TURQUÍA: HACIA LA SUPERACION DEL KEMALISMO

16 de junio de 2011

Turquía está de moda. El antiguo “enfermo de Europa” vive un triple proceso de estabilidad política, vigor económico e influencia internacional. Bajo la hegemonía del islamismo moderado y pragmático, cada vez más acusada, el país puente entre Occidente y Oriente afianza su condición de agente mundial de primer orden.
El primer ministro Recep Tayip Erdogan ha conseguido para su partido, el AKP, lo que hasta ahora nadie había conseguido en la historia moderna de Turquía: el triunfo en tres elecciones legislativas consecutivas (2002, 2007, 2011), y además mejorando su porcentaje de voto en cada ocasión.
La solidez del actual proyecto político turco no es discutida por casi nadie, aunque plantea dudas, recelos y preocupación desde distintos ámbitos ideológicos y políticos. Lo que hace una década parecía casi imposible, la superación del tradicional modelo kemalista, es hoy una rutilante realidad. Turquía se encuentra al borde de un cambio de régimen. O, para ser más exactos, en puertas de consolidar un nuevo modelo político, unas referencias nuevas que modificarán las relaciones internas de poder y afianzarán un nuevo protagonismo de este viejo estado en un entorno regional –en el sentido más amplio- siempre convulso.
El triunfo del AKP se debe a tres grandes factores: el éxito de sus políticas económicas (renta per cápita triplicada desde 2002), la fuerte conexión con los intereses, aspiraciones e ilusiones de amplias capas de la población, medias y bajas, y el pragmatismo con el que ha ido ganando espacios propios y reduciendo los de sus adversarios institucionales del kemalismo (Fuerzas Armadas, Judicatura, Clase política tradicional). El islamismo originario que permitió impulsar su irrupción política se ha mantenido, pero ha ido atemperándose y adaptándose a las exigencias del ejercicio del poder. Erdogan ha evitado la confrontación, no para doblegarse, sino para doblegar, para desactivar las resistencias, para hacer imposible la reacción deudora de un kemalismo cada vez más difuso y débil.
En este proceso de inversión política e ideológica, hay un riesgo evidente que muchos observadores políticos señalan: la deriva hacia un nuevo tipo de autoritarismo, que parece una amenaza endémica en el país. Puede pasarse de la tutela indiscutible del ejército –con el aval de un sistema judicial intervencionista- a otra de carácter más populista y ambiguo. El ‘hiperliderazgo’ de Erdogan tiene un reto el año que viene con las elecciones presidenciales, que serán celebradas por primera vez con sufragio universal. El actual primer ministro aspira a ese cargo, no para retirarse a una posición de árbitro o guía de la transformación del régimen, sino para seguir pilotando el proceso desde la cúspide del Estado. Pero para ello, necesita modificar la Constitución, que ahora confiere poderes limitados a la Presidencia.
UNA VICTORIA INSUFICIENTE
En este sentido, las elecciones constituían una prueba de fuego para Erdogan. El carismático dirigente aspiraba a una mayoría de dos tercios en el Parlamento para imponer una reforma de la Carta Magna sin necesidad de acuerdo con las otras fuerzas políticas. No lo ha conseguido. Incluso dispondrá de algunos diputados menos, a pesar de haber logrado más votos nominales, debido a ciertas paradojas del sistema electoral. Por tanto, tendrá que negociar, mostrarse muy convincente o seguir erosionando los apoyos sociales de sus adversarios como ha hecho en estos últimos años.
La Constitución actual es la redactada por los militares después del golpe que acabó en 1980 con sistema representativo tambaleante y acosado por la violencia y la desestabilización. Los sucesivos intentos de recuperación institucional resultaron sumamente endebles, con algunos episodios alarmantes como la amenaza de un nuevo golpe cuando un antecesor de Erdogan intentó una experiencia islámica que fue reprimida y disuelta con mecanismos legales.
Todo el mundo está de acuerdo en que esa Constitución militar está obsoleta. Pero no hay consenso sobre la orientación que debe darse a una nueva que afiance a Turquía en un proyecto para el siglo XXI. Los grandes elementos de ese nuevo texto que refunde el sistema político de convivencia turca deberán resolver los interrogantes acerca del equilibrio de los poderes e instituciones, el reconocimiento real y la integración de las minorías nacionales (kurda, en primer lugar, por su importancia numérica y cultural) , el peso del islamismo como identidad y su influencia en la orientación del Estado y la provisión de unas garantías sólidas que prevengan y neutralizan los riesgos autoritarios y consoliden los derechos civiles.
Erdogan gusta de repetir un discurso en ocasiones paternalista y superador de las diferencias en torno si no a su persona –que también- sí de su proyecto, de su visión del país. “No hemos venido a castigar, hemos venido a amar”, dijo ante sus enfervorecidos partidarios en su discurso triunfal tras las elecciones del domingo. Este aurea paternal, basado en la reverencia y no en el temor, modifica el imaginario colectivo del liderazgo nacional. Se mantiene la figura fuerte que en su día representó Ataturk. Cambia el estilo. No desaparece la referencia autoritaria. Se modifica el mensaje. Se ha pasado del ‘hard power’ al ‘soft power’. Las denuncias sobre persecución de periodistas, trabas en el funcionamiento de Internet y otras prácticas autoritarias se han intensificado en los últimos años. La intelectualidad liberal ha sido acosada sutil y no tan sutilmente, como denuncia el politólogo Hamit Bozarslan en una entrevista para LE COURRIER DES BALCANS. Con ser grave, no es esto lo más inquietante, sino que a esa mayoría social que parece haber encontrado la expresión de su renacimiento colectivo no parece importarle en demasía.
La oposición en el Parlamento debería jugar un papel equilibrador, pero es dudosa su capacidad para conseguirlo. El viejo partido kemalista, el CHP, se encuentra en un proceso de renovación. Su nuevo líder, Kemal Kiricdaroglu, apelado ‘Gandhi’, se esfuerza por afianzar su posición entre sus compañeros, tras la desaparición Deniz Baykal, fundido por un oscuro escándalo sexual, un recurso muy de moda últimamente en Turquía para liquidar rivales políticos. Kiricdaroglu parece empeñado en la superación del kemalismo clásico, para dotar al CHP de un perfil socialdemócrata, basado en un programa que conecta con las aspiraciones de los trabajadores y en una alianza aún por consolidar con los sindicatos. Pero las tensiones se mantienen y no se descarta una involución, según Alican Tayla, en un artículo para LE MONDE.
Más minoritarios, los nacionalistas radicales del MHP han conseguido franquear el umbral del 10% y estarán en el Parlamento, pese a los intentos de Erdogan por ocupar su espacio político. Han soportado una campaña muy dura, pero el efecto ha podido ser paradójico, ya que sus seguidores se han movilizado y han conseguido presentarse como victimas de un complot destinado a liquidarlos.
Por su parte, los intereses kurdos se han reunido en torno al Partido por la Paz y la Democracia (BDP), que ha presentado a sus candidatos como independientes para sortear las prohibiciones. La cifra récord de diputados que ha obtenido puede considerarse un éxito sin ambages, y constituirá otra inquietud de cierta importancia para Erdogan. Sin embargo, las amenazas del PKK de regresar a la lucha armada si no hay avances de la causa kurda podrían acudir en su ayuda, en caso de que el primer ministro decida abandonar su retórica conciliadora y adoptar una estrategia más represiva, considera THE ECONOMIST.
¿UN MODELO EXPORTABLE?
En este proceso de consolidación del cambio de sistema político, la reforzada proyección exterior de Turquía se configura como un instrumento fundamental. Turquía ha sido evocada como un espejo para los procesos de cambio en los cercanos países árabes. La prosperidad económica ha permitido incrementar la influencia intelectual y política turca en la región. El ministro de Exteriores, Ahmed Davutoglu, es ya el político más popular del país después de Erdogan, por la energía con que conduce la proyección internacional del país. El pulso dialéctico con Israel, una vía propia con Irán, el respaldo más comprometido con la causa palestina, el mantenimiento de la presencia en los Balcanes, su activismo en la ONU, etc. constituyen líneas muy visibles de acción diplomática. Por el contrario, el proceso de incorporación a la Unión Europea parece si no abandonado, sí congelado. Se diría incluso que constituye un factor de impopularidad. Para algunos, otro motivo de inquietud y riesgo adicional de una deriva autoritaria.