24 de noviembre de 2021
Las
recientes elecciones en Suramérica (Chile y Argentina) han confirmado el ascenso
de personajes que reivindican abiertamente posiciones ultraderechistas y defienden
el legado económico de las dictaduras de los años setenta. Frente a esta
tendencia, se afianza una corriente más radical en la izquierda, que relega en
las urnas a las fallidas fórmulas centristas.
Esta
incipiente recomposición del panorama político refleja un escepticismo
creciente sobre la democracia liberal, o formal, la sensación de que el sistema
político aún vigente protege a los más favorecidos pero desatiende a los más
necesitados. Algunos analistas contemplan con preocupación este proceso, al que
definen con la manida denominación de “polarización” o duelo de “extremismos”,
cuando en realidad, el extremismo reside en la incapacidad manifiesta del
sistema por abordar la desigualdad social. ¿Incapacidad o voluntad?
EL
FRACASO DEL CENTRISMO
El
caso de Chile es ejemplar, como lo fue en otros momentos de la historia reciente.
El país ha crecido durante las tres últimas décadas a una media cercana al 5%
anual, bajo el liderazgo político de la Concertación, una coalición de partidos
moderados de derecha e izquierda (socialistas, democristianos, liberales,
ecologistas ocasionales) que respondían a la celebrada fórmula europea del “consenso
centrista”. Y, sin embargo, estos mismos actores políticos han tenido que
admitir que los buenos indicadores macroeconómicos no han servido para
satisfacer necesidades sociales básicas y, en definitiva, para reducir de forma
significativa la desigualdad. La extrema pobreza ha sido prácticamente
erradicada, pero más de la mitad de los hogares chilenos tienen serias
dificultades para llegar a fin de mes.
La
llamada “polarización” es reflejo de este fracaso estratégico del orden liberal
en Chile, que bien puede extenderse a Argentina y a otros países de la región.
Los partidos clásicos se ven desbordados por opciones que se presentan como
novedosas, pero también por otras que son puras revisiones nostálgicas y
maquilladas de un pasado no tan lejano.
El
neopinochetismo se impuso por dos puntos de ventaja a una opción izquierdista
y ambos competirán por el triunfo definitivo en segunda vuelta. El líder ultraderechista
es José Antonio Kast, hijo de un oficial de la Wehrmacht, pero tipo de verbo
suave y maneras educadas, muy cerca del programa de Trump, pero muy lejos de su
estilo. El líder izquierdista es Gabriel Boric, quen fuera en su día dirigente
de la revuelta estudiantil que sacudió las estructuras políticas del país. Su designio
electoral (Chile, en su día cuna del modelo neoliberal, debe ser ahora su
tumba), no parece a su alcance. Las fuerzas centristas ni siquiera pudieron
sostenerse en el tercer puesto: fueron superadas por el populista Franco Parisi
(13%), que disimula su ideología, aunque pocos dudan de que apoyará a Kast en
la segunda vuelta (1).
Hay
una aparente paradoja entre la insatisfacción social y el éxito de un personaje
como Kast, que reivindica abiertamente el modelo económico ultraliberal del
pinochetismo de primera hora. Pero hay otro dato que ayuda a explicar este resultado.
La abstención ha sido superior al 50% (desde 2012 el voto no es obligatorio).
La participación puede aumentar en la segunda vuelta, pero no lo suficiente
para esconder la desafección existente. Una amplia mayoría de las capas populares
no encuentra quien le defienda. La propuesta de Boric (extensión de la cobertura
social, cuya propuesta estrella es el reforzamiento del sistema público de
pensiones) sólo alcanza a minorías politizadas y concienciadas de los sectores
urbanos (lo que se refleja en el apoyo de una cuarta parte de los votantes). Las
esperanzas que suscitó la Asamblea constituyente se ha enfriado. La demora de
los debates y los devastadores efectos del COVID han aumentado la frustración
social.
El
otro factor que explica el ascenso de Kast es el malestar de las clases privilegiadas
ante la cohabitación subsidiaria de los partidos conservadores y liberales con
el socialismo moderado. El apoyo electoral a Kast no llega a la tercera parte de
los votantes (un 28%), pero son cifras que rebasan el porcentaje que
representan las élites. La clase media acomodada, que resiste mejor en Chile
que en otros países vecinos, se ha dejado seducir por el relato embellecido de
las recetas neoliberales. Un elemento clave en el discurso de Kast ha sido el
rechazo a la inmigración, que ha calado muy hondo sobre todo en el norte del
país.
EL
PERONISMO MODERADO, ACORRALADO
En
Argentina, el peronismo templado del presidente Alberto Fernández (y de su
ministro de Economía, Martín Guzmán) se ha visto rebasado por la oposición coaligada
de centro-derecha (Juntos por el cambio). Por primera vez desde el final
de la última dictadura militar, los herederos de Perón pierden el control del
Senado. El retroceso en las provincias es generalizado. Y, reflejo de la deriva
señalada, se apunta la emergencia de la extrema derecha, con el tercer puesto logrado
por Javier Milai en la capital federal.
En
parte, la derrota peronista es autoinducida. El movimiento padece la enfermedad
estructural de la división, provocada por la pluralidad, la ambigüedad y la
confusión social y política que lo caracteriza desde su fundación. Ahora, la
fractura se encuentra dentro del gobierno, con la expresidenta Cristina Fernández
como número dos de un Ejecutivo que no se sabe muy bien que dirección
estratégica defiende. Enredado en los fantasmas económicos recurrentes del país,
la inflación (un 41,8% oficial) y la deuda externa (38 mil millones de
euros), el gobierno Fernandez vs Fernández proyecta una imagen de
desconcierto. De nuevo resulta paradójico que una parte de la población premie
a los responsables de la deuda, los seguidores del expresidente Macri, o a ultras
como Milai con una recompensa electoral. Hay una parte de castigo, frustración
y malestar en la base social peronista (siempre
en conflicto) El centrismo opositor se felicita por unos resultados parciales,
pero sabe que, ante la prueba mayor de gobernar el país dentro de dos años, es
más que probable que Argentina vuelva a elegir entre dos opciones alejadas del
equilibrio político. La desigualdad social, después de experimentos populistas
de izquierdas (lo que vino a ser el kirchnerismo, con sus avances y
mejoras) y ultraliberales, sigue siendo amplia, aunque menos acentuada que en Chile.
Los
gabinetes de estudio y análisis próximos al orden liberal hacen una lectura más
favorable de los procesos políticos regionales. Hace unas semanas, el último informe
del Latino barómetro indicaba que el respaldo social a la “democracia” no
se había erosionado durante estos dos años de COVID, pese a los estragos
sociales que ha provocado la pandemia y la respuesta insuficiente de los Estados,
según valoraciones de la directora, Marta Lagos (2). Sin embargo, conviene preguntarse
qué democracia apoyan los encuestados y quienes son realmente los consultados.
La polarización visible en Chile, Perú o Ecuador y apuntada en Argentina también
es fruto del juego democrático. Las fuerzas más reaccionarias utilizan ahora el
arma electoral para aprovecharse de la crisis del COVID y de los fracasos evidentes de los centristas para mejorar
sus opciones políticas. Si en Europa o en Estados Unidos, la crisis del orden
liberal ha traído la emergencia del nacional-populismo identitario, en América
Latina, las fuerzas extremistas se preparan para ejercer un control preventivo
ante posibles estallidos sociales. El pinochetismo no necesita ahora
tanques en las calles y cárceles en los sótanos. Se pone guantes de seda para
manejar el orden.
NOTAS
(1) Resumen de análisis electoral
de la prensa chilena e internacional en COURRIER INTERNATIONAL, 22 de
noviembre.
(2) “Latin America brief”. FOREIGN POLICY,
11 de noviembre.