LA SEGUNDA MUERTE DE FIDEL CASTRO

28 de noviembre de 2016
                
Fidel Castro ha muerto biológicamente el 25 de noviembre de 2016, pero ya había fallecido políticamente hace más de diez años, el 31 de julio de 2006, cuando cedió el control efectivo de Cuba a su hermano Raúl debido a su enfermedad, que ya le había limitado severamente su capacidad de obrar.
                
Durante algún tiempo, se mantuvo vivo el debate sobre el alcance e influencia de Fidel en la política cubana, después de ceder el testigo operativo del mando a su hermano Raúl. Las frecuentes opiniones del ex-presidente, orales o escritas, orientativas o aparentemente imperativas abonaron la idea de que el Jefe de la Revolución no se había retirado, no había dado un paso atrás (ya se sabe: ni para coger impulso), sino a un lado.
                
Al cabo, importa poco la naturaleza del poder que Fidel haya podido ejercer durante la década pasada. Lo relevante es que, coincidiendo con su apartamiento de la primera línea, se confirmó en Cuba una transición (en absoluto un cambio), hacia otra forma de socialismo. O al menos así lo pretenden sus impulsores, la vieja y la nueva guardia del Partido Comunista, con discrepancias tenues en cuestión de matices o de graduación).
                
La primera muerte de Fidel fue política, que no ideológica. Es decir, no ha habido en estos diez últimos años renuncia alguna al ideario de la revolución, ni siquiera al del sistema económico y mucho menos político. El principio "todo dentro de la revolución, nada fuera de la revolución" ha seguido vigente. Lo que se ha modificado no ha sido el discurso, sino la praxis. O sea, la política. La intransigencia fidelista, santo y seña de la concepción militante y vigilante de la Revolución, se ha ido transformando en la flexibilidad raulista, reflejo de la necesidad de supervivencia  tanto del proyecto revolucionario como del acomodo de las élites del sistema.
                Desde su nueva tribuna en retaguardia -o, si se quiere, de una vanguardia menos avanzada-,  Fidel Castro se permitía ciertos dardos sin destinario expreso. Lo cual en absoluto era novedoso, porque ya practicaba este comportamiento cuando ejercía de hecho y derecho el liderazgo supremo. Era lo que llevó en su día a Gabriel García Márquez a decir que Fidel Castro era el líder del gobierno, pero también de la oposición. Un halago discutible que pretendía ensalzar el espíritu crítico e inconformista del ya por entonces veterano revolucionario.
                
La última veta crítica de Fidel tenía otro significado. En su vejez, en su deterioro físico y anímico, en la conciencia del aislamiento en que se encontraba Cuba, pese al apoyo chavista, el anciano Castro estaba anticipando quizás una Cuba distinta, no necesariamente capitalista a corto plazo, pero sí contaminada por precursores que a él siempre se le antojaron insidiosos, por necesarios que fueran ocasional o provisionalmente, como la propiedad mixta, el pequeño negocio privado más estable que actualmente, la creciente inversión extranjera, etc.
                
En cierta ocasión, ya retirado del primer plano, Fidel admitió con amargura el retroceso del "campo socialista". Pero, con la ambigüedad que lo caracterizaba cuando hablaba de las relaciones internacionales (aparte de sus latiguillos anti-imperialistas), nunca se pronunció sobre la evolución nacionalista de Rusia tras la desaparición de la URSS o el travestismo del comunismo chino en un capitalismo de Estado bajo el autoritarismo de un Partido despojado de su armazón ideológico para convertirse en un mero aparato de poder.
                
Castro nunca recomendó un camino concreto para su país que no fuera un irreal continuismo de su régimen. Hubiera sido como aceptar que había que hacer más cambios que los puramente tácticos o instrumentales. Quizás ya se había resignado a que había dejado de ser una fuerza real, una influencia efectiva. En su ambigua aparición en el último plenario de la Asamblea Popular, el pasado mes de abril, evocó su desaparición definitiva, para afirmar a continuación la pervivencia de las ideas comunistas.  Se respetó más al mensajero que al mensaje.
                
Por la misma razón,  importó poco su escaso aprecio -por no decir desdén- por la significación de la visita de Obama, el primer presidente que aterrizaba en la isla en más de medio siglo. Raúl Castro y el resto de equipo dirigente capitalizaron ese acontecimiento sin exagerarlo, pero sin minimizarlo tampoco.

                
Por eso, la segunda muerte de Fidel Castro se ha vivido con tranquilidad absoluta en Cuba, algo que ha sorprendido a algunos medios poco reflexivos.  Hace tiempo que el pueblo cubano ya había descontado su desaparición definitiva. Sus palabras seguirán escuchándose muchos años. Ahora, como desde hace un cuarto de siglo al menos, lo que preocupa es vivir cada día. Resolver. 

EL ESTAMPIDO DE LOS BÚFALOS Y LA SONRISA DE LAS HIENAS

23 de noviembre de 2016
                
Después de Estados Unidos, Francia. El interés político, la curiosidad ciudadana y el morbo mediático harán la travesía atlántica en los próximos meses. Pero muy poco a poco. El foco seguirá puesto durante unas semanas más en América hasta comprobar si lo de Trump adquiere dimensiones de terremoto o se reduce a una farsa sin disfraces. El nuevo presidente de los Estados Unidos habrá agotado esos primeros cien días (tópicos más que míticos) para cuando se esclarezca si Francia confirma el triunfo del malestar como proyecto político o se impone la válvula de seguridad del sistema tradicional.
                
Estos días se libran en Estados Unidos las escaramuzas de los nombramientos, la reorientación de los planes y estrategias de gobierno y el equilibraje de discursos; mientras, en Francia se empiezan a decantar las batallas de las primarias, con algunas sorpresas, que por repetidas, cada vez lo son menos.
                
Estados Unidos y Francia, cada cual por razones propias y con pesos muy diferentes, son referencias políticas inesquivables, anclajes poderosos en la conformación de tendencias y en la generación de ánimo ciudadano y de narrativas públicas.
                
Después del triunfo de Trump, una victoria en Francia de la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen, multiplicaría el efecto de shock, profundizaría la sensación de crisis en el sistema liberal actual y desencadenaría una oleada de visiones catastrofistas.
                
Ya casi nadie se atreve a hacer pronósticos ni a mencionar encuestas como referente de autoridad. Se admite que Le Pen puede confirmarse como candidata más votada en la primera vuelta electoral, pero, como ocurriera hace diez años, el fantasma de la ultra derecha victoriosa se neutralizaría mediante un pacto entre derecha e izquierda convencionales.
                
Ese escenario es muy probable. El más probable, tal vez. Pero no se trata de una solución, o una salida, neutra. En ese pacto de las fuerzas convencionales, la izquierda va a resultar perdedora, casi con toda seguridad, porque a estas alturas del desarrollo político se antoja muy difícil que alguno de los varios candidatos visibles pueda obtener más votos en la primera vuelta que el vencedor de la disputa liberal-conservadora, ya sea Fillon o Juppé.
                
Estos dos políticos de la derecha francesa han acabado con Sarkozy con facilidad pasmosa. El expresidente, que hasta hace sólo unos meses se relamía públicamente con la inevitabilidad de su retorno, ha sido víctima de su inconsecuencia política y ha terminado intoxicándose con su propia propaganda. El coqueteo con algunos de los valores ensalzados por la extrema derecha para apropiarse de ellos y ofertarlos en su candidatura con mayor respetabilidad ha resultado una estrategia catastrófica para sus ambiciones de reentrée. Sarkozy se ha ganado a pulso un puesto en el panteón de cadáveres ilustres de Francia.
                
El principal beneficiario de la megalomanía sarkozita parecía que iba a ser Juppé, quien, sagaz y superviviente como pocos de su generación, construyó una narrativa centrista para refutar la estrategia del expresidente y enemigo declarado en la vieja y ya casi olvidada familia gaullista. Se las prometía muy felices con su discurso de barrera frente a la tentación Trump, como garante frente a la amenaza de oleada frentenacionalista. Ni su equipo ni la mayoría de los sondeos preveían hasta hace sólo unos días que su candidatura perdía fuelle irrremediablemente.  Pero, al cabo, ¿qué credibilidad tienen ya los sondeos políticos? ¿Por qué no se acometen las urgentes revisiones de su funcionamiento, los cambios de metodología o la imparcialidad de sus patrocinadores?
               
El vencedor del primer asalto en la contienda conservadora francesa, François Fillon, es el anti-Trump. No por sus credenciales progresistas: al contrario, es un conservador acreditado, un político que no esconde su adscripción a los valores sociales más tradicionales, apegado a un catolicismo sin complejos. Incluso se permite defender criterios neoliberales, a pesar del naufragio de esta corriente y de los millones de cadáveres sociales que ha dejado por toda Europa y el resto del mundo. Pero es un hombre serio, previsible, sensato y razonable. No es un fantasma, no es un payaso, no es un farsante. Es el exponente más tradicional de un estilo reconocible. Un político un poco a contracorriente. Primer ministro durante cinco años con Sarkozy, terminó hastiado y fatigado del estilo bombástico de su patrón. Primero se desmarcó de él, luego se separó con cierta claridad y, finalmente, se colocó enfrente de sus ambiciones de retorno. Todo ello, eso sí, con su proverbial discreción. Haciendo el ruido estrictamente necesario y conveniente.
                
No es seguro que Fillon confirme su espectacular remontada y mande a Juppé al mismo lugar donde ya Sarkozy entorna los ojos. El mejor escudero del expresidente Chirac cree todavía poder rescatar su mensaje centrista (o pseudo-centrista), que lima los aspectos más ásperos del neoliberalismo económico y del conservadurismo social de su rival. Juppé promete lo mismo, o casi lo mismo que Fillon, pero en dosis menos severas, más tragables -o eso pretende- por el electorado centrista, incluyendo la izquierda pálida, pragmática o resignada. Si Juppé suspira por el voto del electorado socialista en una eventual segunda vuelta contra Le Pen, es porque la derecha francesa da por descontado que el Partido Socialista consumará de nuevo lo que constituye su auténtica especialista en el panorama europeo: el suicidio político.
                
No es que los socialistas franceses no tengan candidato. Tienen al menos tres, de momento. Que deberían ser cuatro, si el presidente Hollande, de buena gana o forzado por la responsabilidad histórica, al aquelarre en marcha. Y eso, sin  contar al escapista Macron. El Marco Bruto del actual inquilino del Eliseo se presenta como convertido a una confusa cruzada de inventiva política que, de oler a algo, huele a liberalismo con rostro amable. Desde la izquierda, ecologistas, radicales, comunistas o neo-izquierdistas hacen aún más complicado acordar un cabeza de cartel unitario para disputarle a la derecha el orgullo de frenar al Frente Nacional. Es decir, de impugnar una conexión atlántica maldita Trump-Le Pen.
                
Cuando todos estos remolinos se resuelvan en la acometida final de mayo, el nuevo Presidente norteamericano puede haber cometido tantas barbaridades que Marine Le Pen haya tenido que escenificar renuncias expresas de su simpatía por el neófito rebelde contra el establishment. El influjo Trump podría tornarse en hipoteca o hándicap indeseable para los ultranacionalistas galos. Sería paradójico que lo que ahora se contempla con inquietud notable terminara convirtiéndose en un factor que contribuyera decisivamente a salvar a Francia del bochorno de una xenofobia triunfante.

                
Sin embargo, parece más probable que Trump se acomode a un curso derechista más convencional, menos conflictivo, con ciertos toques de extravagancia y mal gusto, pero diluibles en una previsibilidad política sin demasiadas líneas de fracturas en el sistema. Algo así podría capitalizarlo la derecha francesa como los límites del aventurismo populista. Después de todo, el equipo ultra de Trump que vamos conociendo se asemeja más a la sonrisa de las hienas que al estampido de los búfalos.              

LAS TRAMPAS DE TRUMP

16 de noviembre de 2016
                
América y el mundo se mueven estos días entre el temor, el asombro y la perplejidad sobre el futuro que nos espera con una presidencia de Donald Trump. Con el narcisismo que lo caracteriza, el anti-candidato electo contribuye deliberadamente a extender el suspense para fijar la atención de propios y extraños hacia sus palabras, sus conductas, sus actos.
                
Nada más ganar, cambió bruscamente de registro: se mostró comprensivo y hasta afectuoso con su rival electoral (después de haberla amenazado con llevarla a la cárcel si ganaba las elecciones) y luego se presentó con una humildad extraña por completo en sus zapatos ante el todavía presidente Obama para regalarle con halagos simplistas e insinuar que le gustaría tenerlo como consejero.
                
En la calle, miles de jóvenes norteamericanos no compraron este burdo intento de transformismo político y moral y denunciaron los peligros de un mandato Trump. Estos manifestantes son el exponente de una América que no ha votado por la demagogia, el racismo, la misoginia y la impostura social. Conforta no poco saber que en la costa oeste y en algunas ciudades del nordeste, hay un país progresista y activo sobre el que volveremos (1).
                
Es una ingenuidad creer que Trump ha conectado con los sentimientos, temores y frustraciones de millones de norteamericanos, sin matizar que ese vínculo supuestamente genial (como ahora dicen los aduladores precipitados) ha estado fuertemente reforzado por el excesivo interés que sus demagógicas propuestas han despertado en los medios.
                
Lo visto estos días permiten hacerse una idea de lo que puede ser la era Trump, en sus inicios al menos. El juego de equilibrios contemplado en esta fase de transición entre las corrientes populistas (Bannon, el propagandista ultranacionalista y xenófobo, a la cabeza, designado para el escurridizo cargo de estratega-jefe) y los pro-establishment (el Vice Mike Pence, o el anunciado jefe de personal, Rience Priebus) es muy probable que se consolide en la conformación del gobierno. Pero habrá sobresaltos, casi seguro. Algunos, ya explicitados, como la interferencia disruptiva de los hijos del Jefe elevados a la categoría de asesores de mesa camilla; otros, presentidos, como la solución que se arbitre finalmente para la gestión de sus negocios privados,  o los inevitables cambios de humor e incontinencias del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
                
LA VISIÓN EXTERIOR: PERPLEJIDAD Y CAUTELA
                
En el resto del mundo, el malestar se percibe en la punta de la lengua, pero la exigida contención diplomática se resuelve en una incómoda cautela. Estos días se ha derramado tinta a espuertas, como era de esperar, sobre lo que los distintos gobiernos y agentes de poder esperan de un cambio tan brusco en la Casa Blanca. Se la prometen muy felices los nacionalistas xenófobos europeos y la derecha israelí (la fanática, la extrema y la contenida).
                
El disgusto indisimulado que ha provocado en Europa el Trump de campaña quedará pronto suavizado, pese a ciertos toques de atención como el del Secretario General de la OTAN sobre el aislacionismo del candidato (2). Después de todo, entre aliados no hay que esperar otra cosa que sonrisas, parabienes y felicitaciones en público y discretas solicitudes de clarificación en privado.
                
En la Europa asediada por las heridas autoinfligidas (austeridad, pasividad de los poderes públicos, inmovilismo político, desigualdad creciente, pérdida de valores, atonía cultural, etc…), la perspectiva de una presidencia como la Trump podría resolverse en una respuesta acomodaticia, superado el impacto inicial.  En la izquierda, es previsible que se reverdezca el anti-americanismo tradicional, pasada la ilusión pro-Obama; en la derecha, puede apostarse a que se impondrá el bussiness as usual de una colaboración tan leal como interesada.
                
Los más señalados como objeto de punción del futuro presidente aparentan diferentes niveles de preocupación. Los mexicanos, gobierno, oposición y agentes económicos y sociales, se saben señalados, pero hay cierta esperanza en que Trump corrija los aspectos más agrios de su demagógico discurso sobre la inmigración. A la postre, la expulsión de tres millones de ilegales, según ha dicho el presidente electo, sería una operación muy arriesgada, no sólo para México y sus vecinos centroamericanos (principalmente). Un empeoramiento del clima social en el patio trasero tendría un posible efecto boomerang sobre Estados Unidos.
                
Otros supuestos amigos del vencedor, como Putin y su   cohorte del Kremlin se muestran más cautos, sabedores de que no es oro todo lo que reluce en la muñeca de Trump y que, a la postre, ese establishment al que supuestamente se ha enfrentado se la puede torcer sin demasiado esfuerzo una vez que se siente en el despacho oval (3).
                
China es un caso bien distinto. La estólida reacción del  mandarinato comunista es la habitual ante los acontecimientos internacionales. Las amenazas de una política duramente proteccionista esgrimidas por el anti candidato pueden convertirse en un arma de doble filo. Es improbable que Trump, una vez instalado, se arriesgue a tomar decisiones que puedan precipitar una guerra comercial. La promesa de recuperar empleos para el obrero americano dificultando la entrada de productos, material y bienes de equipo chinos en Estados Unidos constituye una de las mayores falacias del discurso del demagogo en jefe. La clase media baja norteamericana está muy a gusto comprando mercancías chinas porque no se podría permitir adquirar las made in Usa a precios dos o tres veces más caras (4).
                
Al cabo, todos los que nos hemos equivocado pronosticando que la victoria de Trump era poco menos que imposible estamos obligados a pagar el pecado de la soberbia o a dejarnos guiar ahora por la recomendación de la cautela. Trump es imprevisible, pero los centros de poder capaces de someterlo a control no lo son en absoluto. Por eso, cabe esperar que el Trump presidente sea más tradicional que el Trump (anti) candidato. Que el espejismo de una revuelta contra el establishment se disuelva en agua de borrajas. Que las propuestas más aceradas y heterodoxas se adecúen a los intereses y enfoques más consolidados. Pero bien podríamos asistir a derivas más peligrosas. Un analista de la Brooking Institution lo sintetiza en cuatro escenarios (5). 
                
Sea como sea, no nos engañemos: habrá un giro a la derecha. Los ricos disfrutarán de un sistema fiscal más favorable. Habrá un Tribunal Supremo dominado por los conservadores, en cuanto el nuevo Presidente cubra la vacante dejada por el ultra Scalia con otro juez de parecidos registros. En consecuencia, retrocederán las conquistas sociales y se recortarán derechos y libertades. Trump delegará la gestión de los asuntos delicados en el establishment más afecto a sus caprichos y manías y se reservará la demagogia del discurso.              

NOTAS

(1) "Amid tide of red on electoral map, West coast stays defiantly blue". THE NEW YORK TIMES, 11 de noviembre.

(2) "Going it alone not an option, Nato chief warns Donald Trump". THE OBSERVER, 12 de noviembre.

(3) "Is a Trump Presidency really a big win for Putin?". REID STANDISH. FOREIGN POLICY, 9 de noviembre.

(4) "Getting to investment reciprocity with China". BERNARD GORDON. FOREIGN AFFAIRS, 9 de noviembre.

(5) "Four scenarios for a Trump Presidency". DARRELL M. WEST. BROOKING INSTITUTION, 14 de noviembre.

LAS TRAMPAS DE TRUMP

16 de noviembre de 2016
                
América y el mundo se mueven estos días entre el temor, el asombro y la perplejidad sobre el futuro que nos espera con una presidencia de Donald Trump. Con el narcisismo que lo caracteriza, el anti-candidato electo contribuye deliberadamente a extender el suspense para fijar la atención de propios y extraños hacia sus palabras, sus conductas, sus actos.
                
Nada más ganar, cambió bruscamente de registro: se mostró comprensivo y hasta afectuoso con su rival electoral (después de haberla amenazado con llevarla a la cárcel si ganaba las elecciones) y luego se presentó con una humildad extraña por completo en sus zapatos ante el todavía presidente Obama para regalarle con halagos simplistas e insinuar que le gustaría tenerlo como consejero.
                
En la calle, miles de jóvenes norteamericanos no compraron este burdo intento de transformismo político y moral y denunciaron los peligros de un mandato Trump. Estos manifestantes son el exponente de una América que no ha votado por la demagogia, el racismo, la misoginia y la impostura social. Conforta no poco saber que en la costa oeste y en algunas ciudades del nordeste, hay un país progresista y activo sobre el que volveremos (1).
                
Es una ingenuidad creer que Trump ha conectado con los sentimientos, temores y frustraciones de millones de norteamericanos, sin matizar que ese vínculo supuestamente genial (como ahora dicen los aduladores precipitados) ha estado fuertemente reforzado por el excesivo interés que sus demagógicas propuestas han despertado en los medios.
                
Lo visto estos días permiten hacerse una idea de lo que puede ser la era Trump, en sus inicios al menos. El juego de equilibrios contemplado en esta fase de transición entre las corrientes populistas (Bannon, el propagandista ultranacionalista y xenófobo, a la cabeza, designado para el escurridizo cargo de estratega-jefe) y los pro-establishment (el Vice Mike Pence, o el anunciado jefe de personal, Rience Priebus) es muy probable que se consolide en la conformación del gobierno. Pero habrá sobresaltos, casi seguro. Algunos, ya explicitados, como la interferencia disruptiva de los hijos del Jefe elevados a la categoría de asesores de mesa camilla; otros, presentidos, como la solución que se arbitre finalmente para la gestión de sus negocios privados,  o los inevitables cambios de humor e incontinencias del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
                
LA VISIÓN EXTERIOR: PERPLEJIDAD Y CAUTELA
                
En el resto del mundo, el malestar se percibe en la punta de la lengua, pero la exigida contención diplomática se resuelve en una incómoda cautela. Estos días se ha derramado tinta a espuertas, como era de esperar, sobre lo que los distintos gobiernos y agentes de poder esperan de un cambio tan brusco en la Casa Blanca. Se la prometen muy felices los nacionalistas xenófobos europeos y la derecha israelí (la fanática, la extrema y la contenida).
                
El disgusto indisimulado que ha provocado en Europa el Trump de campaña quedará pronto suavizado, pese a ciertos toques de atención como el del Secretario General de la OTAN sobre el aislacionismo del candidato (2). Después de todo, entre aliados no hay que esperar otra cosa que sonrisas, parabienes y felicitaciones en público y discretas solicitudes de clarificación en privado.
                
En la Europa asediada por las heridas autoinfligidas (austeridad, pasividad de los poderes públicos, inmovilismo político, desigualdad creciente, pérdida de valores, atonía cultural, etc…), la perspectiva de una presidencia como la Trump podría resolverse en una respuesta acomodaticia, superado el impacto inicial.  En la izquierda, es previsible que se reverdezca el anti-americanismo tradicional, pasada la ilusión pro-Obama; en la derecha, puede apostarse a que se impondrá el bussiness as usual de una colaboración tan leal como interesada.
                
Los más señalados como objeto de punción del futuro presidente aparentan diferentes niveles de preocupación. Los mexicanos, gobierno, oposición y agentes económicos y sociales, se saben señalados, pero hay cierta esperanza en que Trump corrija los aspectos más agrios de su demagógico discurso sobre la inmigración. A la postre, la expulsión de tres millones de ilegales, según ha dicho el presidente electo, sería una operación muy arriesgada, no sólo para México y sus vecinos centroamericanos (principalmente). Un empeoramiento del clima social en el patio trasero tendría un posible efecto boomerang sobre Estados Unidos.
                
Otros supuestos amigos del vencedor, como Putin y su   cohorte del Kremlin se muestran más cautos, sabedores de que no es oro todo lo que reluce en la muñeca de Trump y que, a la postre, ese establishment al que supuestamente se ha enfrentado se la puede torcer sin demasiado esfuerzo una vez que se siente en el despacho oval (3).
                
China es un caso bien distinto. La estólida reacción del  mandarinato comunista es la habitual ante los acontecimientos internacionales. Las amenazas de una política duramente proteccionista esgrimidas por el anti candidato pueden convertirse en un arma de doble filo. Es improbable que Trump, una vez instalado, se arriesgue a tomar decisiones que puedan precipitar una guerra comercial. La promesa de recuperar empleos para el obrero americano dificultando la entrada de productos, material y bienes de equipo chinos en Estados Unidos constituye una de las mayores falacias del discurso del demagogo en jefe. La clase media baja norteamericana está muy a gusto comprando mercancías chinas porque no se podría permitir adquirar las made in Usa a precios dos o tres veces más caras (4).
                
Al cabo, todos los que nos hemos equivocado pronosticando que la victoria de Trump era poco menos que imposible estamos obligados a pagar el pecado de la soberbia o a dejarnos guiar ahora por la recomendación de la cautela. Trump es imprevisible, pero los centros de poder capaces de someterlo a control no lo son en absoluto. Por eso, cabe esperar que el Trump presidente sea más tradicional que el Trump (anti) candidato. Que el espejismo de una revuelta contra el establishment se disuelva en agua de borrajas. Que las propuestas más aceradas y heterodoxas se adecúen a los intereses y enfoques más consolidados. Pero bien podríamos asistir a derivas más peligrosas. Un analista de la Brooking Institution lo sintetiza en cuatro escenarios (5). 
                
Pero no nos engañemos: habrá un giro a la derecha. Los ricos disfrutarán de un sistema fiscal más favorable. Habrá un Tribunal Supremo dominado por los conservadores, en cuanto el nuevo Presidente cubra la vacante dejada por el ultra Scalia con otro juez de parecidos registros. En consecuencia, retrocederán las conquistas sociales y se recortarán derechos y libertades. Trump delegará la gestión de los asuntos delicados en el establishment más afecto a sus caprichos y manías y se reservará la demagogia del discurso.              

NOTAS

(1) "Amid tide of red on electoral map, West coast stays defiantly blue". THE NEW YORK TIMES, 11 de noviembre.

(2) "Going it alone not an option, Nato chief warns Donald Trump". THE OBSERVER, 12 de noviembre.

(3) "Is a Trump Presidency really a big win for Putin?". REID STANDISH. FOREIGN POLICY, 9 de noviembre.

(4) "Getting to investment reciprocity with China". BERNARD GORDON. FOREIGN AFFAIRS, 9 de noviembre.


LA ERA TRUMP, MÁS ALLÁ DE LAS APARIENCIAS

10 de noviembre de 2016
               
Después del shock electoral, se van perfilando poco a poco las primeras tendencias del cambio político inminente en Estados Unidos. A pesar de las apariencias, la supuesta ruptura con el pasado podría ser no tan profunda como se espera o se teme.

1.- EL NUEVO MAPA POLÍTICO

Los analistas insisten en el cambio del mapa político de Estados Unidos. El triunfo de Trump es estados industriales en crisis como Wisconsin, Pensilvania, Ohio y quizás también Michigan (aún se desconoce el resultado al escribir este comentario) confirma el apoyo de numerosos trabajadores blancos sin estudios superiores a un candidato multimillonario construido con cantos de sirena populistas. Este segmento de población se siente abandonado, cuando no traicionado, por los demócratas. De ahí que algunos sostengan ahora que Bernie Sanders, con su mensaje social-demócrata, podría haber obtenido un mejor resultado.

Es un cálculo discutible. Si bien el voto obrero ha sido el talón de Aquiles de Clinton, como se esperaba, el apoyo obtenido por ella entre las minorías demográficas y raciales ha sido más que aceptable. Hillary ha conseguido el voto de casi 9 de cada diez afroamericanos votantes y dos de cada tres latinos. Sanders no podía haber mejorado estos resultados. Y, sin embargo, este flujo de votantes ha sido menor al obtenido por Obama en 2012, debido a una abstención que, como se temía, ha resultado muy perjudicial para los intereses demócratas, por les ha impedido compensar la retirada del apoyo de los trabajadores blancos.

Sorprende el caso de las mujeres. Pese a la misoginia descarada del candidato republicano, el dominio de Hillary en este grupo demográfico ha sido menor de lo esperado. Trump ha conseguido cuatro de cada diez votos femeninos, en el segmento de menor nivel de estudios. Parece confirmarse que las mujeres conservadoras mantienen su antipatía visceral hacia la candidata demócrata.

2.- EL PRESENTIDO GIRO DEL DEMAGOGO EN JEFE

Lo primero que hizo Donald Trump tras conocer su victoria electoral fue cambiar el tono de su discurso. Sin renunciar a su retórica patriótica, adoptó una pose conciliadora. Se mostró amable y hasta elogioso con su rival, a la que insultó continuamente durante la campaña e incluso llegó a amenazar con llevarla a prisión si él ganaba las elecciones.

Los analistas de los programas electorales se apresuraron a destacar este cambio de temperatura del vencedor. El Presidente Obama hizo alusión a ello en su sobrio mensaje post-electoral en el que prometió una transición cordial y colaboradora.  La derrota Clinton, más elegante que sincera, pidió una oportunidad para su rival, ante el silencio de sus seguidores. Se percibe una corriente de superar la división nacional y restañar heridas.

3.-RESISTENCIA CIUDADANA FRENTE A LA TRUMPMANÍA

Miles de ciudadanos, la gran mayoría jóvenes, no parecen dispuestas a dejarse seducir por estas consignas interesadas En la noche del miércoles salieron a la calle, avergonzados y preocupados por el rumbo futuro del país, para recordarle al Presidente electo que están dispuestos a defender los valores democráticos del país. En varias ciudades, todas ellas de mayoría demócrata, los manifestantes marcharon por las calles (en algunos casos hacia los hoteles del magnate) para vocear proclamas en favor de los inmigrantes, de las minorías y de los derechos civiles y en contra del racismo y del propio Trump. “No es nuestro presidente”, proclamaban.

4.- UNA GRAN PARADOJA EN CIERNES

La gran paradoja del mandato de Trump es que, a pesar de haber sido elegido como reflejo del ajuste de cuentas con la clase política, es más que probable que los políticos conserven e incluso incrementen su control del país.

La inexperiencia del futuro Presidente no tiene precedentes cercanos. No se puede gobernar un país, y menos uno tan grande y complejo como Estados Unidos sólo con eslóganes y un puñado de simplezas como las aireadas por Trump. No sólo necesitará de rodearse de un equipo avezado y unos asesores muy influyentes. Precisará de una estrategia muy elaborada.

Los principales líderes republicanos, reticentes con Trump hasta el mismo día de las elecciones, pueden convertirse de manera casi inmediata en los maestros del juego político. Sobre todo, los aspirantes a sucederlo en la Casa Blanca, quien sabe si dentro de cuatro años y no de ocho. La confirmación del control republicano del legislativo refuerza esta impresión. No sería extraño que Trump se acomodara a un papel puramente simbólico o propagandístico, muy ajustado a la vanidad incontrolada de su personalidad, mientras otros se encargasen de cocinar las políticas. El Presidente podría seguir en el centro de los focos, pero permanecer bastante alejado de la sala de máquinas. De esta forma, un voto contra el establishment puede convertirse en el refuerzo de las élites políticas de Washington.

5.- UN PROGRAMA DE GOBIERNO POR DEFINIR

El candidato republicano prometió medidas rápidas en las primeras semanas (rechazo de la reforma sanitaria de Obama, lucha activa contra la inmigración ilegal y acciones armadas contundentes contra el Daesh, entre otras). Más allá, el gobierno del futuro Presidente Trump sigue siendo una incógnita, no porque carezca de programa, sino por las dudas sobre su voluntad de cumplirlo con fidelidad.

Hay muchas probabilidades de que Trump lime (e incluso elimine) algunas de sus recetas más radicales y que ni siquiera intente ejecutar algunas de sus propuestas de creación de empleo, como los programas de obras públicas e infraestructuras. Cuando llegue la hora de hacer las cuentas, las promesas pueden desvanecerse o encogerse significativamente. Otra cosa será la rebaja de los impuestos, que pueden muy bien servir de anestesia cuando empiece a manifestarse la frustración por la falta de cambios significativos.

En política exterior, le costará muy poco desmarcarse del Tratado de Libre comercio entre Estados Unidos y Europa, porque parecía ya arruinado antes de las elecciones. Más difícil le será convencer a sus aliados de compartir los gastos de defensa y otras de sus confusas visiones sobre el equilibrio internacional. La pretendida relación constructiva con la Rusia de Putin puede ser una de sus primeras renuncias, aunque lo enmascare con operaciones de relaciones públicas.

En definitiva, en contra de la impresión general, la percepción de estar en puertas de un gran cambio político puede disolverse lenta pero inexorablemente en una narrativa más convencional. Trump no es Reagan. No hay una revolución conservadora a la vista. Si acaso, una corrección. Otro discurso, otra retórica, otro relato. Pero pocas novedades en la sustancia. 

TRUMP PONE A ESTADOS UNIDOS AL FRENTE DEL MALESTAR OCCIDENTAL

9 de noviembre de 2016                

La América del malestar ha elevado a Donald Trump a la cúspide del país. Contra la inmensa mayoría de los pronósticos y expectativas, el candidato más extravagante de la historia reciente se convierte en el próximo presidente de los Estados Unidos.
                
El triunfo de Trump ha sido muy ajustado en votos populares -apenas un punto de diferencia, según resultados aún provisionales- pero convincente en el reparto de votos del colegio electoral. El magnate inmobiliario ha ganado en casi todos los estados reñidos (Ohio, Florida, Pensilvania, Carolina del Norte, Wisconsin). Sólo se le escapó Virginia. Y a esta hora seguía sin decidirse Michigan.
                
En su discurso de celebración de la victoria, Trump se ha mostrado conciliador y ha adoptado un tono humilde, muy diferente al empleado en la campaña. Incluso se ha permitido reconocer los servicios de su adversaria. Pero ha sido absolutamente evasivo acerca de sus intenciones de gobierno, más allá de tópicos y vaguedades sobre la reconstrucción del país, la superación de la división nacional y la promesa de un futuro brillante para todos.
                
La incomparecencia de Hillary Clinton en la noche electoral ha sido chocante. Llamó a Trump para felicitarlo y admitir su derrota, pero no ha aparecido públicamente para pronunciar el habitual y casi obligado discurso de concesión de la victoria de su rival.
                
La América más progresista, consciente de las desigualdades o simplemente educada se encuentra en estado de shock. Como escribía a última de la noche el Nobel de economía, Paul Krugman, intuyendo la victoria de Trump, esa América “quizás no entiende en el país en el que vive”.
                
El análisis meditado de los resultados permitirá en las próximas horas o días explicar con más rigor lo ocurrido. Pero puede avanzarse que la elevada abstención de las minorías afroamericana y latina ha podido ser decisiva para la derrota de la candidata demócrata en los estados de Ohio, Pensilvania y Carolina del Norte. Por el contrario, buena parte de esa clase obrera blanca malestar por la crisis económica y social y los efectos negativos de la globalización ha comprado el discurso populista y engañoso del candidato republicano.
                
Con el triunfo de Trump, se confirma de la manera más contundente posible la deriva del mundo occidental por la senda del extremismo, el populismo y el nacionalismo exclusivista. Después del Brexit y del auge de los partidos y movimientos xenófobos en Europa, el rumbo que se dibuja en Estados Unidos no puede ser más inquietante.

Es más que probable que, una vez instalado en la Casa Blanca, Donald Trump rectifique buena parte de su discurso y se avenga a encajar sus promesas en el cauce mucho más clásico del acervo político tradicional. Puede ayudar a esta acomodación con el establishment la mayoría republicana en las dos cámaras del legislativo, confirmada en estas elecciones.
               
               
               

                

ESTADOS UNIDOS: LA MAYOR INQUIETUD DEMÓCRATA ES LA ABSTENCIÓN

6 de noviembre de 2016

La amenaza de los emails sobre Hillary Clinton se desvanece. El FBI admite que no hay materia para continuar las investigaciones por el momento, ratificando la posición adoptada en julio, que descartaba la comisión de delito. La aparente última bala de Trump se pierde en el vacío. 

Aunque Hillary Clinton parece estar a punto de convertirse en la primera mujer electa como Presidenta de los Estados Unidos, su equipo de campaña elude la mínima impresión de triunfalismo. Por el contrario, en declaraciones y en actos, se extrema la cautela y se emplean todos los medios para conquistar votos que se presumen dudosos o esquivos.
                
En la noche del sábado estuve presente en un acto electoral de Hillary Clinton en Filadelfia. El principal mensaje de la candidata demócrata fue la enérgica llamada al voto. Apenas si mencionó de pasada a su adversario. Habló en tono positivo, de esperanza, de mejorar la vida de los norteamericanos, especialmente de los más vulnerables, y de la importancia trascendental de la educación. Ante un público entregado, puso especial énfasis en resaltar que estas elecciones pueden marcar con gran claridad el rumbo del país, de ahí la importancia de una gran participación ciudadana.

La abstención es, por tanto, la principal preocupación de los demócratas. El descenso de la participación de los afro-americanos en el voto anticipado (el equivalente a nuestro voto por correo) inquieta especialmente. Como reflejo de ello, Hillary volverá de nuevo a Filadelfia el día antes de las elecciones, acompañada por el Obama y su esposa, Michelle. El Presidente está mostrándose muy activo en este final de campaña. Otra celebridad afro-americana, el jugador de baloncesto Lebron James, intentará capturar rebotes para Hillary en Cleveland, uno de los baluartes negros del importante estado de Ohio.

Otra debilidad de la candidata demócrata son los votantes más jóvenes (los milenials), que apoyaron a Sanders en las primarias. El candidato socialista también está participando a diario en actos a favor de Hillary para intentar aportarle votos que pueden ser decisivos para afianzar su ventaja.

Finalmente, los latinos, otra cantera inclinada mayoritariamente hacia el bando azul, podrían ser menos decisivos de lo que resultaron para Obama. A pesar de sus despectivos comentarios hacia los inmigrantes, atenuados en las últimas semanas, Trump parece haber seducido a ciertos segmentos socialmente conservadores de la comunidad hispana

En los últimos días, el magnate continúa en la línea adoptada tras el último debate de suavizar su tono y contener su lengua, aunque se muestre muy combativo con su adversaria.
             
El promedio de los sondeos sobre el voto general indica una ventaja mínima de Hillary (menos de dos puntos; es decir, dentro del margen de error). Esta cifra permite a los medios resaltar una emoción muy conveniente para mantener la atención de las audiencias.

En todo caso, cuenta poco la intención nacional de voto. Lo que importa es la tendencia en los estados claves o indecisos (swing states), porque es en cada estado donde se obtienen los miembros del colegio electoral, los que, al cabo, eligen al vencedor.

Del análisis del mapa electoral se desprende que el candidato republicano tiene muy difícil la victoria, aunque no imposible, por supuesto. En los estados más apretados, sólo parece contar con ventaja relativamente clara en Ohio, pero necesita victorias también en Florida, Carolina de Norte, Pensilvania, Nevada y algún otro. Y, naturalmente, no sufrir una sorpresa desagradable en algunos de los estados que votan tradicionalmente republicano pero este año aparecen como rojos pálidos en los mapas de previsiones. Por todo ello, la mayoría de los expertos siguen pensando en un triunfo de Hillary Clinton, incluso en un gran triunfo, según los más audaces.

HILLARY, CONTRA SUS FANTASMAS

2 de noviembre de 2016  

Las anómalas elecciones presidenciales norteamericanas de este año no se resolverán por cuestiones políticas, ideológicas o programáticas. O por las percepciones más o menos reales, oportunistas o presentidas de seguridad nacional, interna o externa. Será el factor humano, todo lo indica ya con bastante claridad a estas alturas, lo que parece haber decidido hace ya tiempo el resultado. Siempre importa, por supuesto, pero pocas veces tanto como en esta ocasión.

Lo singular de estas elecciones no es que un candidato supere a otro en idoneidad, en simpatía (o empatía), en credibilidad. En definitiva, en eso que en el lenguaje político norteamericano se denomina “elegibilidad”; es decir la capacidad para ser elegido, el juego favorable de sumas y restas que cualquier candidato tiene que soportar en el largo escrutinio previo a alcanzar la Casa Blanca

La paradoja de 2016 es que el carácter, la personalidad, el factor humano, en definitiva, la elegibilidad, no debería haber arrojado duda alguna. Sólo hay un candidato real, con capacidad para el puesto. Incluso se puede decir más: con extraordinaria capacidad para el puesto, gusten más o menos sus posiciones políticas o su manera de gestionar los asuntos políticos, su estilo. Esa candidata es Hillary Clinton. Sus méritos políticos, medidos en conocimiento, experiencia, visión, apoyos relevantes, capacidad de trabajo, etc. no es que excedan a su rival: lo anulan.

Pero la política, con ser todo eso, también es, y cada vez más, otra cosa, menos contrastable, menos objetiva, más arbitraria, más imprevisible. Tiene que ver con la confianza, por supuesto, pero no la que puede alcanzarse con la valoración objetiva y racional de los méritos y con la capacidad para conseguir lo que se dice querer conseguir (o al menos parte notable de ello). Es otra dimensión de la confianza. Menos medible con criterios racionales y objetivos y más relacionada con elementos perceptivos, con apariencias, con creencias, reales o falsas. Y en ese terreno, Hillary Clinton no ha conseguido desvanecer los fantasmas que la persiguen, que han lastrado su campaña, como antes cuestionaron o hipotecaron su candidatura y su carrera política ynque, a buen seguro, en caso de su más que probable victoria, planearan sobre su presidencia.

MALDITOS CORREOS

Esta larga consideración inicial explica la última sorpresa de octubre, es decir, esos elementos que inciden o tienen la apariencia de sacudir las campañas, modificar la tendencia que se afirmaba hasta ese momento e incidir notablemente en el resultado de las elecciones.

La última entrega del culebrón de los e-mails se ha colado en la campaña cuando el asunto parecía agotado. No por descuido o por un cierre en falso del asunto, sino por una ramificación inesperada. En realidad, no se trata de e-mails de la candidata que no hubieran estado sometidos al escrutinio investigador. Son del exmarido de una de las principales operadoras políticas de Hillary, Huma Abedin.

El aludido, Anthony Weiner, no estaba siendo investigado por el supuesto uso irregular de esa herramienta de comunicación por parte de la exsecretaria de Estado, sino por una cuestión particular, una supuesta conducta sexual inapropiada (exhibicionismo, et.) con chicas menores de edad.  En los correos de este personaje, un ex miembro de la Cámara de representantes que se vió obligado a dimitir cuando se conoció el escándalo, se han detectaron correos de Hillary Clinton en sus años al frente de la diplomacia norteamericana.

El factor que ha desencadenado la polémica ha sido la decisión del director del FBI, James Comey, de reabrir la investigación, pero sobre todo de hacerlo público, solicitando autorización al efecto a las instancias pertinente del legislativo, en plena campaña.

El equipo de Hillary Clinton y no pocos observadores independientes cuestionan la oportunidad de la actuación del jefe del FBI, por considerar que, sin saberse en absoluto si hay algo en los correos de Weiner que incriminara de alguna forma a la candidata, se está proyectando una imagen negativa, que refuerza la impresión de conducta inapropiada en relación con su manejo del correo electrónico oficial, haya sido ese su propósito o no.

OBLIGADA NEUTRALIDAD

Lo que se le reprocha a Comey es que no haya respetado unas normas, codificadas en la Ley Hatch, que obliga al FBI a extremar su cuidado para que las investigaciones en curso no influyan o condicionen el resultado de unas elecciones. El responsable de Ética en la administración Bush (W), Richard Painter, profesor de Derecho y republicano de inspiración, se preguntaba estos días, como muchas otras figuras independientes, si el director del FBI habría incurrido en abuso de poder (1).

Comey es un republicano que Obama puso al frente del principal órgano de investigación policial interna en Estados Unidos. Una institución tan respetada como temida, plagada de historias y leyendas negras. Se trata de una figura controvertida, por su perfil no necesariamente polémico, pero si proclive a adoptar posiciones personales. Los republicanos lo criticaron por no haber sido suficientemente duro en la investigación de los correos de la candidata. Los demócratas no entendieron su aparente pasividad a la hora de afrontar las sospechas de hackeo del Partido en las vísperas de la Convención de Filadelfia por parte de supuestos agentes rusos.

Desde el pasado fin de semana, no se habla casi de otra cosa en el carrusel de la campaña presidencial. Trump se había hundido en las encuestas y visto desaparecer su ya de por si alejadas perspectivas de éxito al no remontar en esa decena de estados que necesita para sumar los votos necesarios (los llamados swing states o estados cambiantes, que son los que terminan decidiendo las elecciones). En las últimas semanas de campaña se había resquebrajado la ficción de su candidatura, no tanto por la inconsistencia de sus propuestas, más que evidentes, cuanto por esas cuestiones de personalidad antes aludidas: comentarios sexuales machistas, en particular, pero también su desastroso desempeño en los debates.

Era de esperar, por tanto, que Trump se agarrara, como ha hecho, al culebrón de los correos (aunque pueda ser humo y sólo humo, o ruido y sólo ruido) para engancharse de nuevo a la campaña e intentar desesperadamente que la última sorpresa de octubre se convierta en su chaleco salvavidas. Que el NEW YORK TIMES, inclinado tradicionalmente hacia los demócratas, haya publicado una nueva entrega en la que se evidencia las maniobras del Trump empresario para evadir impuestos (una conducta persistente) ha tenido un efecto menor. El foco de la sospecha se ha girado de nuevo hacia Hillary y las encuestas han reflejado un estrechamiento de las diferencias, aunque no lo suficiente en lo que importa, es decir, en la modificación del mapa electoral en los estados decisorios. No al menos de momento.

Como estaba determinado desde un principio, la gran batalla de Hillary no es contra su rival ni contra las circunstancias previsibles o imprevisibles, sino contra sí misma. O, lo que equivale a lo mismo en política, contra la percepción real o interesadamente manipulada que se tiene de ella: política hábil, pero maniobrera; experimentada, pero insincera y escurridiza; fiable por su capacidad, pero sospechosa por su estilo.

(1) NEW YORK TIMES, 30 de octubre