechistas griegos, los xenófobos suecos y, más
recientemente, los neofascistas pálidos de Giorgia Meloni. La convivencia de Johnson
con ellos tampoco fue una elección suya: los tories se integraron en el
grupo de Parlamento europeo que los reúne (llamado Europeos Conservadores y
Reformistas) antes de que él llegara al liderazgo del partido.
Berlusconi, tan dúctil en la
escena internacional como en los negocios, eludió la adscripción de Forza
Italia a cualquiera de estas dos corrientes nacionalistas y consiguió integrarse en el Grupo Popular
Europeo, que nunca le hizo ascos. Como no se los hizo al FIDESZ de Víctor
Orbán, hasta que no tuvo más remedio que incoarle un expediente de expulsión,
que él dejó sin efecto al tomar la decisión de irse del grupo
“voluntariamente”. Si Il Cavaliere no hubiera sido admitido en el GPE,
se habría unido a los identitarios, más amables con Rusia.
Para dar una idea de la pujanza nacionalista
en Europa, la rama ultraconservadora dispone de 66 eurodiputados y la identitaria
de 62; en total, 125, frente a los 177 populares y 143 socialistas.
Pero si sumamos los votos que ambas facciones han obtenido en las últimas
elecciones nacionales celebradas en cada país miembro de la UE, nos encontramos
con que las dos facciones nacionalistas suman el mayor número de sufragios (más
de 48.700.000), casi 700.000 más que los partidos conservadores liberales o
democristianos del PP europeo. Más lejos quedan los socialdemócratas, por
encima de los 42,2 millones de votos.