19 de julio de 2023
La guerra de Ucrania no ha
respondido casi nunca a la mayoría de los pronósticos que expertos y gobiernos
han ido haciendo sobre la marcha. Ni la ofensiva inicial de Rusia, ni el
repliegue subsiguiente, ni las batallas de desgaste (en Mariupol o Bakhmut, por
ejemplo). Tampoco, para acercarnos a lo más reciente, la tan anunciada
contraofensiva ucraniana.
Lo que al principio pareció una
victoria rápida del ejército ruso se convirtió enseguida en una exhibición de
aparentes improvisaciones, errores tácticos, fallos logísticos de bulto y
carencia de una estrategia clara. Ucrania aprovechó para organizar sus
defensas, en primera instancia. Se entró en una fase de desgaste, con gran
números de bajas en uno y otro lado. De la guerra de movimientos se pasó a la
guerra de posiciones, por decirlo en términos clásicos de la doctrina militar.
Los defensores se fijaron como objetivo mantener algunas posiciones de
importancia estratégica discutible, pero de cierto poder propagandístico. Los
rusos entraron en el juego ucraniano, quizás para que sus enemigos no se
crecieran y también para evitar que Occidente siguiera albergando esperanzas de
una victoria de su protegido.
Luego, a medida que fueron
llegando los suministros de armamento occidental de nivel tecnológico superior
al de su adversario, Ucrania estuvo en condiciones no sólo de resistir, sino
también de golpear las líneas de aprovisionamiento y retaguardia de Rusia y de contraatacar. El verano pasado se empezó a hablar de iniciativa
ucraniana. El invierno congeló los
movimientos militares, pero no la actividad política y psicológica. Una a una
fueron cayendo las restricciones armamentísticas que se había autoimpuesto
Occidente en el apoyo a Kiev, persuadidos los gobiernos de que el Kremlin no
parecía dispuesto a usar armas nucleares.
Los medios anunciaron la
contraofensiva ucraniana de primavera como si se tratara de un Stalingrado a la
inversa: un momento decisivo que cambiaría el signo de la guerra y colocaría a
Moscú en necesidad de aceptar una negociación, ante el riesgo de perder todo lo
conquistado.
Pero, de nuevo, nada ha ocurrido
conforme a las previsiones. O a ciertas previsiones. Aunque algunos expertos
militares advertían sobre la euforia de algunos medios y fuerzas políticas muy
militantes contra Rusia, la propia actitud del presidente de Ucrania, siempre demandante
de más y más ayuda, pero por lo general optimista, instalaron un mensaje de
confianza. Los resultados del inicio de la contraofensiva fueron modestos. Ucrania
ha liberado 250 km2, una mínima parte de
ese 20% del territorio nacional que sigue en poder de Rusia.
Ocurrió luego el pintoresco
suceso del jefe de los mercenarios Wagner, que favoreció unas ilusiones un
tanto desaforadas sobre las “grietas” en el aparato político y militar del
Kremlin. Algunos se atrevieron a describir el momento como “el principio del
fin de Putin”. O, como mínimo, una señal del debilitamiento adicional de la
operatividad militar rusa, lo que ayudaría a superar los problemas de la
contraofensiva ucraniana.
El episodio Prigozhin se ha
diluido, gran parte de los mercenarios se van incorporando a las unidades
regulares del Ejército ruso y las élites rusas no parecen comportarse como si
estuvieran en la fase crepuscular del régimen. Putin seguramente no está contento
por lo que ha sucedido en este año y medio de “operación militar especial”,
pero no parece desesperado. De momento. Conserva un apoyo matizado pero estable
de China y de eso que ahora se llama el Sur global. Las tensiones diplomáticas
en las recientes cumbres del G-20 y de Europa-América reflejan una realidad incontestable:
la derrota de Rusia no es la prioridad para la mayoría de los países que reúnen
a más del 80% de la población total del planeta. Ese Sur global sigue sin comprar
el relato occidental sobre el conflicto, sin que ello suponga un respaldo de
las posiciones rusas.
La sensación de atasco y
prolongación de la guerra tras cinco semanas de contraofensiva no sólo incide
en la moral y las estrategias de los contendientes. También crea zozobra en las
potencias exteriores, que aguardan con ansiedad el encauzamiento del conflicto
para enderezar el rumbo económico. Aunque el impacto energético se ha
contenido, la guerra proyecta demasiadas sombras sobre el panorama económico:
en Occidente, por una persistente inflación; en China por una tasa de crecimiento
cuando menos vacilante; y en el mundo en desarrollo por el inseguro abastecimiento
de alimentos, el peso de la deuda y otras amenazas.
En nuestro mundo, a medida que pasan
los días, se debilitará el entusiasmo de las poblaciones a favor de la causa
ucraniana, sobre todo si no se reducen los efectos sobre su vida de cada día. Los
gobiernos tratan de neutralizar las dudas y el cansancio, con dos líneas de
actuación:
-
incrementar el arsenal ucraniano con la controvertida
y moralmente dudosa munición de racimo (EE.UU.), misiles de largo
alcance (Reino Unido y Francia) y acelerar el entrenamiento de pilotos de cara
al posible suministro futuro de los ansiados F-16 (que aún no está decidido).
-
doblegar el compromiso político con Ucrania y eludir
críticas sobre las decisiones de Kiev.
Pero el equilibrio entre la
prudencia y el apoyo inequívoco no siempre es sostenible, y así se ha visto en
la reciente Cumbre de la OTAN. En realidad, estas reuniones son, ante todo,
ejercicios de relaciones públicas, porque las decisiones vienen bastante cocinadas
de antemano. Pero la escenificación ha sido torpe: por parte de los aliados y
del propio Zelenski.
El enfado del presidente
ucraniano al conocer que la OTAN iba a girar una invitación de entrada
genérica, ambigua, sin fecha inmediata o cercana era perfectamente evitable. El
presidente Biden ya había telegrafiado su postura. Si Zelenski interpretó que
las presiones favorables de británicos, franceses (conversos de un tiempo a
esta parte, después de meses de jugar al caliente y al frío) y países
centro-orientales podía alterar la posición de la Casa Blanca, demostró una
gran ingenuidad. Si se trataba de expresar un malestar para consumo interno,
tampoco parecía la mejor manera. Se lo afeó uno de sus principales aliados, el
secretario de Defensa británico, Ben Wallace, que le reclamó un poco de
agradecimiento. Zelenski dio marcha atrás y se entregó a un juego un tanto
obsequioso de declaraciones de gratitud y de valoración hiper positiva de la
Cumbre. Que Ucrania será admitida, “cuando los aliados lo acuerden y las
circunstancias lo permitan” es una fórmula diplomática de libro para decir
“vuelva usted mañana”.
Al final, Zelenski hizo virtud de
la necesidad. Se dio otro baño de solidaridad política y aprovechó para repetir
lo que lleva haciendo un año y medio: pedir más armas y más dinero, y asegurar
que la victoria está más cerca.
Mientras, los soldados ucranianos
se atascan en inmensos campos de minas y sistemas de fortificación de los
rusos, que ya ni se plantean completar la conquista del Donbás, con avances
otrora deseados en la provincia de Luhansk. Bastante tienen con mantener las
líneas del frente desgastar a los ucranianos con sus drones e implantar en los
políticos occidentales la idea de que la contraofensiva ucraniana será necesariamente
larga y demasiado costosa.
La respuesta de Kiev a la evasiva
posición de la OTAN han consistido en redoblar la audacia, con el ataque con
drones marítimos contra el puente que conecta el suroeste de Rusia con la
península de Crimea. Acciones simbólicas, pero poco prácticas para avanzar en
las pretensiones estratégicas ucranianas. La réplica rusa, tampoco nueva, se
resume en continuos ataques contra infraestructuras, que provocan pánico y
hacen la vida más difícil a la población.
Quizás la medida rusa más
consecuencial ha sido negarse a renovar el pacto de exportación de grano, del
que dependen para su alimentación millones de personas en África y Asia. El
presidente turco, muñidor del acuerdo hace un año, confía en reflotarlo, pero
el reloj de la amenaza del hambre avanza muy deprisa. El bombardeo ruso de las
instalaciones portuarias de Odessa, punto de salida del grano, indica que Moscú
pondrá un alto precio a su avenencia.
En estas circunstancias, si en
verano no hay un desbloqueo, quedará poco tiempo para acciones militares de
envergadura. Estados Unidos entrará en su ciclo electoral, con el arranque de
las primarias. Y los republicanos, unos más (Trump, DeSantis y algún otro
escéptico) y otros menos (los de la vieja guardia, los conservadores de
siempre) intentarán sacar a Ucrania de su lista de de prioridades. Biden le dedicará al asunto lo
justo, sabedor de que su continuidad se libra, como casi siempre, en el frente
interno, lejos de una Ucrania a media luz.
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