MACRON Y EL PARTIDO DEL ORDEN

26 de julio de 2023

Desde el inicio de su aventura presidencial, Emmanuel Macron (él y sus asesores) han gustado de renombrar su movimiento político. Ha (han) huido siempre de los apelativos tradicionales. Lógico, en un líder que aspira a la originalidad, a los cambios de paradigma, a sacudir la conciencia nacional, sin alterar, claro está, la estructura social.

Macron es un retórico impenitente. Engarza con una tradición política francesa rica en grandilocuencia y vanidad. Los medios de comunicación occidentales, adictos a una visión liberal, lo ensalzaron como el líder que podía frenar y derrotar al populismo. Desde ópticas más conservadoras, predominaba la desconfianza, el recelo. Se le veía como un advenedizo con cierto pedigrée (ministro de Economía con Hollande) y perfiles ideológicos difusos.

DE LA MARCHA AL RENACIMIENTO

Buena prueba de su eclecticismo son las denominaciones con la que pretendía hacer atractivas sus marcas políticas. La primera fue La República en Marcha: una invitación a la acción, al movimiento, al dinamismo. Una conjura contra ese demonio que a veces se invoca como causa de los males de la sociedad francesa: el inmovilismo, la incapacidad para afrontar reformas, para propulsar cambios.

La marca funcionó, a tenor de los resultados obtenidos en las presidenciales y legislativas de 2017. Macron gozó del margen de confianza razonable que se concede a cualquier recién llegado. Pero las cosas se empezaron a complicar pronto. Las protestas sociales comenzaron a brotar a medida que se evidenciaba el sentido de las reformas macronianas, escoradas a favor de los grandes intereses. La revuelta de los gillets jaunes acabó con la indulgencia social. Y la pandemia puso la puntilla a un primer quinquenato perdido entre las luces y las sombras.

Aprovechando el escaparate de las elecciones europeas de 2019, Macron ya había modificado su divisa. El nuevo nombre de su partido/movimiento sería Renaissance. Aunque dotado de un significado esperanzador, propio de ese optimismo del que siempre presume el presidente francés, la denominación se antojaba más etérea, más poética. Pretenciosa, en todo caso. ¿En qué Renacimiento pensaba Macron? En el de la nación, claro, pero ¿en qué parámetros se proponía impulsarlo? En todos, a tenor de sus discursos y monólogos a los que se entrega en las entrevistas. La Marcha (más bien corta y medio fallida) daba paso a una época de Renacimiento nacional basado en la mejora de la competitividad, una mayor cohesión social y una reafirmación de la capacidad y la voluntad de Francia de contribuir a un mundo mejor y más equilibrado. Una construcción retórica.

La mayoría presidencial en 2022 estaba compuesta por la agregación de partidos menores de inspiración liberal y centrista. A esta coalición se la denominó Ensemble (Juntos). Esa era la segunda inspiración del macronismo para el nuevo quinquenato: recomponer la cohesión nacional hecha trizas.

Con ese propósito, Macron insistió en una reinterpretación del gaullismo sobre bases liberales. Ensayó una vía de entendimiento con Moscú con pretensiones si no de exclusividad al menos de primacía. La guerra de Ucrania, iniciada meses antes de las elecciones, se lo había puesto difícil, Aun así, el presidente no renunció a hacer entrar en razón a Putin. Con el fracaso en la mochila, trató de erigirse en voz europea independiente por encima, o por debajo, del ruido creciente en el pulso chino-norteamericano. Con poco éxito y muchos reproches de los aliados. Pero de todos los afanes de Macron, éste es sin duda debería ser el más valorado dentro y fuera de Francia.

EL CICLO DEL DESCONTENTO

En el frente interno, las batallas adoptaron pronto un aire poco renacentista, o más bien bastante barroco, en el sentido de la exageración, del dramatismo. La reforma de las pensiones acabó con cualquier pretensión de consenso social en torno al programa presidencial. Hubo un exceso de confianza en la capacidad de convicción del Eliseo, lo que dio de nuevo alas a los ciudadanos refractarios a cualquier modificación del modelo social francés. La cohesión ansiada derivó en el mayor episodio de conflictividad social de su mandato.

Macron, que siempre quiso estar por encima del clivaje derecha-izquierda instaurado por los mecanismos políticos y constitucionales de la V República, no tuvo más remedio que escorarse de nuevo hacia su lado natural. Buscó el apoyo conservador, pero no lo encontró. El gaullismo, que ya no lo es le pasó factura por las humillaciones recibidas desde 2017. Y entonces, Macron instruyó a su primera ministra, la social-liberal Elisabeth Borne para que acudiera al recurso gaullista del decreto-ley, orillando a la Asamblea Nacional. No fue la primera ni la única vez que lo hizo, y que lo hará. El Renacimiento había derivado en una suerte de centralización descarada del poder, una especie de Contrarreforma amparada en el principio de autoridad.

El presidente intentó apaciguar, como hace siempre cuando la crisis remiten, salvar lo salvable de su discurso positivo y transformador. Pero el país caminaba sobre brasas siempre a punto de avivarse. La muerte de un joven de origen inmigrante en un control policial de tráfico en Nanterre (una muestra más del abuso policial en Francia) desató la cólera en las banlieus y su extensión posterior por todo el Hexágono.

La calle se inflamaba de nuevo contra Macron y su gobierno y contra las instituciones serviles al orden establecido y sus instintos racistas y clasistas. Estos disturbios se parecieron más a la revuelta de los gillets jaunes que a las movilizaciones contra la reforma de las pensiones, por su espontaneidad, su falta de dirección, su desestructuración política.

La violencia callejera instaló un ambiente muy barroco, en absoluto renacentista. La derecha y la ultraderecha aprovecharon para resaltar la debilidad del gobierno y, como hacen siempre, demandar mano dura. Macron tenía que demostrar que no era vulnerable a un desafío, por lo demás un tanto nihilista y con escaso recorrido. Cuando el incendio se extinguió, apenas quedaban unos días para que se cumpliera ese periodo de cien días, autoimpuesto por el Presidente después de aprobada la reforma de las pensiones, para hacer balance de las agitaciones sociales e intentar reunir fuerzas. El objetivo sería abordar la fase final de su presidencia, que tendría que ser, si o sí, el de las ambiciosas reformas sociales: inmigración, educación, relaciones laborales, etc. La recuperación del Renacimiento.  

Para escenificar el cambio de página, Macron confirma en el cargo a la primera ministra, pero sin entusiasmo, después de que desde el Eliseo se dejara creer durante meses que podría ser el fusible que protegería al Presidente. Y se retoca ligeramente el gobierno, para afrontar los retos anunciados, con figuras menos técnicas, más políticas.... o mejor dicho más fieles al macronismo.

Pero casi sin respiro ha saltado la nueva chispa. La puesta en prisión provisional por orden judicial de un agente de la brigada anticriminal de Marsella por conducta supuestamente inadecuada en  la represión de los disturbios raciales provoca una irritada respuesta policial: protestas, desafíos y hasta complicidad política. El director general de la Policía se pone del lado de sus subordinados con una declaración que levanta ampollas: “un policía no debería ir a prisión antes de ser procesado”. O, dicho de otra forma, el policía merece gozar de unos privilegios de los que no disfruta el resto de los ciudadanos. Los sindicatos de jueces se escandalizan. La izquierda arremete contra el máximo responsable policial. La mecha se vuelve a encender.

A Macron le pilla esta última  crisis con un pie en el avión, rumbo a Nueva Caledonia, residuo de ese mundo colonial que se resiste a desaparecer. El presidente, que se había evadido de un discurso anunciado para hacer balance de esos cien días de apaciguamiento y reflexión, convertidos en cien días de agitación y pasiones callejeras, se ve obligado a pronunciarse. En una entrevista por televisión, repite su juego de equilibrista: se muestra comprensivo con los policías pero se ampara en el liberal principio de igualdad ante la ley. Y corona, como en sobresaltos anteriores, con una consigna conservadora: “Orden, orden, orden”.

Macron parece haber encontrado un nueva divisa para su proyecto político, aunque no la escoja como denominación de marca: el partido del Orden. Orden republicano, orden liberal, por descontado, pero Orden, por encima de cualquier desafío, de cualquier amenaza. Ya en mitad de la crisis de las banlieus, Macron había sonado muy tradicional, al apelar a los cabeza de familia para que hicieran entrar en razón a sus vástagos levantiscos. El Orden de Macron se quiere arraigado en cada hogar francés, fruto de una educación primaria en los valores republicanos. El mensaje suena un tanto al De Gaulle postcrisis del 68. Ya se sabe cómo acabó aquello.   

UCRANIA, A MEDIA LUZ

19 de julio de 2023

La guerra de Ucrania no ha respondido casi nunca a la mayoría de los pronósticos que expertos y gobiernos han ido haciendo sobre la marcha. Ni la ofensiva inicial de Rusia, ni el repliegue subsiguiente, ni las batallas de desgaste (en Mariupol o Bakhmut, por ejemplo). Tampoco, para acercarnos a lo más reciente, la tan anunciada contraofensiva ucraniana.

Lo que al principio pareció una victoria rápida del ejército ruso se convirtió enseguida en una exhibición de aparentes improvisaciones, errores tácticos, fallos logísticos de bulto y carencia de una estrategia clara. Ucrania aprovechó para organizar sus defensas, en primera instancia. Se entró en una fase de desgaste, con gran números de bajas en uno y otro lado. De la guerra de movimientos se pasó a la guerra de posiciones, por decirlo en términos clásicos de la doctrina militar. Los defensores se fijaron como objetivo mantener algunas posiciones de importancia estratégica discutible, pero de cierto poder propagandístico. Los rusos entraron en el juego ucraniano, quizás para que sus enemigos no se crecieran y también para evitar que Occidente siguiera albergando esperanzas de una victoria de su protegido.

Luego, a medida que fueron llegando los suministros de armamento occidental de nivel tecnológico superior al de su adversario, Ucrania estuvo en condiciones no sólo de resistir, sino también de golpear las líneas de aprovisionamiento y retaguardia de Rusia y de contraatacar.  El verano pasado se empezó a hablar de iniciativa ucraniana. El invierno congeló  los movimientos militares, pero no la actividad política y psicológica. Una a una fueron cayendo las restricciones armamentísticas que se había autoimpuesto Occidente en el apoyo a Kiev, persuadidos los gobiernos de que el Kremlin no parecía dispuesto a usar armas nucleares.

Los medios anunciaron la contraofensiva ucraniana de primavera como si se tratara de un Stalingrado a la inversa: un momento decisivo que cambiaría el signo de la guerra y colocaría a Moscú en necesidad de aceptar una negociación, ante el riesgo de perder todo lo conquistado.

Pero, de nuevo, nada ha ocurrido conforme a las previsiones. O a ciertas previsiones. Aunque algunos expertos militares advertían sobre la euforia de algunos medios y fuerzas políticas muy militantes contra Rusia, la propia actitud del presidente de Ucrania, siempre demandante de más y más ayuda, pero por lo general optimista, instalaron un mensaje de confianza. Los resultados del inicio de la contraofensiva fueron modestos. Ucrania ha liberado  250 km2, una mínima parte de ese 20% del territorio nacional que sigue en poder de Rusia.

Ocurrió luego el pintoresco suceso del jefe de los mercenarios Wagner, que favoreció unas ilusiones un tanto desaforadas sobre las “grietas” en el aparato político y militar del Kremlin. Algunos se atrevieron a describir el momento como “el principio del fin de Putin”. O, como mínimo, una señal del debilitamiento adicional de la operatividad militar rusa, lo que ayudaría a superar los problemas de la contraofensiva ucraniana.

El episodio Prigozhin se ha diluido, gran parte de los mercenarios se van incorporando a las unidades regulares del Ejército ruso y las élites rusas no parecen comportarse como si estuvieran en la fase crepuscular del régimen. Putin seguramente no está contento por lo que ha sucedido en este año y medio de “operación militar especial”, pero no parece desesperado. De momento. Conserva un apoyo matizado pero estable de China y de eso que ahora se llama el Sur global. Las tensiones diplomáticas en las recientes cumbres del G-20 y de Europa-América reflejan una realidad incontestable: la derrota de Rusia no es la prioridad para la mayoría de los países que reúnen a más del 80% de la población total del planeta. Ese Sur global sigue sin comprar el relato occidental sobre el conflicto, sin que ello suponga un respaldo de las posiciones rusas.

La sensación de atasco y prolongación de la guerra tras cinco semanas de contraofensiva no sólo incide en la moral y las estrategias de los contendientes. También crea zozobra en las potencias exteriores, que aguardan con ansiedad el encauzamiento del conflicto para enderezar el rumbo económico. Aunque el impacto energético se ha contenido, la guerra proyecta demasiadas sombras sobre el panorama económico: en Occidente, por una persistente inflación; en China por una tasa de crecimiento cuando menos vacilante; y en el mundo en desarrollo por el inseguro abastecimiento de alimentos, el peso de la deuda y otras amenazas.

En nuestro mundo, a medida que pasan los días, se debilitará el entusiasmo de las poblaciones a favor de la causa ucraniana, sobre todo si no se reducen los efectos sobre su vida de cada día. Los gobiernos tratan de neutralizar las dudas y el cansancio, con dos líneas de actuación:

-          incrementar el arsenal ucraniano con la controvertida y moralmente dudosa munición de racimo (EE.UU.), misiles de largo alcance (Reino Unido y Francia) y acelerar el entrenamiento de pilotos de cara al posible suministro futuro de los ansiados F-16 (que aún no está decidido).

 

-          doblegar el compromiso político con Ucrania y eludir críticas sobre las decisiones de Kiev.

Pero el equilibrio entre la prudencia y el apoyo inequívoco no siempre es sostenible, y así se ha visto en la reciente Cumbre de la OTAN. En realidad, estas reuniones son, ante todo, ejercicios de relaciones públicas, porque las decisiones vienen bastante cocinadas de antemano. Pero la escenificación ha sido torpe: por parte de los aliados y del propio Zelenski.

El enfado del presidente ucraniano al conocer que la OTAN iba a girar una invitación de entrada genérica, ambigua, sin fecha inmediata o cercana era perfectamente evitable. El presidente Biden ya había telegrafiado su postura. Si Zelenski interpretó que las presiones favorables de británicos, franceses (conversos de un tiempo a esta parte, después de meses de jugar al caliente y al frío) y países centro-orientales podía alterar la posición de la Casa Blanca, demostró una gran ingenuidad. Si se trataba de expresar un malestar para consumo interno, tampoco parecía la mejor manera. Se lo afeó uno de sus principales aliados, el secretario de Defensa británico, Ben Wallace, que le reclamó un poco de agradecimiento. Zelenski dio marcha atrás y se entregó a un juego un tanto obsequioso de declaraciones de gratitud y de valoración hiper positiva de la Cumbre. Que Ucrania será admitida, “cuando los aliados lo acuerden y las circunstancias lo permitan” es una fórmula diplomática de libro para decir “vuelva usted mañana”.

Al final, Zelenski hizo virtud de la necesidad. Se dio otro baño de solidaridad política y aprovechó para repetir lo que lleva haciendo un año y medio: pedir más armas y más dinero, y asegurar que la victoria está más cerca.

Mientras, los soldados ucranianos se atascan en inmensos campos de minas y sistemas de fortificación de los rusos, que ya ni se plantean completar la conquista del Donbás, con avances otrora deseados en la provincia de Luhansk. Bastante tienen con mantener las líneas del frente desgastar a los ucranianos con sus drones e implantar en los políticos occidentales la idea de que la contraofensiva ucraniana será necesariamente larga y demasiado costosa.

La respuesta de Kiev a la evasiva posición de la OTAN han consistido en redoblar la audacia, con el ataque con drones marítimos contra el puente que conecta el suroeste de Rusia con la península de Crimea. Acciones simbólicas, pero poco prácticas para avanzar en las pretensiones estratégicas ucranianas. La réplica rusa, tampoco nueva, se resume en continuos ataques contra infraestructuras, que provocan pánico y hacen la vida más difícil a la población.

Quizás la medida rusa más consecuencial ha sido negarse a renovar el pacto de exportación de grano, del que dependen para su alimentación millones de personas en África y Asia. El presidente turco, muñidor del acuerdo hace un año, confía en reflotarlo, pero el reloj de la amenaza del hambre avanza muy deprisa. El bombardeo ruso de las instalaciones portuarias de Odessa, punto de salida del grano, indica que Moscú pondrá un alto precio a su avenencia.

En estas circunstancias, si en verano no hay un desbloqueo, quedará poco tiempo para acciones militares de envergadura. Estados Unidos entrará en su ciclo electoral, con el arranque de las primarias. Y los republicanos, unos más (Trump, DeSantis y algún otro escéptico) y otros menos (los de la vieja guardia, los conservadores de siempre) intentarán sacar a Ucrania de su lista de  de prioridades. Biden le dedicará al asunto lo justo, sabedor de que su continuidad se libra, como casi siempre, en el frente interno, lejos de una Ucrania a media luz.

Ante las elecciones generales en España, mirada a Europa (4). LA IZQUIERDA CRÍTICA SÓLO TIENE INFLUENCIA RELEVANTE EN LA EUROPA MERIDIONAL

12 de julio de 2023

Partidos, formaciones y movimientos críticos con la socialdemocracia desde la izquierda han sido siempre secundarias en Europa, en términos electorales. Según los datos de las últimas elecciones en cada país de la UE más Gran Bretaña, Noruega, Islandia y Suiza, la izquierda crítica ha sumado 20,2 millones de votos, un tercio de los conseguidos por los conservadores y una proporción algo mayor con respecto a los socialdemócratas (54,9 millones). También han sido superados por los liberales (34,9 millones), pero no por los ecologistas (16,2 millones), aunque éstos ejercen una mayor influencia por su disponibilidad a los pactos a derecha e izquierda. He separado la izquierda crítica de la izquierda revolucionaria, cuyo empeño y resultados electorales son testimoniales (como ocurre con los neonazis/neofascistas o los no definidos).




Si en España la reciente coalición de izquierdas se perfila como única fórmula previsible de pervivencia de un gobierno progresista, en la mayoría de los países europeos no parece contar en la actualidad con muchas opciones. El rechazo del electorado de izquierdas a las derivas liberales de los socialdemócratas en los ochenta y noventa no han redundado en un fortalecimiento generalizado de las opciones más radicales o críticas. Y cuando lo han hecho, no ha sido suficiente como para sostener una alternativa de gobierno a la derecha liberal-conservadora, que en muchos casos, como vimos en un artículo precedente, no ha tenido problemas para pactar con el nacionalismo conservador e identitario emergente. Lo que en lenguaje mediático y político de brega se llama la extrema derecha.

El acceso al poder de la izquierda crítica casi nunca ha obedecido a una tendencia general europea, sino a circunstancias nacionales específicas. O, en todo caso, regionales: la izquierda crítica ha limitado su influencia real en el sur. En el norte, ha tenido una presencia permanente pero menor y en las regiones occidentales y atlántica no ha superado el umbral de la marginalidad, con algunas excepciones temporales puntuales.

 

1. EUROPA MERIDIONAL: LA ZONA DE MÁS INFLUENCIA

a) Francia

El caso más relevante es de influencia política relevante de la izquierda crítica es Francia. En los años ochenta, el Partido Comunista hizo bueno el pacto de programa común con el PSF, acordado a comienzos de la década anterior, cuando era aún el partido más votado de los dos. En ese tiempo, Mitterrand consolidaba su liderazgo en el socialismo, combatiendo la esclerosis de la derecha gaullista, hegemónica en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial. 

Pero la Unión de la Izquierda no superó la prueba del poder. Fuertes discrepancias con el Eliseo precipitaron que los comunistas salieran del gobierno en la primera remodelación de Mitterrand, que ya se sentía fuerte para seguir solo con los suyos. Hasta que el triunfo de la derecha en las legislativas de 1986 lo obligó a una frustrante cohabitación. El Partido Comunista se fue debilitando, pero resistió a la desaparición aunque tuviera que refugiarse en 2012 en un Frente de Izquierdas para hacer frente a la efímera subida socialista. Luego vino la pavorosa crisis de la izquierda tradicional y la irrupción de France Insoumise, una escisión inicial de los socialistas a la que fueron arribando izquierdistas de distinta procedencia. Tras bajar hasta su mínimo histórico en las legislativas de 2017, el PCF se unió a NUPES, marca electoral común de la izquierda, bajo la hegemonía de los Insumisos.

b) Italia

En Italia, donde residía el Partido Comunista más fuerte de toda Europa Occidental, la vigilancia norteamericana del flanco sur de la OTAN y la presión del Vaticano, consiguieron mantener una barrera eficaz contra un desbordamiento de las opciones de izquierda. Aquí, contrariamente a Francia, el Partido Socialista jugó un papel obstaculizador de la proyección comunista. Con las fórmulas de los gobiernos de coalición liderados por la Democracia Cristiana, el juego político se reducía a una alternancia entre la opción monocolor, la alianza parcial con los minúsculos partidos de derecha y centro-derecha (liberal, republicano y  socialdemócrata, en realidad, social-liberal) o la gran coalición, que integraba a los socialista en el famoso pentapartito.

El socialismo oficial italiano se fue degradando lenta pero inexorablemente, hasta que a finales de los ochenta y primeros de los noventa quedó atrapado en las tramas de corrupción que acabaron por destruirle. Al fracaso político siguió la ruina moral irremisible. Hubo pequeños pero fútiles intentos de reconstruir el PSI a mitad de los noventa. 

Después de la crisis terminal del comunismo, al PCI no le bastó con el distanciamiento del Kremlin y de sus regímenes satélites y se apresuró a llenar el vacío dejado por sus vecinos rivales. Por una cuestión de patentes y por la existencia zombi de PSI, los excomunistas no quisieron o no pudieron asumir la denominación de “socialistas” o “socialdemócratas” y se ampararon en la vaguedad de la de la divisa “izquierda”. Con el cambio de siglo, se eludió también esta identificación para ampararse en coaliciones centristas bajo la vitola de “Olivo”. Finalmente, cuando se extinguió esa experiencia, emergió la insulsa marca de “Partido Democrático”.

La izquierda crítica comunista respondió a la sucesiva normalización del viejo PCI, con distintas iniciativas: Rifondazione Comunista, Partido Comunista de los italianos, Partido Comunista marxista-leninista, Partido Comunista de los Trabajadores, Sinistra Revolucionaria, Potere al Popolo. Hubo otros intentos, en convergencia con el ecologismo crítico, como Sinistra Ecología-Libertá (2013), Liberi e Iguali y Sinistra Italiana (2018) y Unione Popolare (2022). Pero ninguna de ellos llegó al 4% del apoyo electoral. De los comunistas ortodoxos, solo Rifondazione, de Fausto Bertinotti, superó ese umbral en 2008, para luego languidecer.

c) España

En España, la irrupción poderosa de los socialistas en los ochenta, relegó al Partido Comunista a un papel muy secundario. El PCE se vió sometido a un proceso similar al italiano, aunque no idéntico. En una de esas injusticias históricas que deja la política, los comunistas que tanto combatieron durante la dictadura de Franco, se resignaron a abandonar su histórica marca y refugiarse en la genérica denominación de Izquierda Unida. La presencia en gobiernos locales les dio vigencia política, pero fueron debilitándose en lo que eran más fuerte: movimientos populares y ciudadanos. 

El bipartidismo dominante en España durante más de treinta años, fue una víctima política más de la gran crisis financiera y social de finales de la primera década del siglo. A derecha e izquierda del PSOE surgieron nuevas fuerzas que vinieron a cubrir el vacío dejado por la UCD, a comienzos de los ochenta, y el debilitado Partido Comunista y sus aliados reunidos en la titubeante Izquierda Unida. 

En la izquierda, Podemos representó un fenómeno nuevo. Como en otros lugares de Europa, la aspiración no fue apuntalar a la socialdemocracia, sino ofrecer una alternativa capaz de frenar su deriva liberal. Con una fórmula de organización que recuperó el impulso de las bases, sobre todo en medios urbanos, Podemos escuchó las reclamaciones urgentes de la juventud en materia de empleo, vivienda, educación, igualdad de género, etc. Al final de la crisis, alcanzó la cúspide de su representación institucional, con más del 20 % de los votos entre el núcleo central y sus aliados regionales. Un resultado sin precedentes, muy superior al de cualquier iniciativa de la izquierda crítica no sólo en España, sino también en Europa, con la excepción de Grecia y Chipre, como luego veremos. Durante un tiempo se creyó que podía lograr el sorpasso de los socialistas, hundidos hasta el 22%.

Luego vinieron las habituales divisiones en el izquierdismo. Se produjo una caída electoral, pero no lo suficiente como para impedir su capacidad para obligar a los socialdemócratas españoles a decidirse por el primer gobierno de coalición de izquierdas desde la recuperación de la democracia tras su exiguo triunfo electoral de 2019.

 

d) Portugal

En Portugal, surgió a finales de siglo el Bloco de Esquerda un formación ecologista radical alternativa al tradicional y muy prosoviético Partido Comunista. Poco a poco fue creciendo electoralmente hasta superar una década después a sus competidores en el espacio de la izquierda crítica. Bloco y PCP han mantenido una conflictiva cooperación con los socialdemócratas. El apoyo parlamentario al ejecutivo de Antonio Costa dejó de operar tras las últimas elecciones en 2022.


 e) Grecia

El derrumbe del gobierno socialdemócrata a finales de la primera década del siglo y la inutilidad de los habituales parches técnicos abrió un socavón político en la izquierda que llenó el movimiento Syriza, muy bien dotado para la movilización de las masas urbanas angustiadas por la falta de empleo y la volatilización de sus ahorros. La formación liderada por Alexis Tsipras y sus aliados de la izquierda crítica, pero  no el PC, pasaron de apenas un 5% a más del 35% en los seis años terribles de la crisis (2009-2015), lo que les permitió hacerse con el gobierno, primero en una extravagante coalición con una formación nacionalista de derechas y luego en solitario. El desafío de Tsipras al liderazgo alemán de la UE resultó una auténtica catástrofe. Después de negarse reiteradamente a pasar por el aro de la austeridad, que había vaporizado al PASOK y reducido a la derecha neoliberal a la mínima expresión, Tsipras fue acorralado en una cumbre, tan sólo defendido. casi por piedad. por el socialista Hollande. Cuando trató de desplazar su responsabilidad sobre los ciudadanos mediante un referéndum sobre el pacto impuesto por la UE, se apuntó su decadencia. El pueblo griego, instigado por el propio Tsipras, rechazó las medidas de austeridad europeas. Pero su suerte estaba echada. El ministro Varoufakis, más crítico aún con Europa, abandonó el gobierno. En sólo unos días, Tsipras asumió que no podía cumplir con el mandato popular y claudicó ante la UE, que impuso a Grecia medidas más duras.

El fracaso de este pulso con Europa dio paso a una legislatura terrible, muy distinta a la que los dirigentes de Syriza habían imaginado. A pesar de ello, en 2019 el castigo electoral fue más moderado de lo que se temía: sólo perdieron cuatro puntos. La decadencia no fue brusca, sino suave pero sostenida. Este año Syriza bajó al 20% en mayo y dos puntos más en junio. El partido se desangraba a derecha e izquierda. Tsipras no tuvo más remedio que poner su cargo a disposición de sus compañeros de aventura. Era el preludio del fin.

El Partido Comunista, que nunca colaboró con Syriza y mantuvo su autonomía crítica, ha atravesado este periodo agitado de la historia griega, sin apenas cambios electorales. En los últimos años recuperó los votos “prestados” a Tsipras hasta sus niveles precrisis. Lo que refleja la fidelidad de sus bases, pero también su incapacidad para generar mayor apoyo social.  


f) Chipre

Finalmente, es importante mencionar el caso de Chipre, pequeño país isleño mediterráneo, donde existe, precisamente, el partido de izquierda crítica con mayor apoyo electoral de toda Europa. AKEL (Partido Progresista del Pueblo), heredero del viejo Partido Comunista, ha obtenido desde 1991 resultados por encima del 30% y sólo ha bajado del 25% en los últimos años. En 2008 encabezó incluso un gobierno de coalición con los liberales del Pº Democrático y el apoyo externo de los socialdemócratas del EDEK.



2. EN EL NORTE, UNA PRESENCIA MENOR PERO ESTABLE

En los países nórdicos, la izquierda crítica siempre tuvo relevancia política y cierto grado de participación en la gestión pública, como apoyo más o menos estable a gobiernos socialistas, con quienes formaba un denominado “bloque obrero”, frente a la conjunción de los partidos liberales, conservadores y democristianos, que se agrupaban en el “bloque burgués”. Con estas denominaciones marxistas, el pluralismo partidista se transformaba, en la práctica, en un bipartidismo de alternancia, similar al más variable que existía en Europa central y occidental.



Después de la caída del comunismo, los socialdemócratas se hicieron más liberales, aunque las alianzas se mantuvieron en Suecia y Noruega. En el primero, no entraron nunca en el gobierno; y en el segundo, donde han convivido dos partidos, Izquierda Socialista (más fuerte) y Partido Rojo (casi marginal), sólo lo hicieron en dos legislaturas, entre mediados de la primera y segunda décadas de este siglo. En Dinamarca y Finlandia se produjeron otras combinaciones de centro-izquierda, con liberales y conservadores, mientras la izquierda se movió en torno al 8% en Finlandia y más débil en Dinamarca. En Islandia, un partido a la izquierda del socialdemócrata sólo apareció en las últimas elecciones (2021), con un 4%; antes, sólo existieron formaciones casi testimoniales. 

3. EUROPA OCCIDENTAL: LA PESADA HERENCIA DEL ANTICOMUNISMO


En el núcleo de la Unión Europea, excepto Francia, la izquierda crítica apenas ha tenido una importancia secundaria, sin participación directa en los gobiernos, ni apoyo parlamentario de importancia. Destacan el alemán Die Linke, heredero del PDS, sucesor de los comunistas orientales; y el Partido Socialista de los Países Bajos, que defiende un socialismo de izquierda. Hay que señalar que Die Linke sólo tiene cierta sólida implantación en los länder del Este y los socialistas radicales holandeses sólo superaron la barrera del 10% en 2006.

En Bélgica, el Partido del Trabajo es una minúscula formación socialista radical, igual que Dei Lenk en Luxemburgo. En Irlanda, Solidarity ha surgido en los últimos años como alternativa no nacionalista al Sinn Feinn.




Ante las elecciones en España, mirada a Europa (3) LA RECUPERACIÓN SOCIALDEMÓCRATA SE HACE ESPERAR

 6 de julio de 2023

El socialismo democrático fue la fuerza política que lideró las transformaciones sociales en Europa durante los llamados treinta años gloriosos (1945-1975). Las clases trabajadoras alcanzaron los niveles de prosperidad y bienestar más elevados de la historia, merced a un  pacto social que incluía la defensa de la capacidad adquisitiva de los salarios, la creación de unos servicios sociales sólidos y cada vez más extensos y, en algunos casos (países nórdicos, Alemania y Austria, sobre todo), la participación de los representantes sindicales en las decisiones empresariales, entre otras mejoras.

Durante esas tres décadas los partidos socialistas democráticos mantuvieron una robustez electoral casi intacta, con desviaciones a la baja por lo general poco significativas. Pero cuando se empezaron a notar los efectos del primer shock petrolero, tras la guerra del Yom Kippur y el boicot árabe (finales del 73 y años 74 y siguientes), Europa atravesó una grave crisis económica que fue erosionando los pactos sociales.

La primera consecuencia política fue la arrolladora victoria del Partido Conservador en el Reino Unido, en 1979. Un año y medio después, Reagan  destrozó electoralmente a Carter en Estados Unidos. Había dado comienzo lo que se denominó como “revolución conservadora”. A lo largo de los ochenta, se puso en marcha a ambos lados del Atlántico (y luego en el resto del mundo capitalista) un modelo económico neoliberal que fue desmontando sistemáticamente las bases del pacto social de posguerra. La crisis de las viejas industrias facilitaron el discurso de la derecha emergente, radicalmente liberal en lo económico, pero muy conservadora en lo social, cultural y político.

Aparte de la derrota laborista en Gran Bretaña, los socialdemócratas perdieron el gobierno en Alemania (1983) y retrocedieron en los países occidentales donde eran siempre fuertes. En Francia, la victoria del socialista Mitterrand y el gobierno de coalición con los comunistas no sólo rompía con los tabús de la guerra fría, sino que acababa con la hegemonía absoluta de las derechas en el Hexágono. Al final de la década, el respaldo electoral había caído casi 20 puntos.


En los países nórdicos, donde se resistió mejor al embate neoliberal, los socialdemócratas mantuvieron mejor sus posiciones.

En los países meridionales, la reciente incorporación a la democracia mantuvo la confianza en los partidos socialistas durante buena parte de los ochenta, pero al final del periodo el desgaste ya era ostensible: por encima de los ocho puntos en España, más de siete en Grecia y casi cinco en Portugal. En Italia, he incluido la evolución del PCI, que ya estaba adoptando un discurso muy próximo al socialismo democrático. Su acusado descenso contrasta con ligera subida del PSI, que, unos años después, terminaría destruido tras los escándalos de corrupción.


DESPUÉS DEL MURO, MÁS CRISIS

Pronto se producirían los acontecimientos históricos más consecuenciales en medio siglo. La crisis del sistema comunista en Europa central y oriental, a finales de los ochenta, sería la antesala de la desaparición de la Unión Soviética, el Estado que garantizaba la persistencia del modelo económico y político. El periodo entre comienzos de los 90 y los momentos actuales es el que voy  a analizar en profundidad.

Si acotamos un poco el foco y nos centramos en los seis países más poblados, donde se concentra casi el 70% de los ciudadanos, se puede observar cómo la pérdida de influencia política de los partidos socialdemócratas continuará en las tres décadas siguientes.

A lo largo de estos treinta años, los socialdemócratas han perdido casi 8 puntos en Alemania y Francia (en este país, se ha extraído el dato ponderando su porcentaje de votos en la coalición NUPES, según los diputados obtenidos en 2022 la Asamblea Nacional), 13 en Italia y 10 en España.

En Gran Bretaña, la caída ha sido de 2,5 puntos, lo que parece poco dramático, pero se trata de unas cifras dopadas por el sistema electoral mayoritario, que genera un sistema bipartidista reforzado. El valor indicativo sería la diferencia con su principal competidor, los conservadores. Si en 1992, la diferencia fue de 7,5 puntos, en las últimas elecciones se ha elevado a 11,5.

En Polonia, los socialdemócratas incluso han ganado unas décimas. Pero su trayectoria ha dibujado un zig-zag. Tras un auge espectacular a comienzos de siglo, cuando superaron el 40% y recuperó el gobierno, en sólo cuatro años bajaron los 30 puntos que habían ganado desde los primeros noventa, y en esas cifras se han estancado. 

En Alemania, el SPD se fortaleció tras la caída del muro y la reunificación nacional. Pero en la mayor parte del resto de países occidentales, el final del socialismo real generó un chocante desprestigio del modelo socialista democrático. El hundimiento comunista generó una marejada que arrastró en grados diferentes a algunos partidos socialdemócratas.

A lo largo de los años noventa, los partidos socialdemócratas gobernaron en solitario en Grecia, España (hasta 1996), Portugal (segunda mitad de la década), Suecia (la mitad de los años del periodo, con apoyo de socios menores a la izquierda), Gran Bretaña y Chequia (sólo en el tramo final) y un par de años en Malta. Como socios mayores de coalición, prolongaron su dominio en 13 países. Y participaron como socio menor en otros tres países. En Italia oscilaron entre la cabecera y la subsidiariedad.

En los nuevos países democráticos, los desaparecidos o ahora marginales partidos comunistas cambiaron sus nombres y, en muchos casos, adoptaron la marca socialista o socialdemócrata. Inicialmente, el gambito pareció funcionar, debido a la inmadurez de los nacientes partidos liberales o conservadores. Pero en muy pocos años los socialdemócratas fueron reducidos a papeles secundarios en la gobernabilidad de estos países, con la excepción de Rumanía.

LA GUERRA CONTRA EL TERROR OBSTRUYÓ LA RECUPERACIÓN

En la segunda década del periodo analizado, tras el 11 de septiembre de 2001, el discurso político estuvo condicionado en gran parte por la denominada guerra contra el terror. A los socialdemócratas no les sentó bien. En España, se registró una circunstancia paradójica. En el gran triunfo de Zapatero de 2004 jugaron un papel primordial las mentiras del PP sobre el  atentado islamista de Madrid.

En el resto de Europa, los socialdemócratas solo consolidaron su hegemonía en Noruega. Se apagaron pronto en Grecia y, cuando reaparecieron, al final del periodo, fueron consumidos en apenas dos años. Conservaron un influencia matizada al frente de los gobiernos durante mitades distintas de la década en Alemania, Italia, Portugal, Hungría, Austria, Suecia y menos tiempo en los antiguos países del Este (Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia, Lituania). Y sólo quedaron como fuerza secundaria en los gobiernos de Alemania (desde 2005), Países Bajos, Finlandia, con presencia fugaz y testimonial en los bálticos más pequeños.

LA AUSTERIDAD, UNA LOSA DEMASIADO PESADA

En esta última década, la decadencia se ha confirmado y ampliado. Los socialdemócratas sólo han gobernado en solitario en la minúscula y bipartidista Malta, y en Portugal (aquí sólo en los últimos tres años, después de otros tres anteriores en coalición con la izquierda).

En Alemania, el SPD ha tardado veinte años en recuperar la jefatura del Gobierno. Los socialdemócratas pagaron muy caro el giro liberal de Schröder en los años bisagra entre los dos siglos. El techo del 40% alcanzado en 1998 fue corregido a la baja en las dos elecciones siguientes, lo suficiente para perder la Cancillería en 2005. En el comienzo del periodo Merkel, el partido se despeñó hasta el 23% (2009). La austeridad impuesta a toda Europa no fue contestada debidamente por el SPD, que siguió cayendo hasta el mínimo histórico del 20,5% en 2017. El agotamiento de la canciller democristiana y su retirada de la vida política permitió el regreso de los socialdemócratas al gobierno en 2021, al frente de una difícil coalición “semáforo” con verdes y liberales.

En Gran Bretaña, los laboristas perdieron 15 puntos entre las elecciones ganadas por Blair en 1997 y las que, en 2010, devolvieron el poder a los conservadores (aunque en inusual coalición  con los liberales).


En Francia, la política de “rigor” con la que el Presidente Hollande pretendía enmascarar la versión local de la austeridad alemana y europea fue contestada en las urnas con un descenso de más de 20 puntos, en 2017. La derrota fue tan dolorosa que un partido casi siempre fracturado se debilitó aún más. La emergencia de la izquierda crítica (Francia Insumisa) estuvo a punto de condenarlo a la marginalidad. Al final, un gran acuerdo de todas las fuerzas a la izquierda de Macron (NUPES), le ha permitido sobrevivir. Con todo, el sector más liberal del PSF contestó el pacto y amenazó con abandonar el partido.


En Italia, Romano Prodi (en realidad, un técnico con ideas democristianas progresistas) había encabezado en 2006 un gobierno de coalición de centro-izquierda dominado por el Partido Democrático de la Izquierda (uno de los nombres adoptados por los excomunistas cuando se hicieron socialdemócratas). Los primeros embates de la tormenta financiera acabaron con el experimento de manta grande, que no pudo salvar ni siquiera el astuto Massimo D’Alema. La única alternativa más o menos sólida a la coalición de las derechas fueron los gobiernos tecnocráticos. Pasado lo peor de la tormenta, las apariciones de Enrico Letta, Matteo Renzi y Paolo Gentiloni (tres intentos en una sola legislatura) resultaron fallidas. En un nuevo giro, el PDI se ha escorado a la izquierda, como suele hacer cuando está en la oposición.


En España, la experiencia de Zapatero fue a morir con la crisis financiera, que su gobierno tardó en advertir. El resultado fue un  castigo severo en 2011, tras un agónico final de mandato. Incluso en la oposición, el PSOE siguió bajando, debido a la crisis de liderazgo interno, hasta sus peores registros desde la recuperación de la democracia, un 22% en 2015 y 2016. En 2019 recuperó el control del gobierno, pero, por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, tuvo que pactar con la izquierda crítica.


En los bastiones nórdicos, tras un descenso más suave aunque constante, la socialdemocracia pudo volver al gobierno a finales de la década (excepto en Islandia), pero en Suecia y Finlandia no han podido mantener su posición predominante, tras las elecciones de 2022. 


De los otros países, merecen destacarse tres casos de retroceso socialista muy acusado. En primer lugar, Grecia. La corrupción y los escándalos personales castigaron al líder socialista, Andreas Papandreu, pero no tanto a su partido, el PASOK, que se mantuvo en el gobierno hasta bien entrado el siglo. Cuando a finales de la década siguiente el hijo del líder postdictadura de los coroneles colocó de nuevo al partido en el poder, se desató en el país la crisis financiera.  Georgios Papandreu no supo ver otra salida que allanarse a las exigencias de austeridad. Esta vez sí, el partido quedó virtualmente liquidado. El PASOK perdió 30 puntos entre 2009 y 2012.

En dos países de fuerte tradición socialista como Austria y Países Bajos, la decadencia también ha sido notable. La caída en el primero presenta una imagen más suave pero casi constante, mientras en el segundo el desplome de 2012 a 2017 presenta similitudes con el caso francés.



En los países excomunistas de Europa central y oriental se han registrado altas y bajas. En Polonia, el excelente resultado de los socialdemócratas en 2001, no les dio vuelo para más de una legislatura. Desde entonces no han sido ni siquiera alternativa a los gobiernos de derecha y ultraderecha. Sólo Rumania tiene gobierno socialista, aunque en gran coalición con los liberal-conservadores del PNL. En los otros países, se han producido altas y bajas, pero la tendencia, al cabo, ha sido depresiva.


En las repúblicas exyugoslavas de Croacia y Eslovenia, los nuevos partidos socialdemócratas que surgieron del sistema autogestionario de Tito tampoco han jugado un papel relevante. Tuvieron un auge a finales de la primera década del siglo, que resultó efímero. Los croatas encabezaron una coalición de gobierno durante una legislatura a partir de 2001 y los eslovenos se han mantenido como socios menores de las listas liberales. En los estados bálticos exsoviéticos casi nunca alcanzaron una posición de fortaleza, de ahí que tampoco sufrieran retrocesos acusados. 





CAÍDA SOCIALDEMÓCRATA, AUGE NACIONALISTA

La pregunta obvia es dónde han ido a parar los votos que ha perdido el socialismo democrático europeo a lo largo de estas tres décadas largas.

Una parte se ha desplazado a los partidos centristas (el caso más claro es el de Francia, a partir de 2017). Otros han engrosado la abstención, cuyo incremento en este periodo se analizó en el primer trabajo de esta serie. Pero lo más significativo políticamente ha sido el beneficio obtenido por los partidos del nacionalismo conservador e identitario, que, por lo general han erosionado más al segmento de izquierda que al liberal-conservador del consenso centrista.



Como apreciamos en el gráfico, el auge nacionalista ha coincidido, aunque en periodos diferenciados, con el descenso socialdemócrata en Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia, España, Rumania, Países Bajos, Chequia, Suecia, Hungría, Dinamarca, Finlandia, Eslovaquia y Letonia. En otros países, se han visto más castigados los conservadores y liberales.

En cambio, la izquierda crítica apenas se ha beneficiado del descenso socialdemócrata, salvo en Grecia, Francia y España. Lo cual indica un claro desplazamiento del electorado hacia la derecha. No se trata de un fenómeno lineal. Los votantes socialistas con convicciones menos arraigadas se mueven al centro-derecha, en tanto que el segmento más conservador del centro-derecha opta por propuestas más radicales bajo la bandera del nacionalismo.

 



OCCIDENTE LLEVA 40 AÑOS SIN ENTENDER A RUSIA

4 de julio de 2023

La “asonada” de Prigozhin ha disparado interpretaciones y hasta juicios prematuros sobre el futuro inmediato de Rusia. Por lo general, los gobiernos han sido más cautos que los medios y sus fuentes de autoridad (académicos, supuestos conocedores de cómo funciona el Kremlin, ex altos cargos o funcionarios desengañados). La cautela o la simple experiencia de cuatro décadas de desempeño profesional me aconsejan no ser muy atrevido.

La opinión dominante es que Putin ha visto resquebrajada su autoridad (Blinken dixit) con el plante del jefe de los mercenarios Wagner y la débil respuesta que recibió en primer lugar del Ejército y luego del propio Kremlin, permitiéndole escapar y refugiarse en Bielorrusia, tras la “mediación” del  autócrata Lukashenko.

Visto con ojos occidentales, lo ocurrido a finales de junio ha sido un desastre para el presidente ruso. Pero de un tiempo a esta parte, todo lo que ocurre en Rusia se percibe con un aire de catástrofe, de bomba de tiempo retardada. Los juicios se mueven entre los recurrentes juicios morales y las evaluaciones negativas sobre la conducción y ejecución de la campaña. Hay no pocos motivos para ello. Pero suele exagerarse lo negativo y obviar todo aquello que resulta favorable para los intereses del régimen ruso.

Nada de esto es nuevo. Occidente no ha hecho un gran papel a la hora de analizar, entender y anticipar los acontecimientos en Rusia al menos desde la llegada de Gorbachov a lo más alto de la jerarquía comunista. Las opiniones sobre el 7º Secretario General del PCUS oscilaron entre una relativa sorpresa por un cambio generacional que parecía que no iba a producirse nunca y un cierto entusiasmo cuando el dirigente soviético empezó a propagar a diestro y siniestro su credo aperturista. Gorbachov era conocido antes de su llegada a la cúspide del Kremlin, entre otras cosas por su viaje a Londres, cuando era el delfín presentido. Thatcher lo bendijo con una de sus frases de hija de tendero: “con este hombre se puede hacer negocios”.

Aquella “puesta de largo” fue el inicio de un cambio de paradigma mediático occidental sobre la URSS. Un líder simpático en ciernes prometía cambios y gustaba de exhibirlos y exhibirse, pensando más en los públicos ajenos que en su propio pueblo. A finales de 1990, cuando su política de reformas estructurales (perestroika) y de apertura (glasnost) ya empezaba a embarrancar, hice un viaje profesional a Moscú, con un equipo de TVE. Hablamos con dirigentes, pero también con la gente de la calle y pudimos comprobar lo que los corresponsales Lluçía Oliva y Xavier Sitjá nos habían comentado: Gorbachov era impopular. No conseguimos ni una sola opinión favorable. Tampoco de sus predecesores. Escepticismo total. Pero los medios occidentales, en su gran mayoría, presentaban a Gorbachov como un dirigente esforzado y valiente dispuesto a acabar con la guerra fría y reformar lo irreformable.

Los gobiernos eran más precavidos. Las cumbres con Reagan mejoraron el clima y propiciaron el deshielo en las relaciones Este-Oeste, que estaban muy tiesas desde el derribo del avión civil surcoreano por los soviéticos, el mayor programa armamentístico americano “en tiempos de paz” y los habituales pulsos en la periferia mundial. Cuando Gorbachov se dio cuenta de que sus buenas palabras y promesas no eran suficientes, empezó a ponerle precio a las reformas. Literalmente. Sabía que el país estaba en la ruina y que la perestroika se convertiría pronto en una entelequia si no recibía ayuda occidental. El deseo de Alemania de acceder a lo que hacía sólo unos años parecía imposible, la unificación nacional, fue la gran baza negociadora del dirigente soviético. Kohl presionaba a Washington para que avalara el rescate financiero de Moscú, a sabiendas de que ese era el camino más corto para propiciar el reencuentro alemán, como cuenta la historiadora Katherine Spohr.

Y entonces, a Occidente se le marchitó el encanto. Los apoyos empezaron a ser matizados y se pasó del elogio al cálculo de costes. Si el líder soviético jugaba a mercadear, habría que subir la puja, para lograr reducir el aparato militar soviético, sobre cuya lealtad al nuevo líder pesaban serias dudas. En las repúblicas soviéticas, Gorbachov había perdido crédito e importaba poco su tira y afloja con Occidente. Del Báltico al Cáucaso se reforzaban las opciones separatistas.

Con el intento de golpe de 1991, se puso de manifiesto que la estabilidad de la URSS pendía de un hilo. Pero, más allá de eso, quedaron en entredicho muchas de las exageraciones sobre el poderío sombrío del KGB, la implacabilidad del Ejército Rojo y el aplastante peso burocrático del partido. La chapuza fue de categoría. Esta opereta de Prigozhin conecta con aquella otra.

Pero el Gorbachov que vino de Crimea era ya un zombi, pese a los aliviados pronósticos occidentales, que vieron en el fracaso del golpe una oportunidad final para presidente soviético. Craso error. En la URSS terminal cada cual hacía su juego, y a su manera. El Estado había dejado virtualmente de existir. Y, de pronto, cuando las repúblicas nucleares decidieron, en diciembre de 1991, levantar acta de fallecimiento, a Gorbachov sólo le quedó ordenar el arriado de la bandera en lo alto del Kremlin la noche de Navidad (cristiana).

Occidente había calculado mal las intenciones y posibilidades de Gorbachov. El último líder soviético no era, no podía ser, un transformador, sino un simple bombero, más o menos solemne. Nunca tuvo el crédito de un pueblo agotado y descreído, ni de una élite que sólo se preocupaba por estar lo mejor situada ante un futuro desconocido e incierto.

Pero como el mundo, especialmente el occidental, ya por entonces iba muy deprisa, los estrategas se aferraron a la estrella emergente, el presidente ruso, Boris Yeltsin. Sus cualidades políticas eran muy pobres. Sus ideas no pasaban del umbral de las bravuconadas arreciadas por el vodka. Era un populista avant la lettre. La actitud occidental se resume en un viejo lema medieval: a rey muerto, rey puesto. Se apostó por Yeltsin como si de un estadista luminario se tratara. El amigo Boris dejó hacer, con tal de presumir desde su poltrona del Kremlin. Le llenaron los polvorientos despachos con discípulos enfervorecidos de Milton Friedman y otros santones neoliberales. Se liquidó el viejo aparato productivo soviético a precio de saldo. Los directores de empresas herrumbrosas se convirtieron de la noche a la mañana en accionistas mayoritarios. Un capitalismo popular flotando en una gigantesca burbuja se convirtió en la divisa de la nueva Rusia. Los medios podían ir a Moscú y hablar con todo el mundo, visitar las tiendas, ver los estantes llenos y las calles plagadas de franquicias occidentales. Pero el pueblo contemplaba los escaparates del lujo con desganada impotencia. Una incipiente clase media luchaba por abrirse paso, aunque sólo en las grandes ciudades. En la Rusia profunda el reloj iba mucho más despacio, pero hacia atrás. 

Cuando estalló la crisis del rublo, en 1998, a Occidente le cogió de nuevo con el pie cambiado. El experimento capitalista se disolvía en la insustancialidad. Yeltsin ya estaba amortizado. El batacazo de realidad acabó con un liderazgo tambaleante y fraudulento. Cuando se confirmó su retirada, lo único que le quedaba era su gesta a lomos de un tanque en 1991.

En la trastienda ya asomaba el recambio, con registros diametralmente opuestos. Las élites, con la aprobación de Occidente, daban por terminada la etapa estruendosa de la revolución democrática. Se buscaba a alguien discreto y eficaz. Un tal Putin, que se había ganado fama de gestor en el equipo del prooccidental alcalde de San Petersburgo, consiguió abrirse paso en las contiendas burocráticas del Kremlin y llegar a lo más alto de la administración presidencial. Sus credenciales alcantarilleras resultaban tranquilizantes, después de los excesos de Yeltsin.

El primero en darse cuenta de que Putin no era lo que parecía ser fue el propio Presidente saliente, que estuvo toda la noche del triunfo electoral de su sucesor esperando en vano una llamada de gratitud y consejo. Occidente no las tuvo nunca consigo. Pero Putin, que conocía bien los mecanismos y prejuicios de las élites del mundo libre, les ofreció lo que ellas más aprecian casi siempre: estabilidad, orden y las menos sorpresas posibles.

Sin hacer casi ruido, completó el control de los mandos burocráticos, dictó nuevas normas a los nuevos ricos, puso condiciones al poder de los millonarios, recolocó a sus fieles de los aparatos de fuerza (siloviki) y reconstruyó pacientemente un partido que estuviera tan alejado de los comunistas como de los liberales, con la fórmula en auge del nacionalismo.

Pero había que ofrecer algo al pueblo. A falta de prosperidad tangible, orgullo de ser rusos, un sentimiento colectivo que restañara años de humillación. En la paz había perdido lo que había ganado en la gran guerra patria. Se necesitaba un poder fuerte y un padre al frente. Un Stalin de nuevo cuño, del que pocos rusos, cuando hubo que derrotar al III Reich,  que ya se había olvidado de la revolución proletaria universal y se había abonado al conservadurismo ruso.

Chechenia le ofreció a Putin la oportunidad de demostrar que a él, siempre sobrio y deportista, nunca le temblaba el pulso para afrontar los desafíos. Acabó con la revuelta chechena a sangre y fuego. Occidente, que ahora tanto lamenta la destrucción de Ucrania, protestó de forma académica por la reducción de Grozni a cenizas. El islamismo radical necesitaba una lección, y Putin había asumido el coste de impartirla sin coste para Occidente. Otros horrores vinieron, en Beslán, en Moscú.... Pero a Occidente le sirvió que Putin estuviera limpiando el patio trasero y parte de la cocina. No se interpuso. Había otras prioridades.

Llegó el órdago de Bin Laden y Estados Unidos volvió a actuar con la lógica belicista que lo había empujado a Vietnam, distorsionando o simplemente construyendo peligros y amenazas inexistentes. La “guerra contra el terror” propiciaría la mayor sangría internacional en una generación. Putin brindó a Washington una colaboración interesada, pero valiosa, al facilitar la el uso de las bases militares en los tanes (países excomunistas de Asia Central), en la invasión de Afganistán. La historia propiciaba un guiño irónico. La enfermedad terminal soviética se aceleró en Afganistán, abonada por el apoyo armamentístico, logístico y financiero de una guerrilla islamista integrista en la que había hecho sus primeras armas el propio Bin Laden. No sabemos si Putin pensó en que su ayuda a Estados Unidos podría convertirse, con el tiempo, en  un regalo envenenado. Pero entonces su comportamiento se interpretó como responsable y propio de un socio fiable en la lucha contra el terror.

Una vez que Putin se sintió seguro dentro y fuera, creyó llegado el momento de corregir ciertos abusos cometidos contra Rusia en los años del débil Gorbachov y el incompetente Yeltsin. Había que devolver a la nación su grandeza perdida. La crisis financiera occidental de 2008 le brindó una oportunidad. La intervención en Georgia supuso un cierto shock en Occidente. Tras pensárselo un poco, Bush Jr. no quería acabar su mandato con un riesgo elevado de guerra mayor, cuando a duras penas podía digerir la pesadilla que había creado en Irak. Por un momento, la OTAN pensó en reanudar la marcha hacia el Este que se había iniciado en tiempos del indolente Yeltsin. En 2008 se le prometió a Ucrania luz verde, pero sin fecha de apertura. Una trampa diplomática.

Con Obama en la Casa Blanca, la repugnancia ante aventuras exteriores alcanzó su máxima expresión. Se disparó el reset con Moscú, con la esperanza de abortar una nueva guerra fría. Nunca se entendió bien el desafío de una Rusia desacomplejada. No se trataba del capricho de un un líder que había acabado por asomar su rostro autoritario. La recuperación del orgullo nacional, por demagógico que pudiera parecer, y lo era, tenía la capacidad de reemplazar a un inexistente proyecto político. La explotación de los inmensos recursos naturales, ahora bajo el control más o menos férreo del Estado, proporcionaba los medios para afrontar desafíos ambiciosos. La era de la humillación había acabado. Era el tiempo de la reconstrucción, no la abstracta o burocrática perestroika de Gorbachov, sino la solemne, gloriosa y romántica visión de los nacionalistas doctrinarios, tan perseguidos por el Zar como por los bolcheviques.

Putin maniobró en el interior para desactivar las escasas resistencias residuales. Pero cuando se encontró con huellas occidentales en las alfombras se dispuso a pasar la aspiradora potente de la represión y le enseñó los dientes a la Casa Blanca. Ahí se acabaron por completo las ilusiones occidentales de una convivencia razonable. Occidente había vuelto a calcular mal.

En plena calentura, Putin lanzó la campaña de recuperación de Crimea y de protección de las minorías rusófonas del este de Ucrania. Obama decidió que la cosa no merecía una guerra y avaló una fórmula diplomática europea que detuviera al Ejército ruso y a sus protegidos locales. Los dobles acuerdos de Minsk no fueron la antesala de la paz, sino una etiqueta de caducidad del alto el fuego. Ucrania no estaba dispuesta a concederles derechos razonables a los prorrusos de sus provincias orientales. Occidente pensaba que Putin estaba haciendo posturing y que no se atrevería a ir más lejos. Luego vino Trump y las cosas se pudrieron. Putin ganó tiempo para preparar la siguiente jugada y ensayar estrategias bélicas en Siria. La unidad atlántica se empezó a agrietar con las ocurrencias del presidente hotelero.

Cuando Occidente se percató de que Putin estaba dispuesto a todo en Ucrania, ya era demasiado tarde. Minsk se había consumido en sus inconsistencias, por la duplicidad ucraniana y por el desinterés ruso. Consumada la invasión, todo lo que se ha venido escribiendo sobre Putin tiene tinta gruesa. Se confunden deseos con realidades. Se airean los errores y se anticipa la derrota de Rusia con precipitación innecesaria. Se arma hasta los dientes a Ucrania, con el mismo designio con el que se actuó en Afganistán: lograr la derrota del antiguo enemigo renacido más que para favorecer la victoria de un aliado reciente del que se tienen en privado más dudas de las que se admite en público. Propaganda obliga.

Y, para terminar, el plato más indigesto del cocinero del Kremlin ha evocado visiones del ocaso del “reinado de las mentiras” (Bret Stephens, NYT). O el “principio del fin de Putin” (Liana Kim y Michael Kimmage, del Consejo de Relaciones exteriores ). El episodio es demasiado bufonesco para deducir de él consecuencias muy sólidas. Se le ha dado una trascendencia interesada, porque la apuesta occidental por la derrota de Rusia exige resultados que la festejada contraofensiva ucraniana tarda en producir. Quizás, una vez más, en las motivaciones más sencillas podemos encontrar las explicaciones más convincentes. Prigozhin “no quería perder su negocio militar” (Olga Bogieva, Moskovski Komsomolets).  Putin dejó de jugar a enfrentar poderes regulares e irregulares del Estado. O se cansó de las destemplanzas del expresidiario. El jefe de los mercenarios sintió que lo habían dejado tirado y se veía obligado a pasar por el aro. Hizo un número postrero y aceptó la mínima oportunidad de salvar la cara. En esas horas de incertidumbre, se deslizaron especulaciones sobre la supuesta desaparición de Putin, se hicieron cábalas sobre una solución de fuerza (Anton Troianovski, New York Times). Sólo los rusos que mejor conocen la situación, como la analista Tatiana Stanovaya, recordaron lo poco que se sabe. Es cierto que las guerras, y más en países autoritarios, aceleran los procesos. Pero siempre hay un tiempo de maduración. Y no parece que lo hayamos alcanzado en Rusia. No creo que estemos en 1917, como dijo el propio Putin con intención diferente a los analistas occidentales, o en 1604 (Zubok). Ni en 1991.