30 de marzo de 2023
En plena batalla propagandística sobre
el choque sistémico entre democracia y autocracia que confunde los análisis de
la guerra en Ucrania y prejuzga la contienda diseñada entre Occidente y China, las
disfuncionalidades de los sistemas políticos en algunas democracias hacen chirriar
el discurso oficial.
Francia e Israel viven crisis
sociales mayores, protestas callejeras de gran amplitud y notables
consecuencias para el provenir de sus respectivos equilibrios políticos. Los
casos no son semejantes, ni siquiera comparables. Pero ambos reflejan las
contradicciones del sistema representativo liberal y una fragilidad que sus defensores
se resisten a reconocer.
No por casualidad, las élites
políticas en cada caso apelan a la democracia para justificar unas decisiones
que, en realidad, ignoran las necesidades de las mayorías. Hay un componente de
cinismo, pero también una debilidad estructural del sistema.
FRANCIA: UNA CONSTITUCIÓN DISCUTIDA
En Francia, un gobierno
minoritario se vale de una herramienta constitucional para imponer una reforma,
la del sistema de pensiones, que incidirá seriamente en las condiciones de vida
de los ciudadanos. En Israel, una coalición ultraconservadora pulveriza en la
práctica uno de los pilares del sistema democrático como es la supuesta
separación de poderes, mediante el control de la justicia por una eventual
mayoría parlamentaria.
No hay, en ninguno de los casos,
una vulneración estricta de la legalidad. Si se permite el tropo, hay un abuso
de legalidad, o dicho de manera más prudente, el uso excesivo de las
atribuciones legales para resolver un pulso entre los poderes del Estado.
En Francia, se trata de un
párrafo de un artículo constitucional (el 49.3), que garantiza la preminencia
del ejecutivo sobre la pluralidad representativa expresada en la Asamblea
Nacional. Estamos hablando de un recurso legal que se introdujo en la
arquitectura constitucional de la V República en 1958, cuando De Gaulle fue
llamado de nuevo como “hombre providencial” para sacar a Francia del marasmo de
Argelia y el bloqueo partidista.
Desde entonces ha cambiado
profundamente el entorno internacional y, por supuesto, la propia Francia. La
Constitución ha cumplido 64 años, ¿no es tiempo de jubilarla?, decía hace poco
con sarcasmo un conocido un prestigioso constitucionalista (1). Pero en más de
seis décadas no se ha querido modificar este y otros preceptos que blindan la
autoridad presidencial. Las élites francesas se han sentido a gusto con un
instrumento valioso en caso de necesidad. Nunca ha existido el consenso
necesario para eliminarlo o hacerlo menos estruendoso. Francia ha demostrado
poder digerir experiencias políticas tormentosas como la cohabitación entre el
Presidente y una mayoría parlamentaria de signo político diferente, sin poner
en peligro la denominada como “opción nuclear” del sistema político.
El actual gobierno es una
combinación entre la emanación de la voluntad presidencial y la debilidad de una
posición dividida. El jefe del Estado es un liberal alejado ideológicamente del
fundador de la V República, pero ha utilizado uno de los recursos de éste sin
empacho alguno. Su gobierno, o el gobierno que él ha nombrado, ha acudido 11
veces al 49.3 en menos de un año de andadura, y no para cuestiones menores,
sino para, a falta de mayoría o ante la duda de no obtenerla, sacar adelante
los presupuestos generales del Estado, cambios en la ley de la Seguridad social
o la mencionada y muy contestada reforma de las pensiones.
En una de esas batallas doctrinales
que tanto le gusta entablar, el presidente Macron se ha mostrado desafiante ante
el reto de la ciudadanía contestataria. A pesar de presentarse como un
dirigente renovador y reformista, sus argumentos han sido tradicionales y políticamente
muy convencionales. Frente a la agitación social, el principio de autoridad y
el formalismo de la normas legales (2). Es un libreto habitual en Macron. Lo
empleó ante la revuelta de los gilets jaunes, para parapetarse detrás de
la legitimidad republicana, evadiendo la cuestión de la justicia social. Después
de esa crisis, Macron quiso restañar su deteriorada imagen de reformista lanzando
una consulta popular sobre las necesidades y preocupaciones de los franceses.
Es decir, en el fondo, un recurso de autoridad presidencial sobre las espesas
cotidianidades del esclerotizado sistema político francés. El ensayo se quedó en
nada o en casi nada.
Con la reforma de las pensiones
ha ocurrido otro tanto, pero en peores condiciones, porque le faltaba al Presidente
la mayoría parlamentaria de la que entonces si disponía. Para proteger su
figura o su función, encargó el dossier a su primera ministra fusible, una tecnócrata
como él, ambos cooperadores en el anterior gobierno socialista de la facción más
moderada o liberal. Elisabeth Borne ha interpretado fielmente la voluntad del
Eliseo de no ceder, de no hacerse pequeña, de no incurrir en el complejo del
déficit democrático. El discurso es conocido porque pertenece a la biblia tecno-burocrática
que el neoliberalismo ha usado durante los últimos cuarenta años: hay que hacer
lo necesario pese a las presiones demagógicas. El Estado no puede sostener unos
beneficios como los contemplados en el sistema actual durante mucho más tiempo.
En ningún país se repite el actual modelo francés. En nombre de la eficacia y
la sostenibilidad, se aborda la operación quirúrgica con la que debe sanarse el
sistema.
La calle no ha comprado el discurso,
en parte porque cuesta renunciar a una conquista social, naturalmente, pero
sobre todo porque Macron y sus gobiernos arrastran una trayectoria de
beneficios a los ricos, incluidas las grandes fortunas, y de erosión de los intereses
populares. Macron ha hecho poco para desprenderse de esa imagen de elitista
insensible ante las necesidades de las mayorías sociales, mientras propaga
grandes proyectos nacionales e internacionales desde su torre de marfil (3).
La paradoja de la democracia
francesa es peculiar, pero no muy distinta de la norteamericana o de cualquier
otra occidental. Se trata de un sistema político basados en normas funcionales
más que en respuestas a necesidades ordinarias de la gente. La democracia se ha
convertido en una mal menor, una codificación convencional de la convivencia
pública a la que ya no se le exige resultados prácticos. Por eso se desiste de
ella, por lo general de forma pasiva, por abstencionismo o por rutina. De
cuando en cuando, el ciudadano díscolo se ampara en la lista de derechos formales
para protestar ruidosamente contra la dura realidad del día a día.
Con la crisis de las pensiones,
se ha puesto fin al “macronismo original”, decía recientemente un cronista
político de LE MONDE (4). El diagnóstico quizás sea demasiado benigno. Y tardío:
los franceses habían dejado de creer en él al privarle de una mayoría sin la
cual ha tenido que refugiarse en el uso abusivo de la autoridad para gobernar.
ISRAEL: LAS PARADOJAS INSTITUCIONALES
El caso israelí es más dramático.
Durante décadas, la democracia presumía de su espléndida soledad en un entorno
de dictaduras y autocracias. La ilusión de la democracia israelí se basaba en
un sistema electoral representativo puro, sin correcciones ni trucos para cocinar
mayorías en nombre de una supuesta gobernabilidad. Para muchos, una ingenuidad
desprendida de los orígenes del Estado, como esa utopía igualitaria de los kibutz.
Con los años, el fragmentado panorama político israelí se ha convertido en
una trampa. Las minorías sociales pero sobre todo religiosas (sionistas o anti
sionistas) han utilizado su poder de bisagra para debilitar o condicionar a las
dos familias tradicionales del sistema político: conservadores y laboristas. Hoy
en día, los primeros son marginales y han dejado de ser opción de gobierno. Los
segundos se han ido radicalizando. O peor, se han envilecido, al entregarse a
la fortuna electoral de un político demagogo como Benjamin Netanyahu, carente
de escrúpulos para proteger sus intereses particulares (5). Las disensiones en
la derecha han tenido corto vuelo, entre otras cosas porque han surgido casi
siempre de rupturas o rivalidades personales con el gran líder.
Pero, en realidad, la causa más
profunda de la ulceración de la democracia israelí es la que más cuesta
admitir: la ocupación de los territorios palestinos. Salvo algunos grupos
críticos muy minoritarios, la sociedad israelí no ha querido ver ni escuchar.
La bomba demográfica ha creado una angustia sobre el futuro y una hipoteca del
presente. La democracia se ha ido vaciando de contenido al vulnerar
enconadamente los derechos palestinos. Ahora se ha llegado al extremo. El actual
gobierno está condicionado por unos partidos dominados por colonos extremistas y
religiosos decididos a negar incluso la existencia de ese pueblo sometido (6).
Netanyahu coquetea con esta
deriva teocrática del Estado con la imprudencia del equilibrista (7). Cree
poder controlar a los extremistas, con tal de que le presten sus votos para imponer
una reforma judicial que permitirá anular sentencias incómodas o indeseadas, basándose
en que la autoridad de los diputados emana del pueblo. A nadie se le oculta que
se trata de un atajo temerario para neutralizar tres procesos que pesan sobre
él por corrupción y abuso de poder.
La amplitud de la respuesta crítica
ha sido inesperada. El primer ministro creía que la izquierda o incluso los liberales
no tendrían capacidad para tanto. Pero no contaba con el activismo del Ejército,
que es la institución más prestigiosa del Estado, por encima de los jueces. La
milicia es una institución popular, porque nadie es ajeno a ella: pobres o
ricos, conservadores, liberales o progresistas, hombres o mujeres (8). Netanyahu
tenía motivos para no recelar del Ejército. Desde la primera Intifada
palestina, a finales de los ochenta, los militares han sido la punta de lanza
de la represión. Las normas de procedimiento de sus actuaciones han sido cada
vez más laxas; los abusos, más frecuentes.
Pero una cosa es el desigual
combate contra los palestinos y otra la claudicación de sus funciones no escritas
como garantes de un tipo de Estado, formalmente democrático. Cuando el ministro
de Defensa sacudió la cohesión gubernamental al demandar la retirada de la
reforma judicial, Netanyahu se apresuró a cesarle, para demostrar que nadie
puede ganarle un pulso de poder. Las reacciones se produjeron en cascada. Desde
los uniformados arreció el malestar. Y el padrino norteamericano se sumó a la
contienda.
Aunque el primer ministro se ha
puesto tieso con Biden, apelando a la soberanía nacional, es evidente que su
decisión de paralizar la reforma y entablar negociaciones con la oposición se
deben al mensaje inhabitualmente seco de la Casa Blanca, donde llevan meses alarmados
por lo que ocurría en Israel, en un momento especialmente inoportuno (9). Frente
a los desafíos directos e indirectos de la entente ruso-china se quiere hacer gala
de exhibición democrática, con ceremonias como la Cumbre internacional de estos
días en Washington.
Resulta sin embargo paradójico
que Biden regañe a Netanyahu por su pretensión de doblegar a los jueces. El
presidente norteamericano nombra a los magistrados más influyentes (los del Supremo
y los federales), en teoría conforme a su competencia, pero en realidad por afinidad
ideológica, aunque debe contar el aval del Senado. La división de poderes en
Estados Unidos es formal, porque enmascara la hegemonía del ejecutivo, a su vez
reflejo de la verdadera fuente de poder político que es la capacidad económica
para hacer funcionar la maquinaria política.
NOTAS
(1) “Il faut arrêter le bricolage.
Le momento est venu de changer de Constitution”. DOMINIQUE ROUSSEAU. LE
MONDE, 13 de marzo.
(2) “Réforme des retraites: la
posture securitaire de Emmanuel Macron fase au mouvement social”. IVANNE TRIPPENBACH. LE MONDE, 23
de marzo; “The trouble with Emmanuel Macron’s pension victory”. THE ECONOMIST,
23 de marzo;
(3) “Macron faces an angry France alone”, ROGER
COHEN. THE NEW YORK TIMES, 18 de marzo.
(4) “La crisis des retraites
signe la fin du ‘macronisme original’”. MATTHIEU GOAR. LE MONDE, 28 de
marzo.
(5) “Netanyahu’s party consists primarily of
extremist ideologues”. JULIA AMALIA HEYER. DER SPIEGEL, 14 de febrero.
(6) “Belazel Smotrich, le colon
radical qui impose sa marque au gouvernment israélienne”. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 7 de marzo.
(7) “The end of Israeli Democracy”. ELIAH
LIEBLICH y ADAM SHINAR. FOREIGN AFFAIRS, 8 de febrero.
(8) “Netanyahu’s legal crusade is sparking a
military backlash in Israel. AMOS HAREL (analista militar del diario de
izquierdas HAARETZ). FOREIGN
POLICY, 23 de marzo. “How
an elite israeli comando built a protest movement to save his country”. YARDEN
SCHWARTZ. THE ECONOMIST, 27 de marzo.
(9) “Israel’s majoritarian nightmare should be
a US concern”. NATAN SACHS. BROOKINGS, 23 de febrero.
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