22 de marzo de 2023
El asunto que ha focalizado la
atención internacional de la cumbre entre los presidentes de Rusia y China de esta semana es el “plan de paz”
chino para Ucrania y la disposición rusa a aceptarlo como salida de una
operación fallida, al menos por ahora.
La iniciativa no parece tener mucho
futuro, al menos en sus términos actuales teniendo en cuenta el rechazo
occidental (más explícito el norteamericano) y la frialdad ucraniana. Los
famosos 12 puntos del documento chino (1), constituyen un despliegue de principios
generales que eluden el abordaje concreto de los asuntos más espinosos.
Lo que de verdad es relevante en
el cuadragésimo encuentro Putin-Xi es que se ha consolidado una relación bilateral
“sin límites”. El acuerdo más sobresaliente es el refuerzo de la cooperación de
energética. De aquí a finales de la década, Rusia duplicará el suministro de
gas natural a China mediante la construcción de un nuevo gasoducto siberiano.
Rusia compensa el boicot europeo y China se asegura energía para seguir
creciendo.
Desde fuera, hay dudas sobre la
naturaleza, significado y alcance de una convergencia lenta pero sostenida
durante la última década. Nadie la califica de alianza (ni siquiera los propios
interesados). Algunos aseguran que se trata de una entente circunstancial. Y la
mayoría se inclina por el socorrido mote de “matrimonio de conveniencia”.
Sea como fuere, el entendimiento
deja pocas dudas. Los contenciosos no han desaparecido, por supuesto, pero han
sido cuidadosamente relegados al plano técnico o diplomático, mientras se
acumulan las evidencias de cooperación en materia económica, tecnológica y
militar. Cada poco asistimos a un campo nuevo de interacción bilateral (2). Y
todo ello bajo la protección de una relación personal entre Putin y Xi que
ambos se empeñan en resaltar con cálidos gestos (3).
En todo caso, la química
entre ambos dirigentes sólo explica en parte este acercamiento chino-ruso, como
es natural. Lo contrario sería propio de un mal guion propio de la factoría
pseudo política de Hollywood. Hay factores objetivos que han favorecido esta
relación. El más decisivo ha sido la necesidad compartida de combatir la
hegemonía global de EE. UU.
Desde la disolución de la Unión
Soviética, Estados Unidos no ha dejado de justificar sus intervenciones
exteriores por la emergencia de supuestas “nuevas amenazas” para el “orden
internacional”. En los años 90, la preocupación dominante era el riesgo de caos
en el espacio postsoviético y las consecuentes rivalidades étnico-nacionalistas
en Eurasia. Después del 11-S, el enemigo principal fue el extremismo islamista,
cuyos orígenes Washington había cebado en los ochenta, como un ariete contra la
“al avance soviético hacia las aguas calidas de Asia”. En la segunda década del
siglo, el peligro aducido era el auge económico y tecnológico de China,
fundamento de un incipiente y exagerado fortalecimiento militar.
Los estrategas belicistas en
Washington aspiran a replicar la victoria sobre la URSS, atribuida a la apuesta
armamentista de Reagan y al conservadurismo de los ochenta, mediante una
revisión adaptada a los tiempos, pero escasamente crítica de los errores y
abusos cometidos.
LA ADICCIÓN NORTEAMERICANA A LA
PRIMACÍA
Al cumplirse el vigésimo
aniversario de la invasión norteamericana de Irak, medios generalistas y
especializados han llenado sus páginas con artículos y análisis de fondo. Unos
aún la justifican, aún admitiendo errores de juicio o equivocaciones palmarias.
Otros se apuntan al rechazo, en contraste con la práctica unanimidad favorable
que dominó el debate público en 2003 (4).
Entre todo lo publicado destaca
un notable artículo de Stephen Wertheim (5). Este investigador del Instituto Carnegie y profesor en Yale resume la
tesis desarrollada en su libro sobre la “patología de la primacía” (6). En su
opinión, la mayoría de las críticas sobre la invasión de Irak eluden la
adicción supremacista que nunca ha dejado de dominar el pensamiento estratégico
bipartidista norteamericano.
Este designio encontró cierta
resistencia en los otros polos debilitados del equilibrio mundial desde el
comienzo de la posguerra fría. Wertheim evoca un documento chino-ruso de
1997 (una carta conjunta al Consejo de Seguridad de la ONU), en el que ambas
potencias advertían que “ningún país debe pretender la hegemonía, incurrir en
políticas de poder o monopolizar los asuntos internacionales”. Por entonces,
Putin era un oscuro asesor en el Kremlin y Xi Jinping un dirigente local en una
provincia costera frente al estrecho de Formosa. En Moscú aún dictaban la
política oficial los fervientes seguidores del capitalismo neoliberal y en
Pekín se concentraban en sacar al país del atraso y la pobreza.
Lo que Rusia y China anticipaban
ya en plena expansión del mundo unipolar tenía poco que ver con el “desafío de
las autocracias” a las democracias, el moto de moda ahora en Washington,
y mucho con la percepción de una hegemonía sin resistencias de un Estados
Unidos triunfal. Para esa fecha, la expansión de la OTAN hacia el Este estaba
en marcha y hasta el dócil Yeltsin se removía con incomodidad en su sillón.
La falsa resolución de las
guerras yugoslavas, con EE.UU. como justiciero internacional, y la penalización del despegue chino bajo el
pretexto de la represión tras la revuelta de Tiananmen favorecieron el inicio
del acercamiento chino-ruso, aunque ambas partes aún estuvieran muy lejos de
canalizar sus disputas bilaterales.
La orquestada “guerra global
contra el terrorismo” congeló durante un tiempo la reconciliación entre Pekín y
Moscú. Después de todo, tanto chinos como rusos se habían despachado a gusto
contra sus propias insurrecciones islamistas: brutal supresión del separatismo
checheno y represión sin contemplaciones de la resistencia musulmana en Xinjiang.
Putin ayudó a facilitar el uso de bases en los países exsoviéticos de Asia
Central para el despliegue bélico de Estados Unidos en Afganistán. El presidente
ruso se mostró contrario pero no demasiado hostil a la falsedad que legitimó la
invasión de Irak. China fué mucho más reticente, porque avizoraba ya el peligro
de una hegemonía norteamericana reforzada.
El choque de la ”primavera árabe”
encendió todas las alarmas en Moscú, primero, y luego en Pekín. La caída de
Mubarak en Egipto dejó parcialmente indiferente a los rusos, porque ese dictador
no era de los suyos. Pero cuando el objetivo se puso en la Libia de Gaddaffi,
régimen no aliado pero instrumental para Moscú, se precipitaron las
hostilidades. Más tarde, en Siria, ese sí un aliado estable y duradero del
Kremlin, ya no hubo manera de concertar los intereses de Rusia y Estados
Unidos, salvo para “salvar la cara” de Obama tras el resbalón de las “líneas
rojas” (la supuesta utilización armas química por parte del régimen de Assad).
Para China, el sobresalto árabe,
en su primera fase, fue otra demostración de la voluntad de Washington de
consolidar sus posiciones hegemónicas en Oriente Medio, sin alterar ninguna de
las causas reales de la conflictividad regional. Esa era la percepción
dominante en Pekín en 2013, cuando llega a poder Xi Jinping, impulsado por una
visión menos complaciente con EE.UU.
Trump pudo haber torcido la
convergencia chino-rusa, con sus halagos e indulgencias hacia Putin y su torpe
agresividad mercantil contra Pekín. Pero su propia inconsistencia y la presión
del establishment modelaron sus caprichos hacia la verdadera
preocupación de las élites en Washington: las amenazas del auge chino y el
peligro del revisionismo ruso.
UN OBJETIVO COMÚN
Lo que Putin y Xi intentan ahora
es hacer más difícil el designio exterior de Estados Unidos. La retórica que
emplean es tan falsa o tan interesada como la empleada por Washington para
legitimar su política de primacía global (por seguir utilizando el término de
Wertheim). Ni la “paz mundial”, ni la “autonomía de las naciones” es lo que
importa a los líderes ruso y chino, sino la preservación de los intereses de
las élites a las que representan y en cuyo poder se asientan.
La relación “sin límites” en
Pekín y Moscú no tiene mejor aliado que la adicción de los centros de poder
norteamericanos a nociones como “nación indispensable”, heredera de aquella otra
del “destino manifiesto”, que han consistido y consisten en blindar sus
intereses globales bajo la cobertura del discurso liberal, que hace aguas en su
propio país. La democracia norteamericana es la más tramposa y la que goza de
menos respaldo electoral de todo el mundo occidental, con un subsistema
electoral decimonónico, un juego político esclerotizado y dominado por los
intereses corporativos y unos medios de comunicación que, en su gran mayoría,
focalizan sus críticas en aspectos secundarios e ignoran los determinantes.
Xi y Putin no son Mao y Stalin,
que forjaron una alianza euroasiática comunista frente a la dominación
capitalista. China y Rusia viven bajo formas diferentes de un cierto
capitalismo de Estado que aprieta e instrumentaliza pero no ahoga la iniciativa
privada. La pelea es de otra naturaleza. Asistimos al regreso de la lucha entre
grandes potencias (great powers competition) que han sacudido al mundo
desde siempre. La dupla chino-rusa es un obstáculo muy serio a la unipolaridad
norteamericana. Por eso podría ser, como dicen los propagandistas chinos, “más
sólida que una montaña”.
NOTAS
(1) https://www.fmprc.gov.cn/mfa_eng/zxxx_662805/202302/t20230224_11030713.html
(2) “What
does Xi Jinping want from Vladimir Putin”. THE ECONOMIST, 19 de marzo.
(3) “’He is my best friend’: 10 years of
strengthening ties between Putin and Xi”. HELEN DAVIDSON. THE GUARDIAN, 21
de marzo.
(4) “Iraq, twenty years later”. JOOST
HILTERMANN. Director del programa de Oriente Medio y África. INTERNATIONAL CRISIS GROUP, 16 de
marzo; “After Iraq:
How the U.S. failed to fully learn the lessons of a disastrous intervention”.
MICHAEL WAHID HANNA. INTERNATIONAL CRISIS GROUP, 21 de marzo; “The lessons
no learned from Iraq”. MICHAEL HIRSH. FOREIGN POLICY, 17 de marzo; “Why the Press failed on Iraq”. JOHN WALCOTT. FOREIGN
AFFAIRS, 19 de marzo”.
(5) “Iraq and the pathologies of Primacy. The
flawed logic that produced the war is alive and well”. STEPHEN WERTHEIM. FOREIGN
AFFAIRS, 17 de marzo.
(6) “Tomorrow, the World. The birth of U.S.
Global Supremacy”. STEPHEN WERTHEIM. HARVARD UNIVERSITY PRESS, 2020. https://www.hup.harvard.edu/catalog.php?isbn=9780674248663
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