LOS MALOS EJEMPLOS DE LAS DEMOCRACIAS

30 de marzo de 2023

En plena batalla propagandística sobre el choque sistémico entre democracia y autocracia que confunde los análisis de la guerra en Ucrania y prejuzga la contienda diseñada entre Occidente y China, las disfuncionalidades de los sistemas políticos en algunas democracias hacen chirriar el discurso oficial.

Francia e Israel viven crisis sociales mayores, protestas callejeras de gran amplitud y notables consecuencias para el provenir de sus respectivos equilibrios políticos. Los casos no son semejantes, ni siquiera comparables. Pero ambos reflejan las contradicciones del sistema representativo liberal y una fragilidad que sus defensores se resisten a reconocer.

No por casualidad, las élites políticas en cada caso apelan a la democracia para justificar unas decisiones que, en realidad, ignoran las necesidades de las mayorías. Hay un componente de cinismo, pero también una debilidad estructural del sistema.

FRANCIA: UNA CONSTITUCIÓN DISCUTIDA

En Francia, un gobierno minoritario se vale de una herramienta constitucional para imponer una reforma, la del sistema de pensiones, que incidirá seriamente en las condiciones de vida de los ciudadanos. En Israel, una coalición ultraconservadora pulveriza en la práctica uno de los pilares del sistema democrático como es la supuesta separación de poderes, mediante el control de la justicia por una eventual mayoría parlamentaria.

No hay, en ninguno de los casos, una vulneración estricta de la legalidad. Si se permite el tropo, hay un abuso de legalidad, o dicho de manera más prudente, el uso excesivo de las atribuciones legales para resolver un pulso entre los poderes del Estado.

En Francia, se trata de un párrafo de un artículo constitucional (el 49.3), que garantiza la preminencia del ejecutivo sobre la pluralidad representativa expresada en la Asamblea Nacional. Estamos hablando de un recurso legal que se introdujo en la arquitectura constitucional de la V República en 1958, cuando De Gaulle fue llamado de nuevo como “hombre providencial” para sacar a Francia del marasmo de Argelia y el bloqueo partidista.

Desde entonces ha cambiado profundamente el entorno internacional y, por supuesto, la propia Francia. La Constitución ha cumplido 64 años, ¿no es tiempo de jubilarla?, decía hace poco con sarcasmo un conocido un prestigioso constitucionalista (1). Pero en más de seis décadas no se ha querido modificar este y otros preceptos que blindan la autoridad presidencial. Las élites francesas se han sentido a gusto con un instrumento valioso en caso de necesidad. Nunca ha existido el consenso necesario para eliminarlo o hacerlo menos estruendoso. Francia ha demostrado poder digerir experiencias políticas tormentosas como la cohabitación entre el Presidente y una mayoría parlamentaria de signo político diferente, sin poner en peligro la denominada como “opción nuclear” del sistema político.

El actual gobierno es una combinación entre la emanación de la voluntad presidencial y la debilidad de una posición dividida. El jefe del Estado es un liberal alejado ideológicamente del fundador de la V República, pero ha utilizado uno de los recursos de éste sin empacho alguno. Su gobierno, o el gobierno que él ha nombrado, ha acudido 11 veces al 49.3 en menos de un año de andadura, y no para cuestiones menores, sino para, a falta de mayoría o ante la duda de no obtenerla, sacar adelante los presupuestos generales del Estado, cambios en la ley de la Seguridad social o la mencionada y muy contestada reforma de las pensiones.

En una de esas batallas doctrinales que tanto le gusta entablar, el presidente Macron se ha mostrado desafiante ante el reto de la ciudadanía contestataria. A pesar de presentarse como un dirigente renovador y reformista, sus argumentos han sido tradicionales y políticamente muy convencionales. Frente a la agitación social, el principio de autoridad y el formalismo de la normas legales (2). Es un libreto habitual en Macron. Lo empleó ante la revuelta de los gilets jaunes, para parapetarse detrás de la legitimidad republicana, evadiendo la cuestión de la justicia social. Después de esa crisis, Macron quiso restañar su deteriorada imagen de reformista lanzando una consulta popular sobre las necesidades y preocupaciones de los franceses. Es decir, en el fondo, un recurso de autoridad presidencial sobre las espesas cotidianidades del esclerotizado sistema político francés. El ensayo se quedó en nada o en casi nada.

Con la reforma de las pensiones ha ocurrido otro tanto, pero en peores condiciones, porque le faltaba al Presidente la mayoría parlamentaria de la que entonces si disponía. Para proteger su figura o su función, encargó el dossier a su primera ministra fusible, una tecnócrata como él, ambos cooperadores en el anterior gobierno socialista de la facción más moderada o liberal. Elisabeth Borne ha interpretado fielmente la voluntad del Eliseo de no ceder, de no hacerse pequeña, de no incurrir en el complejo del déficit democrático. El discurso es conocido porque pertenece a la biblia tecno-burocrática que el neoliberalismo ha usado durante los últimos cuarenta años: hay que hacer lo necesario pese a las presiones demagógicas. El Estado no puede sostener unos beneficios como los contemplados en el sistema actual durante mucho más tiempo. En ningún país se repite el actual modelo francés. En nombre de la eficacia y la sostenibilidad, se aborda la operación quirúrgica con la que debe sanarse el sistema.

La calle no ha comprado el discurso, en parte porque cuesta renunciar a una conquista social, naturalmente, pero sobre todo porque Macron y sus gobiernos arrastran una trayectoria de beneficios a los ricos, incluidas las grandes fortunas, y de erosión de los intereses populares. Macron ha hecho poco para desprenderse de esa imagen de elitista insensible ante las necesidades de las mayorías sociales, mientras propaga grandes proyectos nacionales e internacionales desde su torre de marfil (3).

La paradoja de la democracia francesa es peculiar, pero no muy distinta de la norteamericana o de cualquier otra occidental. Se trata de un sistema político basados en normas funcionales más que en respuestas a necesidades ordinarias de la gente. La democracia se ha convertido en una mal menor, una codificación convencional de la convivencia pública a la que ya no se le exige resultados prácticos. Por eso se desiste de ella, por lo general de forma pasiva, por abstencionismo o por rutina. De cuando en cuando, el ciudadano díscolo se ampara en la lista de derechos formales para protestar ruidosamente contra la dura realidad del día a día.

Con la crisis de las pensiones, se ha puesto fin al “macronismo original”, decía recientemente un cronista político de LE MONDE (4). El diagnóstico quizás sea demasiado benigno. Y tardío: los franceses habían dejado de creer en él al privarle de una mayoría sin la cual ha tenido que refugiarse en el uso abusivo de la autoridad para gobernar.

ISRAEL: LAS PARADOJAS INSTITUCIONALES

El caso israelí es más dramático. Durante décadas, la democracia presumía de su espléndida soledad en un entorno de dictaduras y autocracias. La ilusión de la democracia israelí se basaba en un sistema electoral representativo puro, sin correcciones ni trucos para cocinar mayorías en nombre de una supuesta gobernabilidad. Para muchos, una ingenuidad desprendida de los orígenes del Estado, como esa utopía igualitaria de los kibutz. Con los años, el fragmentado panorama político israelí se ha convertido en una trampa. Las minorías sociales pero sobre todo religiosas (sionistas o anti sionistas) han utilizado su poder de bisagra para debilitar o condicionar a las dos familias tradicionales del sistema político: conservadores y laboristas. Hoy en día, los primeros son marginales y han dejado de ser opción de gobierno. Los segundos se han ido radicalizando. O peor, se han envilecido, al entregarse a la fortuna electoral de un político demagogo como Benjamin Netanyahu, carente de escrúpulos para proteger sus intereses particulares (5). Las disensiones en la derecha han tenido corto vuelo, entre otras cosas porque han surgido casi siempre de rupturas o rivalidades personales con el gran líder.

Pero, en realidad, la causa más profunda de la ulceración de la democracia israelí es la que más cuesta admitir: la ocupación de los territorios palestinos. Salvo algunos grupos críticos muy minoritarios, la sociedad israelí no ha querido ver ni escuchar. La bomba demográfica ha creado una angustia sobre el futuro y una hipoteca del presente. La democracia se ha ido vaciando de contenido al vulnerar enconadamente los derechos palestinos. Ahora se ha llegado al extremo. El actual gobierno está condicionado por unos partidos dominados por colonos extremistas y religiosos decididos a negar incluso la existencia de ese pueblo sometido (6).

Netanyahu coquetea con esta deriva teocrática del Estado con la imprudencia del equilibrista (7). Cree poder controlar a los extremistas, con tal de que le presten sus votos para imponer una reforma judicial que permitirá anular sentencias incómodas o indeseadas, basándose en que la autoridad de los diputados emana del pueblo. A nadie se le oculta que se trata de un atajo temerario para neutralizar tres procesos que pesan sobre él por corrupción y abuso de poder.

La amplitud de la respuesta crítica ha sido inesperada. El primer ministro creía que la izquierda o incluso los liberales no tendrían capacidad para tanto. Pero no contaba con el activismo del Ejército, que es la institución más prestigiosa del Estado, por encima de los jueces. La milicia es una institución popular, porque nadie es ajeno a ella: pobres o ricos, conservadores, liberales o progresistas, hombres o mujeres (8). Netanyahu tenía motivos para no recelar del Ejército. Desde la primera Intifada palestina, a finales de los ochenta, los militares han sido la punta de lanza de la represión. Las normas de procedimiento de sus actuaciones han sido cada vez más laxas; los abusos, más frecuentes.

Pero una cosa es el desigual combate contra los palestinos y otra la claudicación de sus funciones no escritas como garantes de un tipo de Estado, formalmente democrático. Cuando el ministro de Defensa sacudió la cohesión gubernamental al demandar la retirada de la reforma judicial, Netanyahu se apresuró a cesarle, para demostrar que nadie puede ganarle un pulso de poder. Las reacciones se produjeron en cascada. Desde los uniformados arreció el malestar. Y el padrino norteamericano se sumó a la contienda.

Aunque el primer ministro se ha puesto tieso con Biden, apelando a la soberanía nacional, es evidente que su decisión de paralizar la reforma y entablar negociaciones con la oposición se deben al mensaje inhabitualmente seco de la Casa Blanca, donde llevan meses alarmados por lo que ocurría en Israel, en un momento especialmente inoportuno (9). Frente a los desafíos directos e indirectos de la entente ruso-china se quiere hacer gala de exhibición democrática, con ceremonias como la Cumbre internacional de estos días en Washington.

Resulta sin embargo paradójico que Biden regañe a Netanyahu por su pretensión de doblegar a los jueces. El presidente norteamericano nombra a los magistrados más influyentes (los del Supremo y los federales), en teoría conforme a su competencia, pero en realidad por afinidad ideológica, aunque debe contar el aval del Senado. La división de poderes en Estados Unidos es formal, porque enmascara la hegemonía del ejecutivo, a su vez reflejo de la verdadera fuente de poder político que es la capacidad económica para hacer funcionar la maquinaria política.

NOTAS

(1) “Il faut arrêter le bricolage. Le momento est venu de changer de Constitution”. DOMINIQUE ROUSSEAU. LE MONDE, 13 de marzo.

(2) “Réforme des retraites: la posture securitaire de Emmanuel Macron fase au mouvement social”. IVANNE TRIPPENBACH. LE MONDE, 23 de marzo; “The trouble with Emmanuel Macron’s pension victory”. THE ECONOMIST, 23 de marzo;

(3) “Macron faces an angry France alone”, ROGER COHEN. THE NEW YORK TIMES, 18 de marzo.

(4) “La crisis des retraites signe la fin du ‘macronisme original’”. MATTHIEU GOAR. LE MONDE, 28 de marzo.

(5) “Netanyahu’s party consists primarily of extremist ideologues”. JULIA AMALIA HEYER. DER SPIEGEL, 14 de febrero.

(6) “Belazel Smotrich, le colon radical qui impose sa marque au gouvernment israélienne”. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 7 de marzo.

(7) “The end of Israeli Democracy”. ELIAH LIEBLICH y ADAM SHINAR. FOREIGN AFFAIRS, 8 de febrero.

(8) “Netanyahu’s legal crusade is sparking a military backlash in Israel. AMOS HAREL (analista militar del diario de izquierdas HAARETZ). FOREIGN POLICY, 23 de marzo. “How an elite israeli comando built a protest movement to save his country”. YARDEN SCHWARTZ. THE ECONOMIST, 27 de marzo.

(9) “Israel’s majoritarian nightmare should be a US concern”. NATAN SACHS. BROOKINGS, 23 de febrero.

LA DUPLA CHINO-RUSA VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL FIASCO DE EE. UU. EN IRAK

22 de marzo de 2023

El asunto que ha focalizado la atención internacional de la cumbre entre los presidentes de Rusia y China de esta semana es el “plan de paz” chino para Ucrania y la disposición rusa a aceptarlo como salida de una operación fallida, al menos por ahora.

La iniciativa no parece tener mucho futuro, al menos en sus términos actuales teniendo en cuenta el rechazo occidental (más explícito el norteamericano) y la frialdad ucraniana. Los famosos 12 puntos del documento chino (1),  constituyen un despliegue de principios generales que eluden el abordaje concreto de los asuntos más espinosos.

Lo que de verdad es relevante en el cuadragésimo encuentro Putin-Xi es que se ha consolidado una relación bilateral “sin límites”. El acuerdo más sobresaliente es el refuerzo de la cooperación de energética. De aquí a finales de la década, Rusia duplicará el suministro de gas natural a China mediante la construcción de un nuevo gasoducto siberiano. Rusia compensa el boicot europeo y China se asegura energía para seguir creciendo.

Desde fuera, hay dudas sobre la naturaleza, significado y alcance de una convergencia lenta pero sostenida durante la última década. Nadie la califica de alianza (ni siquiera los propios interesados). Algunos aseguran que se trata de una entente circunstancial. Y la mayoría se inclina por el socorrido mote de “matrimonio de conveniencia”.

Sea como fuere, el entendimiento deja pocas dudas. Los contenciosos no han desaparecido, por supuesto, pero han sido cuidadosamente relegados al plano técnico o diplomático, mientras se acumulan las evidencias de cooperación en materia económica, tecnológica y militar. Cada poco asistimos a un campo nuevo de interacción bilateral (2). Y todo ello bajo la protección de una relación personal entre Putin y Xi que ambos se empeñan en resaltar con cálidos gestos (3).

En todo caso, la química entre ambos dirigentes sólo explica en parte este acercamiento chino-ruso, como es natural. Lo contrario sería propio de un mal guion propio de la factoría pseudo política de Hollywood. Hay factores objetivos que han favorecido esta relación. El más decisivo ha sido la necesidad compartida de combatir la hegemonía global de EE. UU.

Desde la disolución de la Unión Soviética, Estados Unidos no ha dejado de justificar sus intervenciones exteriores por la emergencia de supuestas “nuevas amenazas” para el “orden internacional”. En los años 90, la preocupación dominante era el riesgo de caos en el espacio postsoviético y las consecuentes rivalidades étnico-nacionalistas en Eurasia. Después del 11-S, el enemigo principal fue el extremismo islamista, cuyos orígenes Washington había cebado en los ochenta, como un ariete contra la “al avance soviético hacia las aguas calidas de Asia”. En la segunda década del siglo, el peligro aducido era el auge económico y tecnológico de China, fundamento de un incipiente y exagerado fortalecimiento militar.

Los estrategas belicistas en Washington aspiran a replicar la victoria sobre la URSS, atribuida a la apuesta armamentista de Reagan y al conservadurismo de los ochenta, mediante una revisión adaptada a los tiempos, pero escasamente crítica de los errores y abusos cometidos.

LA ADICCIÓN NORTEAMERICANA A LA PRIMACÍA

Al cumplirse el vigésimo aniversario de la invasión norteamericana de Irak, medios generalistas y especializados han llenado sus páginas con artículos y análisis de fondo. Unos aún la justifican, aún admitiendo errores de juicio o equivocaciones palmarias. Otros se apuntan al rechazo, en contraste con la práctica unanimidad favorable que dominó el debate público en 2003 (4).

Entre todo lo publicado destaca un notable artículo de Stephen Wertheim (5). Este  investigador del Instituto Carnegie y profesor en Yale resume la tesis desarrollada en su libro sobre la “patología de la primacía” (6). En su opinión, la mayoría de las críticas sobre la invasión de Irak eluden la adicción supremacista que nunca ha dejado de dominar el pensamiento estratégico bipartidista norteamericano.

Este designio encontró cierta resistencia en los otros polos debilitados del equilibrio mundial desde el comienzo de la posguerra fría. Wertheim evoca un documento chino-ruso de 1997 (una carta conjunta al Consejo de Seguridad de la ONU), en el que ambas potencias advertían que “ningún país debe pretender la hegemonía, incurrir en políticas de poder o monopolizar los asuntos internacionales”. Por entonces, Putin era un oscuro asesor en el Kremlin y Xi Jinping un dirigente local en una provincia costera frente al estrecho de Formosa. En Moscú aún dictaban la política oficial los fervientes seguidores del capitalismo neoliberal y en Pekín se concentraban en sacar al país del atraso y la pobreza.

Lo que Rusia y China anticipaban ya en plena expansión del mundo unipolar tenía poco que ver con el “desafío de las autocracias” a las democracias, el moto de moda ahora en Washington, y mucho con la percepción de una hegemonía sin resistencias de un Estados Unidos triunfal. Para esa fecha, la expansión de la OTAN hacia el Este estaba en marcha y hasta el dócil Yeltsin se removía con incomodidad en su sillón.

La falsa resolución de las guerras yugoslavas, con EE.UU. como justiciero internacional,  y la penalización del despegue chino bajo el pretexto de la represión tras la revuelta de Tiananmen favorecieron el inicio del acercamiento chino-ruso, aunque ambas partes aún estuvieran muy lejos de canalizar sus disputas bilaterales.

La orquestada “guerra global contra el terrorismo” congeló durante un tiempo la reconciliación entre Pekín y Moscú. Después de todo, tanto chinos como rusos se habían despachado a gusto contra sus propias insurrecciones islamistas: brutal supresión del separatismo checheno y represión sin contemplaciones de la resistencia musulmana en Xinjiang. Putin ayudó a facilitar el uso de bases en los países exsoviéticos de Asia Central para el despliegue bélico de Estados Unidos en Afganistán. El presidente ruso se mostró contrario pero no demasiado hostil a la falsedad que legitimó la invasión de Irak. China fué mucho más reticente, porque avizoraba ya el peligro de una hegemonía norteamericana reforzada.

El choque de la ”primavera árabe” encendió todas las alarmas en Moscú, primero, y luego en Pekín. La caída de Mubarak en Egipto dejó parcialmente indiferente a los rusos, porque ese dictador no era de los suyos. Pero cuando el objetivo se puso en la Libia de Gaddaffi, régimen no aliado pero instrumental para Moscú, se precipitaron las hostilidades. Más tarde, en Siria, ese sí un aliado estable y duradero del Kremlin, ya no hubo manera de concertar los intereses de Rusia y Estados Unidos, salvo para “salvar la cara” de Obama tras el resbalón de las “líneas rojas” (la supuesta utilización armas química por parte del régimen de Assad).

Para China, el sobresalto árabe, en su primera fase, fue otra demostración de la voluntad de Washington de consolidar sus posiciones hegemónicas en Oriente Medio, sin alterar ninguna de las causas reales de la conflictividad regional. Esa era la percepción dominante en Pekín en 2013, cuando llega a poder Xi Jinping, impulsado por una visión menos complaciente con EE.UU.

Trump pudo haber torcido la convergencia chino-rusa, con sus halagos e indulgencias hacia Putin y su torpe agresividad mercantil contra Pekín. Pero su propia inconsistencia y la presión del establishment modelaron sus caprichos hacia la verdadera preocupación de las élites en Washington: las amenazas del auge chino y el peligro del revisionismo ruso.

UN OBJETIVO COMÚN

Lo que Putin y Xi intentan ahora es hacer más difícil el designio exterior de Estados Unidos. La retórica que emplean es tan falsa o tan interesada como la empleada por Washington para legitimar su política de primacía global (por seguir utilizando el término de Wertheim). Ni la “paz mundial”, ni la “autonomía de las naciones” es lo que importa a los líderes ruso y chino, sino la preservación de los intereses de las élites a las que representan y en cuyo poder se asientan.

La relación “sin límites” en Pekín y Moscú no tiene mejor aliado que la adicción de los centros de poder norteamericanos a nociones como “nación indispensable”, heredera de aquella otra del “destino manifiesto”, que han consistido y consisten en blindar sus intereses globales bajo la cobertura del discurso liberal, que hace aguas en su propio país. La democracia norteamericana es la más tramposa y la que goza de menos respaldo electoral de todo el mundo occidental, con un subsistema electoral decimonónico, un juego político esclerotizado y dominado por los intereses corporativos y unos medios de comunicación que, en su gran mayoría, focalizan sus críticas en aspectos secundarios e ignoran los determinantes.

Xi y Putin no son Mao y Stalin, que forjaron una alianza euroasiática comunista frente a la dominación capitalista. China y Rusia viven bajo formas diferentes de un cierto capitalismo de Estado que aprieta e instrumentaliza pero no ahoga la iniciativa privada. La pelea es de otra naturaleza. Asistimos al regreso de la lucha entre grandes potencias (great powers competition) que han sacudido al mundo desde siempre. La dupla chino-rusa es un obstáculo muy serio a la unipolaridad norteamericana. Por eso podría ser, como dicen los propagandistas chinos, “más sólida que una montaña”.

 

NOTAS

(1) https://www.fmprc.gov.cn/mfa_eng/zxxx_662805/202302/t20230224_11030713.html

(2) “What does Xi Jinping want from Vladimir Putin”. THE ECONOMIST, 19 de marzo.

(3) “’He is my best friend’: 10 years of strengthening ties between Putin and Xi”. HELEN DAVIDSON. THE GUARDIAN, 21 de marzo.

(4) “Iraq, twenty years later”. JOOST HILTERMANN. Director del programa de Oriente Medio y África. INTERNATIONAL CRISIS GROUP, 16 de marzo; “After Iraq: How the U.S. failed to fully learn the lessons of a disastrous intervention”. MICHAEL WAHID HANNA. INTERNATIONAL CRISIS GROUP, 21 de marzo; “The lessons no learned from Iraq”. MICHAEL HIRSH. FOREIGN POLICY, 17 de marzo;  “Why the Press failed on Iraq”. JOHN WALCOTT. FOREIGN AFFAIRS, 19 de marzo”.

(5) “Iraq and the pathologies of Primacy. The flawed logic that produced the war is alive and well”. STEPHEN WERTHEIM. FOREIGN AFFAIRS, 17 de marzo.

(6) “Tomorrow, the World. The birth of U.S. Global Supremacy”. STEPHEN WERTHEIM. HARVARD UNIVERSITY PRESS, 2020. https://www.hup.harvard.edu/catalog.php?isbn=9780674248663

 

EL ACERCAMIENTO IRANO-SAUDÍ: LO QUE ES Y LO QUE NO ES

15 de marzo de 2023

El acuerdo de restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudí puede convertirse en el acontecimiento diplomático del año en Oriente Medio, aunque es demasiado pronto para calibrar su verdadero alcance. De momento, se presta a interpretaciones diferentes.  Tratemos de esclarecer, en lo posible, lo que es y lo que no es este acuerdo entre rivales.

ES una normalización de relaciones, interrumpidas en 2016, después del ataque contra la embajada saudí en Teherán, protagonizado por una turba multa indignada tras la ejecución del jeque Nimr Baqr Al-Nimr, líder de las revueltas chiíes en las provincias orientales de Arabia.

NO ES una alianza, ni siquiera una reconciliación plena, debido a las profundas diferencias entre ambos estados. Tampoco provocará un realineamiento de los estados de la zona, demasiado condicionados por los sectarismos religiosos que lideran estas dos potencias regionales.

ES una decisión instrumental dirigida en primera instancia a estabilizar la situación estancada en la guerra del Yemen, en la que Riad y Teherán juegan en campos opuestos. El alto el fuego de abril del pasado año se consolida por agotamiento de los beligerantes, pero sobre todo por la voluntad de quienes mueven los hilos: es hora de fijar los términos de un armisticio, de cerrar el ejercicio bélico y llevar a la mesa de negociaciones lo que no se ha podido obtener en el campo de batalla. La posición de Irán, protector de los rebeldes hutis, es más fuerte, a corto plazo, pero la exigencia de un apoyo sostenido debilita sus perspectivas a largo plazo. Los saudíes se han convencido de que no podrán ganar militarmente y aceptan convertir esta derrota en un empate estratégico. La pretensión inmediata de Riad es que cesen las incursiones fronterizas de los rebeldes yemeníes y sus ataques con drones iraníes.

NO ES un parón a la convergencia entre el reino saudí e Israel, trabajada desde hace años pero congelada a la espera sempiterna del “momento idóneo”. Arabia Saudí administra con suma cautela su previsible incorporación al “proceso Abraham” (del que ya forman parte los Emiratos, Bahréin y Marruecos). La normalización con Irán no modifica este rumbo, aunque puede crear nuevos recelos en ciertos sectores de Washington.

ES una sorpresa relativa para muchos de los observadores de la política regional, aunque no tanto para la Casa Blanca, que asegura haber estado informado por sus socios saudíes de la marcha de las negociaciones. Se dice que la diplomacia norteamericana nunca creyó mucho en el alcance de esta iniciativa por falta de confianza básica en la conducta de Irán. Abonaba el escepticismo el estado comatoso de las negociaciones sobre el programa nuclear de Irán. El régimen islámico ha alcanzado ya el 88% del enriquecimiento de uranio exigido para la fabricación de la bomba (un 90%). Esta escalada no solamente alerta a Israel. La posibilidad de una respuesta militar nunca ha dejado de estar sobre la mesa. El actual gobierno extremista de Israel a buen seguro presiona en este sentido. Pero Arabia puede haber creído en una vía más fructífera. Ya que no se puede detener la nuclearización de Irán, parecería más conveniente empezar a trabajar en dotarse de capacidad análoga para compensar la posible ventaja estratégica de Teherán. La petromonarquía nunca ha escondido su ambición nuclear.

NO ES un acuerdo a contramarcha de los tiempos. El acuerdo se produce en un momento de incertidumbres internacionales, pero también de oportunidades que podrían revalorizar la estatura de China en la escena internacional, con su discurso sobre el respeto de la autonomía de cada país y el rechazo de la interferencia en asuntos internos. Algo que satisface, sin duda, tanto al absolutismo saudí como a la teocracia iraní.

La guerra de Ucrania se encuentra en fase de estancamiento, lo que hace propicio el terreno de las iniciativas negociadoras, con Pekín como autoproclamado maestro de ceremonias. Por mucho que Occidente haya despreciado la iniciativa de Pekín, Xi Jinping ha conseguido que Zelenski le abra las puertas la semana que viene en Kiev. En estas operaciones el artificio pesa tanto o más que el contenido. Y, además, el presidente chino juega con la baza de ser el único que puede modificar la conducta de Putin.

ES  una muestra más de que Washington ya no lleva la voz cantante en la zona, más por errores y condicionamientos autoimpuestos, como sostiene Stephen Walt, que por carencia de recursos. El petróleo, motor y agente clave de la política regional de Estados Unidos, ya no es tan importante para la economía norteamericana, porque se han generado fuentes alternativas propias y se diseña un futuro energético diferente.

NO ES un cambio radical de los equilibrios estratégicos en la región. La disminución del interés norteamericano en la región no quiere decir indiferencia o desatención. La emergencia de China como potencia activa en la región no supone la marginación de Estados Unidos. Arabia Saudí no ha decidido una sustitución de protectores. No cambia a Washington por Pekín. La seguridad del reino sigue dependiendo masivamente de la colaboración militar con Estados Unidos, como lo acredita la estructura armamentística de la petromonarquía.

ES la confirmación de que China tiene la intención de superar la fase mercantilista de su política exterior para asumir responsabilidades políticas y diplomáticas. La forja de este acuerdo de normalización irano-saudí es resultado lógico de dos importantes logros diplomáticos de Pekín. Primero, el partenariado estratégico suscrito con Irán en 2021, con una vigencia de 25 años). A continuación, el pacto de cooperación con Arabia Saudí, acordado hace dos meses tras un discreto pero eficaz trabajo de maduración. China es ya el principal socio comercial de los saudíes y éstos se afianzan como el principal suministrador de petróleo para la economía china.

NO ES una proyección del poderío chino fuera de su ámbito natural de influencia, que es la región del Pacífico. Quienes amplifican por motivos interesados la denominada “amenaza china” tienen la tentación de exagerar la capacidad de los “mandarines rojos” para consolidar una posición tentacular en el mundo y ponen como prueba de ello sus iniciativas comerciales, financieras y constructoras en el mundo en desarrollo. Ante la todavía endeble maquinaria militar china lejos de su ámbito geográfico de referencia, alertan sobre la penetración económica como principal herramienta de dominación para construir su proyecto de hegemonía mundial.

ES una prueba más de que las potencias medias del G20 (en este caso Arabia Saudí) son cada vez menos subsidiarias de las grandes potencias del G7. China promueve mecanismos de cooperación y concertación regionales, pero se cuida muy mucho de pretender imponer su liderazgo político, lo que resulta muy atractivo para autocracias, dictaduras y teocracias (como los regímenes saudí e iraní). Este estilo contrasta con la retórica de valores y derechos del orden internacional liberal, propagada por Estados Unidos.

NO ES un refuerzo de ese eje del mal, concepto que lleva dominando el relato propagandístico en Washington desde Reagan. La incomodidad de los liberales en Washington con el régimen saudí es perfectamente resistible. Las relaciones bilaterales son a veces antipáticas, pero están bien ancladas en intereses compartidos. El trauma del 11-S dañó la reputación del Reino, debido a nacionalidad saudí de la mayoría de los secuestradores aéreos. El asesinato macabro del periodista opositor Jamal Khasshoggi sacudió la alianza. Biden dijo que convertiría a Arabia en un “estado paria”. Se tragó el sapo y viajó a Riad para escenificar una fase más fría de las relaciones bilaterales. El Príncipe (Rey in pectore) Bin Salman confundió al presidente norteamericano prometiéndole que abogaría por una política de despresurización de los precios del crudo, mientras pactaba otra cosa con Putin, amparado en las dinámicas del mercado.  Aunque Suzanne Maloney, vicepresidenta del Instituto Brookings y reputada experta en Irán, considere que este acuerdo con los ayatollahs “es un nueva bofetada de Bin Salman a Biden”, otros analistas son más sanguíneos. Como contó en su día el veterano negociador norteamericano en la zona Aaron David Miller, citando a un jeque del reino, los saudíes han decidido aplicar la poligamia que practican en su vida particular a las relaciones internacionales.

 

REFERENCIAS

“Saudi-iranian détente is a wake-up call for America”. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 14 de marzo.

“4 key take-aways from the China-brokered Saudi-iranian deal”. AARON DAVID MILLER. FOREIGN POLICY, 15 de marzo.

“With Saudi-Iran diplomacy, is China pushing the US aside in the Middle East? SIMON HENDERSON. THE HILL, 13 de marzo.

“China brokers Iran-Saudi Arabia détente, raisin eyebrows in Washington”. THE WASHINGTON POST, 10 de marzo.

“Saudi deal with Iran surprises Israel and jolts Netanyahu”. PATRICK KINGSLEY (Corresponsal en Jerusalén). THE NEW YORK TIMES, 10 de marzo.

“China plays Mideast peacemaker in U.S.’s shadow”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 12 de marzo.

“Chinese-brokered deal upends Mideast diplomacy and challenges U.S.” PETER BAKER (Corresponsal en la Casa Blanca). THE NEW YORK TIMES, 11 de marzo.

LA CARTA CHINA

8 de marzo de 2023

Desde el comienzo de la guerra en Ucrania y en cada una de sus fases subsiguientes, se ha considerado de enorme importancia la posición que adoptara China para orientar la evolución de los acontecimientos. En el momento actual, se especula con el posible suministro de armas chinas a Rusia, para ayudarle a desnivelar la situación bélica en su favor y propiciar así una posición favorable en unas eventuales negociaciones de paz, solución que defiende Pekín.

No hay, sin embargo, confirmación ni indicación alguna de que esta implicación china vaya a producirse. La fuente de la información es la inteligencia norteamericana, que, en todo caso, ha sido muy cauta en la formulación: en  Pekín “se está considerando”, ha venido a decir (1). Esta prudencia se debe a varias razones: el hermetismo en la cúspide del poder chino, las distintas valoraciones que la élite china pueda hacer de un paso tan arriesgado o los posibles errores de interpretación de las fuentes norteamericanas, como ha ocurrido en el pasado.

La posición china en la guerra participa de una cierta ambigüedad calculada, que combina firmeza y flexibilidad, tanto en las relaciones con Moscú como sobre el espacio de entendimiento con Occidente (2). Lo cual propicia interpretaciones diferentes en EE.UU, en función de los elementos de consideración y/o los prejuicios de cada cual.

Unos concluyen que China apoya decididamente a Rusia hasta donde puede, es decir, sin franquear el límite más allá del cual sería muy probable una confrontación directa con Occidente. Otros, estiman, por el contrario, que China sólo apoya a Rusia de forma retórica, como una especie de autoservicio, más por generar un factor de inquietud en el adversario occidental que para consolidar la operación rusa en Ucrania. A medio camino entre estas dos posiciones, se encuentran quienes opinan que la crisis de Ucrania no es de interés estratégico para la actual jerarquía china y, por tanto, su comportamiento efectivo es instrumental.

Nunca ha sido fácil interpretar la voluntad de los dirigentes chinos, pero una cosa parece clara: Pekín no se casa con nadie. Sus actuaciones en política exterior están determinadas por sus prioridades de política interna, que se resumen en la máxima imperante de convertirse en un país sin dependencias externas de ningún tipo y capaz de alcanzar los máximos objetivos de desarrollo y bienestar. La retórica exterior de China es generalista. Se asienta en este discurso básico: en el mundo multipolar deben convivir sistemas diferentes, cada cual con sus valores propios, sin tentaciones de un orden único supuestamente universal ni intentos de interferir en el modelo de cada cual mediante cualquier manera de presión.

La evolución del régimen chino del comunismo inicialmente militante y luego conservador al nacionalismo actual se corresponde con esa visión del mundo. Los objetivos comunistas no se abandonan por completo del discurso oficial, pero se ponen al servicio de la “rejuvenización” de la nación, no como orientación contrapuesta, sino como factor coadyuvante. En la construcción del capitalismo nacional se han sacrificado claramente principios de igualdad y justicia social, pero el régimen entiende que se trata de una fase necesaria para alcanzar unos niveles suficientes de autonomía que permitan, a medio plazo, la consecución de una sociedad igualitaria, en un mundo diverso y necesariamente conflictivo pero sin arruinar la estabilidad.

La crisis de Ucrania no es oportuna para los intereses chinos, porque ha generado problemas internacionales subsidiarios como la carestía de suministros en el mundo en desarrollo, que es un cliente prioritario de China, o una crisis energética que ha lastrado el crecimiento en Occidente, comprador ávido de los productos de la gran fábrica china, entre otros. Por si no fuera poco, la crisis bélica ha coincidido con el impacto del COVID. Después de una cadena de errores, motivados en gran parte, por la rigidez en el proceso de toma de decisiones de la jerarquía del poder, el abandono del “régimen de excepción” parece haber impulsado de nuevo al alza a la economía nacional. China, dicen algunos, está de vuelta.

Volviendo al asunto de las relaciones con Rusia, la retórica oficial ha construido un discurso de cooperación con el gran vecino del norte basado en dos asunciones fundamentales: una real y otra propagandística. La primera está basada en los intereses. En esa cooperación (que no alianza: este término nunca se emplea en Pekín), China juega con la ventaja de ser el socio fuerte. Su economía es veinte veces mayor. Su posición estratégica es dominante y creciente, mientras la rusa es defensiva y decreciente. El poderío militar es más parejo, pero China goza de unas condiciones favorables al crecimiento, mientras Rusia se aferra a unos recursos nucleares que sólo podrían servirle como último recurso, en situaciones extremas.

La mencionada retórica china ha codificado el tropo “amistad sin límites” para definir las relaciones con Rusia. El Kremlin es más entusiasta que Pekín, porque necesita más de esta cooperación bilateral, y más en las circunstancias actuales. Cada parte obtiene ventajas, pero los rusos evidencian una mayor dependencia. Tampoco es posible avanzar mucho más en la integración, aunque aparentemente las dos economías sean complementarias. Como dice Patricia Kim, investigadora del Instituto Brookings, cercano a los demócratas, hay límites claros en ese “partenariado sin límites” (3). Patricia Kim considera que, pese a las aparentes ventajas a corto plazo, esta asociación con Moscú terminará por lastrar las aspiraciones de China, porque perjudica la aspiración china de preservar la estabilidad global, condición necesaria para el avance de su penetración económica mundial. Es posible que así sea, pero el actual clima de confrontación entre Estados Unidos y China por la hegemonía mundial ha revalorizado el papel de Rusia para Pekín, en particular en el terreno militar. Prueba de ello es la intensificación de la cooperación militar bilateral en los últimos tres años (maniobras, mecanismos de consulta, foros de discusión estratégica, etc). En el ámbito económico, el partenariado presenta un desequilibrio notable. Según los últimos datos disponibles, China representa el 18% del valor del comercio ruso, mientras Rusia sólo supone el 2% de los intercambios chinos. El desequilibrio cualitativo es aún mayor. Rusia vende a China principalmente productos energéticos y materias primas, mientras que, en sentido inverso, se el mayor volumen de intercambio se centran en manufacturas de alto valor industrial y tecnológico. A medida que China se vaya orientando hacia la nueva economía ecológica, el bazar ruso le irá siendo menos atractivo, mientas que Rusia no tiene perspectivas de poder sustituir el mercado chino para su acuciante modernización productiva.

A corto plazo, como decíamos, hay un terreno de cooperación casi imprescindible: generar una zona de seguridad para la circulación financiera de ambos países, que pueden situarlos fuera de alcance del arsenal de sanciones occidentales. Moscú y Pekín han avanzado mucho en la creación de mecanismos financieros globales alternativos a los occidentales, como se ha visto en esta crisis de Ucrania: el impacto de la tenaza occidental sobre los activos rusos, aunque potente, ha sido menos devastador de los esperado en un principio.

China ha extraído lecciones de la respuesta occidental a la invasión rusa de Ucrania. Pero no sólo eso. La política Biden de reforzamiento del eje Indo-Pacífico y la cooperación militar de potencias aliadas en Extremo Oriente (la alianza AUKUS se perfila como una especie de OTAN asiática) ha encendido las alarmas en Pekín. La estimulación de esa “amistad sin límites” con Rusia puede ser todo lo discutible o irreal que se quiera, pero conlleva una indudable capacidad de intimidación.

Esta estrategia se toma en serio entre los círculos de poder norteamericano más pesimistas sobre la evolución de la conducta china. Los ‘halcones’ cogen vuelo en Washington, titulaba reciente una publicación especializada (4). El debate de los últimos treinta años entre la élite estratégica acerca de la política hacia China se escora hacia la confrontación. Y prueba de ello son los numerosos trabajos públicos que analizan en términos alarmistas la cooperación ruso-china como un banco de pruebas ante una intervención armada de Pekín contra Taiwán (5). Se minimizan datos objetivos, como la vinculación entre las economías china y norteamericana (occidental, en general), o se relativizan en beneficio de las cifras que anticipan la confirmación de  China como primera potencia económica mundial en el horizonte de mitad de siglo.

 

NOTAS

(1) “U.S. warnings to China on arms aid for Russia’s war portend global rift”. EDWARD WONG. THE NEW YORK TIMES, 19 de febrero.

(2) “China’s foreign minister warns of potential for conflict witn US and hail for Russia ties”. THE GUARDIAN, 7 de marzo.

(3) “The limits of the no-limits Partnership”. PATRICIA M. KIM. FOREIGN AFFAIRS, 28 de febrero.

(4) “Washington’s China hawks take flight”. ROBBIE GRAMER y CHRISTINA LU. FOREIGN POLICY, 15 de febrero.

(5) “China’s Ukraine peace plan is actually about Taiwan”. CRAIG SINGLETON. FOREIGN POLICY, 6 de marzo.

LA DOCTRINA BIDEN, A PRUEBA EN PALESTINA

1 de marzo de 2023

La situación en Palestina se degrada día a día. Para la mayoría de los observadores sobre el terreno, estamos ante el mayor riesgo de una escalada descontrolada de conflicto en más de veinte años. Desde la segunda Intifada no había un grado tan elevado de tensión y violencia.

Desde primeros de año se han disparado las alarmas. La represión israelí en la Cisjordania se ha recrudecido con el nuevo gobierno de Netanyahu y sus aliados de la ultraderecha religiosa y colonizadora. Las acciones armadas de los palestinos son replicadas con actuaciones combinadas del Ejército y de la fracción más violenta de los colonos. La impunidad se extiende y el primer ministro, con su habitual ambigüedad,  deja hacer o se ve superado por la escalada.

Las cifras son alarmantes. En los dos meses de 2023 han muerto por acciones violentas 63 palestinos y 13 israelíes; es decir, cinco víctimas palestinas por cada israelí. A este paso, en este año se superará el registro de 2022, que dejó 151 palestinos y 31 israelíes muertos (como se ve una proporción similar de bajas). Desde la segunda intifada no se habían producido tantos muertos. Cisjordania se encuentra en estado de ebullición, según Amos Harel, especialista en seguridad del diario de izquierdas Ha’aretz (1)

PROGROMO EN HUWARA

El pasado fin de semana tuvieron lugar los hechos más graves de las últimas semanas. Un desconocido mató a dos jóvenes colonos cerca del asentamiento de Har Bracha. A las pocas horas, unidades militares y bandas paramilitares de colonos asaltaron la vecina localidad palestina de Huwara con una brutalidad desmedida, incluso para los estándares de la zona. Un palestino que había estado en misión de socorro a las víctimas del terremoto de Turquía murió como consecuencia de las heridas de fuego recibidas. Otros cuatrocientos palestinos resultaron heridos. Más de doscientas casas y numerosos vehículos fueron incendiados (2).

La alarma generada hizo que se organizara una reunión de urgencia entre delegados del gobierno israelí y de la Autoridad palestina en Aqaba (Jordania). Se arbitró un compromiso de apaciguamiento. El primer ministro israelí hizo un llamamiento un tanto teatral a los colonos para que no se “tomaran la justicia por su mano”. Como gesto supuestamente conciliatorio, anunció la suspensión provisional de los permisos de construcción en las colonias. Pero, horas después, presionado por los radicales, se retractó. Un portavoz de las fuerzas de seguridad calificó los hechos de Huwara de ”acto terrorista”, pero no se han practicado detenciones. Según la publicación israelí +972, el Ejército impidió durante unas horas el acceso de servicios médicos, periodistas y socorristas palestinos. Días después del asalto era visible la presencia de colonos armados patrullando junto a unidades militares en las afueras.

Los graves acontecimientos de Huwara han provocado reacciones apasionadas y algunas incluso sorprendentes. Un editorialista conservador, espantado por la pasividad del Ejército, comparó lo ocurrido con la “noche de los cristales rotos”, el ataque de las fuerzas de asalto nazis contra comerciantes y viviendas judías en 1938 (3). No fue el único comentario de esta naturaleza. Varias organizaciones de derechos humanos han hablado de “progromo” (4). Recibieron este nombre los ataques mortales generalmente contra las comunidades judías en Europa central y oriental desde la Edad Media. La declaración de Tzvika Foghel, un diputado de Poder Judío, el partido extremista de los colonos, avala esta inversión de la analogía histórica. “Estoy muy satisfecho con lo ocurrido. Deseo ver a Huwara, cercada y en llamas”, dijo. Ni en los peores momentos de radicalización del movimiento colono, un responsable político se había atrevido a expresarse de esa forma.

Poder Judío  forma parte de la coalición de gobierno. Su líder, Itamar Ben Gvir, es el Ministro de Seguridad Nacional. Netanyahu le concedió prácticamente carta blanca en los territorios ocupados. No sólo niega los derechos palestinos, sino que propugna la anexión pura, simple e  inmediata de su tierra. En esto coincide con el Partido Sionista religioso, de Belazel Smotrich, que ocupa la cartera de Finanzas y propugna la orientación teocrática del Estado.

Las organizaciones israelíes de derechos humanos o de izquierda están espantadas por lo que ocurre. El Centro B’Tselem considera que el gobierno está inspirado por ideas supremacistas con un patrón claro de actuación: “los colonos perpetran los ataques, los militares los protegen y el gobierno los apoya. Es una sinergia” (5).

No es extraño, por tanto, que se hable ya de una “tercera intifada” palestina. Y si las dos anteriores surgieron sin un liderazgo inicial claro, en este caso podría ocurrir lo mismo, pero de manera aún más clara. En los últimos años han surgido grupos armados como las Brigadas de Jenin o Guarida del Léon ajenos a los grupos combatienes tradicionales (6). La Autoridad Palestina está completamente superada y desprestigiada debido a su inoperancia y pasividad cuando no servilismo e incluso complicidad con la represión israelí. Por no hablar de la extensión tentacular de la corrupción que gangrena sus actuaciones. Un escritor palestino ha calificado a la AP de “subcontratista del ocupante”.

LA TIBIEZA NORTEAMERICANA

La administración Biden se encuentra visiblemente incómoda por la deriva israelí. Pero es más que improbable que, salvo un descontrol absoluto, vaya más allá de recomendar moderación y control. Los acontecimientos del fin de semana sólo han merecido una escueta y comedida declaración del portavoz del Departamento de Estado: “Los Estados Unidos continuarán trabajando con israelíes, palestinos y nuestros socios regionales para restaurar la calma” (7).

En semanas anteriores, después de la intervención militar de enero en Jenín, tras un atentado palestino en los alrededores de una sinagoga de Jerusalén, el tono fue similar. Algo más enérgico fue el pronunciamiento con motivo del debate del proyecto de ley del gobierno para acabar, en la práctica, con la autonomía judicial. Pero nada hace indicar que Biden se decante por una condena rotunda, a pesar de que nunca ha habido en círculos judíos norteamericanos una corriente crítica tan fuerte y extensa ante lo que ocurre en Israel. El famoso lobby judío ha dejado de ser monolítico. Las jóvenes generaciones rechazan la evolución extremista y exigen el condicionamiento de la ayuda múltiple norteamericana al cumplimiento de unas normas básicas de convivencia y el respeto de los derechos de la población palestina.

Las fricciones norteamericanas con Israel se extienden también al frente exterior. Tanto el anterior gobierno de centro-derecha como el extremista actual se han mostrado ambiguos en el conflicto de Ucrania. La derecha israelí ha mantenido estos años un canal de entendimiento y colaboración con el Kremlin, para asegurar su capacidad de maniobra frente a sus enemigos regionales, Siria e Irán, el primero protegido y el segundo apoyado cada vez más por Moscú. Detrás de estas asincronías bilaterales, en la derecha israelí subyace la expectativa de cambio político en Washington. La vuelta de Trump sería lo ideal, pero se recibiría de buen grado a otro dirigente tipo Ron de Santis o cualquier otro que goce de los favores del movimiento evangelista, el más activo ahora en la protección a ultranza de los extremistas israelíes.

En estos momentos, cobra especial significación la denuncia que hace más de tres lustros hiciera el expresidente Carter, en su libro Palestine: peace nor apartheid (8), por el que recibió una avalancha de críticas e insultos. El presidente que forjó la paz entre Israel y Egipto, pero fracasó, como todos su antecesores y sucesores, en el arreglo de la cuestión palestina, se atrevió entonces a utilizar el término apartheid para definir las políticas de Israel en Palestina.

Joe Biden, congresista demócrata durante el mandato de Carter, ha presumido siempre de ser un amigo incuestionable de Israel, pese a ciertos desaires que le tributó Netanyahu cuando era número dos de Obama. Ahora que el actual presidente hace de la defensa de la democracia el faro de su doctrina de acción exterior frente a las amenazas de la autocracia en Rusia, China y otras zonas del mundo, la tibieza ante el comportamiento escandaloso de un aliado tan preciado como Israel supone una contradicción flagrante, otra más, entre la retórica de los discursos y la realidad incontestable de los hechos.  

 

NOTAS

(1) Citado en el resumen de prensa israelí. COURRIER INTERNATIONAL, 27 de febrero

(2) “’Never like this before’: settler violence in West Bank escalates”. BETHAN MCKERNAN. THE GUARDIAN, 27 de febrero.

(3) “Israel’s far-right government is at the heart of a surge in violence”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 28 de febrero.

(4) https://www.972mag.com/huwara-pogrom-settlers-elimination/

(5) https://www.btselem.org/

(6) “The third Intifada? Why the israeli-palestinian conflict might boil over, again”. DANIEL BYMAN (Profesor en la Universidad de Georgetown y director del Centro de Oriente Medio en la BROOKINGS INSTITUTION). FOREING AFFAIRS, 7 de febrero.

(7) “Revenge attacks after killing of israeli sttlers leaves West Bank in turmoil”.PATRICK KINGSLEY e ISAL KERSHNER. THE NEW YORK TIMES, 27 de febrero.

(8) https://www.simonandschuster.com/books/Palestine-Peace-Not-Apartheid/Jimmy-Carter/9780743285032