HOLLANDE: LO MÁS IMPORTANTE NO ES GANAR



                El triunfo de François Hollande en la primera vuelta de las elecciones francesas ha sido exigua y no del todo convincente. El punto y medio de ventaja sobre Nicholas Sarkozy no abona una excesiva confianza en la victoria definitiva. Y, lo que es peor, tendrá que afrontar una recta final de campaña llena de peligros y tentaciones. Peligros: las trampas de su rival, que juega con el aparato institucional a su favor. Tentaciones: la de reconquistar  el componente, obrero, trabajador, popular, del Frente Nacional, lo que obligará a desfigurar su mensaje. Como ha ocurrido con las insinuación sobre el voto de extranjeros.

                    LIGERO DOMINIO DE LA DERECHA

                Como decía recientemente un sociólogo galo, la primera vuelta de las elecciones francesas es tiempo de posiciones; la segunda vuelta, de decisiones. Pues bien, la foto fija de las posiciones no muestra un vuelco. El voto de derechas ha sido más numeroso que el de izquierdas: 47 frente a 43 por ciento. Con una tasa de participación superior al 80% (no más alta que las anteriores, pero envidiable para España), no cabe creer en el abstencionismo endémico de algunos sectores progresistas. Es algo más. O algo distinto que eso. El mensaje de izquierdas se echa más en falta, justo cuando más necesario parece. Francia no es una excepción, a pesar de la falsa creencia que suele situar en el país vecino el depósito de los valores de progreso.
                En ese sentido, la elección secundaria, el duelo de 'teloneros' entre Marine Le Pen y Jean-Luc Melenchon se ha zanjado con victoria de la primera por más de siete puntos (18 frente 11 por ciento) No es que tal resultado constituya propiamente una sorpresa. De hecho, algunos sondeos extremadamente optimistas sobre el 'flamboyante' líder de la izquierda habían sido puestos en cuestión por observadores más cautelosos. El acariciado 15% se ha visto rebajado, a la hora de la verdad, en casi cuatro puntos menos y siete por debajo de la 'outsider' más exitosa.

                  FRENTE NACIONAL: ENTRE LA CONTESTACION Y LA INFLUENCIA

                El resultado tan comentado de Marine Le Pen no es ni tan magnífico ni tan sorprendente como pretenden algunos comentaristas. La máxima dirigente actual del FN apenas ha superado en un par de décimas el resultado de su padre en la primera vuelta de 2002. Pero entonces, Jean Marie obtuvo la segunda plaza, desplazando de forma humillante a Lionel Jospin, un candidato honesto del PSF, aunque con demasiados enemigos en el interior de su partido (incluso, a veces, él mismo). La ultraderecha francesa se institucionalizó en los últimos años, por su poder municipal y por su capacidad para influir en el alma y en la política pragmática de la derecha pos-gaullista, neoliberal, globalizadora. Marine Le Pen, antes y durante la campaña, tuvo la habilidad de recuperar el tono antisistema que constituía la esencia originaria del partido, pero, sin desprenderse de la capacidad de influir en la basculación de ese mismo sistema, en proceso de desprestigio.

                EL 'TODO O NADA' DE SARKOZY

                Sarkozy pierde, pero conserva algunas de sus opciones para continuar mandando. Necesita enfangarse en un discurso contradictorio, demagógico y alborotado, para quebrar la confianza en su rival socialista. No parece haber muchas dudas en que lo hará, si cree que tiene algunas posibilidades de invertir la tendencia en su favor. Por eso quiere todos los debates posibles: para provocar errores de Hollande.
                En los últimos meses y durante la campaña propiamente dicha, Sarkozy, fiel a su oportunismo, adoptó algunas propuestas poco consistentes con las políticas de austeridad que había adoptado -por convicción o por su alianza de conveniencia con la canciller Merkel. Decidió atajar la progresión de Hollande con esta idea: 'yo también soy capaz de saltar el charco de la recesión, pero con más experiencia/solvencia que mi rival'. Sin contraer riesgos. Sin asustar a los ´mercados´. Haciendo valer su interlocución con la 'dama de hierro' alemana. Y, al mismo tiempo, ganarse a los votantes del Frente Nacional más alarmados por el giro a la izquierda, con el señuelo de que a veces hay que optar lo malo para evitar lo peor.  

                PERDONES Y RECOMPENSAS     

                Lo más obvio es que el presidente saliente necesita que le 'perdonen' no sólo los votantes del Frente Nacional. También los moderados del MoDem. No tendrá que improvisar. Lleva meses preparándose para esa estrategia de combatir en dos frentes y combinar mensajes contradictorios, de templanza y radicalismo, de tolerancia e intransigencia, de europeísmo blando y antieuropeísmo duro.
                El líder centrista Bayrou ha sido cauto y no ha dado instrucción de voto a sus electores después de su discreto -aunque esperado- nueve por ciento. Los votantes centristas son más de derechas que de izquierdas, eso hay que tenerlo claro. Si votan a Hollande no será tanto por simpatías ideológicas o cercanías programáticas, aunque el vencedor provisional haya vivido siempre en las latitudes más templadas del socialismo francés.  Será más por rechazo a Sarkozy, a su estilo, a su desprecio de estos años por sus 'primos' del centro-derecha. Con su inhibición, Bayrou se deja querer ante posibles ofertas, sin descartar la de convertirse en inquilino del Hotel Matignon (Jefatura del Gobierno).

                 FIERAMENTE, HOLLANDE

                Después de veinte años de larga, penosa y por momentos poco edificante travesía del desierto, los socialistas podrían, por fin, colocar en el Eliseo a uno de los suyos. No precisamente al más carismático o ilusionante. Pero si, seguramente, al más táctico. Otro signo de los tiempos.
                En los perfiles que hemos leído durante las últimas semanas hay una coincidencia en resultar su condición de hombre tranquilo. O su pragmatismo. Hollande le ganó el liderazgo a Martine Aubrey, una socialista con referencias más clásicas. Las querellas fratricidas del socialismo francés habían devaluado notablemente el debate de ideas. Hollande emergió como una respuesta moderada. En otras palabras, ganó la interna, porque se le percibió con más posibilidades de triunfar en la grande. De hacerse con la presidencia y poner fin a una deriva que parecía devolver a Francia a los tiempos de la Cuarta República en que se antojaba imposible un triunfo electoral de la izquierda.
                Lo más importante no es ganar. Cualquier dirigente o militante socialista consideraría absurda esta afirmación. Después de todo, ¿no se eligió a Hollande para ganar? ¿no era la mejor opción para hacerse con el voto de la clase media francesa, harta de los excesos 'sarkozianos'?. El candidato socialista también ha revisado sus posiciones originales. Con el pronunciado acento en favor de las políticas de estímulos económicos, de empleo público, de intervención estatal sin complejos, ha virado a la izquierda. Pero no sólo eso: se ha diferenciado claramente del oportunismo de Sarkozy.
                El malestar que ronda en torno a Hollande es que, aun cuando consiga finalmente capitalizar el rechazo de centristas y ultraderechistas a Sarkozy y ganar la presidencia, no está garantizado que pueda hacer lo que asegura que hará. Es posible que renuncie a ello una vez que se siente en el Eliseo. Que la hostilidad del entorno se lo trague. Que tenga que guardar en el cajón algunas de sus recetas heterodoxas para favorecer el crecimiento porque el ejército sombrío de especuladores acose a un sistema bancario que presenta importantes debilidades.
                Hollande puede convertirse con un avatar de Obama, encerrando en su laberinto, sometido a una cohabitación infernal (más aún que la de su colega estadounidense), cortocircuitado por la tecno-burocracia de Bruselas, la intransigencia de Berlín y las recetas fracasadas de Francfurt.  Eso si no termina preso de la propia debilidad de sus convicciones. Sería lo peor que pudiera pasarle a la esperanza socialdemócrata. Mucho peor que perder sería decepcionar, fracasar o diluirse, una vez más, en un mandato sin identidad. Gestionar sin gobernar, sin hacer política. Capear el temporal esperando que pase lo peor de la crisis, minimizando el desgaste, invocando lo inevitable, la 'real-politik'. El destino trágico del socialismo europeo en tiempos de crisis.

EL MALVINAZO Y LA HIPOCRESÍA

 19 de abril de 2012

 La expropiación de Repsol-YPF por el Gobierno argentino ha desatado más excesos de los convenientes: verbales, gestuales y políticos. A la espera de las decisiones más cabales y racionales, casi todas las partes han dado rienda suelta a comentarios y valoraciones demagógicas, emocionales o presuntamente patrióticas y poco alentadoras. En estas cuestiones de conflictos entre gobiernos y empresas se produce, con bastante frecuencia, una incongruencia irritante. Cuando soplan vientos favorables y todo son ganancias, los dividendos se incrementan y las retribuciones de ejecutivos se multiplican, se quiere a los gobiernos -de cualquier signo y nacionalidad- lo más lejos y despistados que resulte posible y presentable. En cambio, cuando se tuerce el rumbo y todo lo que subía exponencialmente empieza a bajar siquiera ligeramente, se convoca al Gobierno más a mano, por supuesta adscripción nacional o por simpatías interpuestas, para que acuda(n) al rescate. Por ello, conviene una posición cauta y hasta escéptica. Las evidentes motivaciones oportunistas del Gobierno argentino son tan lamentables como las manifestaciones de orgullo herido, de indignación nacional o de atropello que se han escuchado de este lado.
Produce cierta incomodidad que, en casos como éste, se confunda con absoluto desparpajo los intereses de una compañía privada con los intereses generales. No se trata de inhibirse irresponsablemente. Pero se roza la gazmoñería cuando la lesión que ha podido causarse a unos particulares se convierta en afrenta nacional. Ni todos los españoles nos beneficiamos directa o indirectamente de las suculentas ganancias acumuladas por Repsol en su negocio argentino, ni nos veremos perjudicados dramáticamente ahora.

Si Repsol ha sido agredida, debe defenderse con los abundantes bazas de que dispone: una legislación internacional (muy favorable, por cierto, a los intereses de las compañías transnacionales), unos equipos jurídicos a los que hay que presumir competencia y sagacidad, y una experiencia en el terreno de la supervivencia en aguas difíciles, como se le supone a cualquier entidad de esa dimensión en el mundo de los negocios.

LAS OBLIGACIONES DEL GOBIERNO RAJOY

De las reacciones oficiales españolas, hay algunas que resultan reprochables. En primer lugar, las amenazas ambiguas rematadas con un estrambote que negaba la intencionalidad de la propia amenaza. “Las medidas se toman pero no se anuncian”, dijo la vicepresidenta Sáenz de Santamaría el pasado viernes. En sus palabras se advierte cierta tensión contradictoria. En su gestos, no reproducibles aquí, se apreciaba una clarísima intención intimidatoria; al cabo, ineficaz, como se ha visto.

Confirmada la resolución expropiatoria, el Gobierno adoptó una actitud más cautelosa. O bien porque reflexionó, o bien porque, después de todo, las ‘medidas no anunciadas’ no estaban del todo maduradas. Inmediatamente después, al calor de la reacción pública, alentada por encendidas valoraciones de editoriales, comentaristas y tertulianos, -también por chocantes declaraciones solidarias de amigos latinoamericanos de conveniencia-, se atisbó un cierto envalentonamiento de algunos titulares gubernamentales.

De todas las manifestaciones de desagrado y malestar, lo más chocante ha resultado los reproches, primero contenidos (Ministro Margallo) y luego explícitos (Ministro Soria) a la Administración norteamericana. ¿Se esperaba escuchar en Washington tambores batiendo en defensa de intereses corporativos ‘españoles’ solo porque desde aquellas latitudes se proclama por defecto la primacía de los negocios por encima de cualquier otra consideración? Esta pretensión resulta cuando menos ingenua. Como han señalado THE NEW YORK TIMES o el WALL STREET JOURNAL, intereses petroleros norteamericanos se suman a los chinos en el merodeo de los recursos energéticos argentinos.

El Gobierno español representa los intereses generales de los españoles, también de los accionistas de Repsol-YPF, pero cualquiera de las acciones legítimas que adopte para defenderlos no puede perjudicar a la inmensa mayoría de los nacionales que no han resultado directamente lesionados por la expropiación de la empresa. Eso parece obvio, pero no lo es tanto, a juzgar por la temperatura que marcan los termómetros políticos y mediáticos.

UNA DUDOSA RESTITUCION

La privatización de YPF y su adquisición por Repsol, a finales de los noventa, por decisión del Gobierno liquidador del nominalmente peronista Carlos Menem, formó parte de uno de los mayores expolios de la reciente historia argentina. Las privatizaciones acontecidas durante las últimas tres décadas de arremetida neoliberal -en América Latina y en los antiguos países comunistas, por citar sólo los casos más sangrantes- presentan muchos casos de lesión indiscutible de los intereses generales en los lugares donde se produjeron. La mayoría de los gobiernos o de sus exponentes políticos miraron para otro lado o fueron cómplices. Por no hablar de los portavoces de todas las clases en medios de comunicación, instituciones y empresas.

En cuanto al Gobierno argentino, qué duda cabe que resulta indisimulable el carácter oportunista de su actuación. Estos días han sido puestas en evidencia las contradicciones de los Kirchner con respecto a la petrolera. Son bien conocidos el politiqueo, la falta de transparencia y la incoherencia de la política energética del Gobierno de la pareja presidencial.

El talante de Cristina Fernández tampoco ha ayudado mucho en este momento. La ocasión era demasiado tentadora para satisfacer sus instintos populistas, pero sobre todo su estilo arrogante. Es una constante de su estilo de liderazgo: combina -de forma atrabiliaria muchas veces- la supuesta defensa de intereses nacionales, e incluso populares, con una verborrea innecesaria y contraproducente. Y lo que es peor, atiende mal o no atiende en absoluto defectos muy arraigados en las clases dirigentes argentinas: el amiguismo, la falsa apariencia, la propensión a la corrupción. Muchas de las causas justas que ha defendido durante su mandato -o el de su marido fallecido- han resultado fatalmente manchadas por el engaño, la impostura o la ignominia.

Cristina ha protagonizado su ‘Malvinazo’ particular, como lo hicieron los declinantes militares argentinos hace treinta años. Aquella aventura patriotera se disolvió en dolor, desastre, y descrédito. Pero, al mismo tiempo, aceleró el cambio democrático, que luego las penosas circunstancias económicas lastrarían durante más de una década.

Si Cristina no mantiene adecuadamente su apuesta le puede ocurrir algo parecido: la recuperación de un bien nacional, en este caso la gestión de los recursos petrolíferos, puede servir para reorientar positivamente su proyecto político. Pero es razonable temerse lo contrario: que se utilice para consolidar vicios y malversaciones. LA NACION, diario de derechas y muy hostil a la presidenta, ha recordado estos días que algunas de las personas designadas para hacerse cargo inmediato de la compañía acreditan un historial de sospechas, irregularidades e incompetencias. Las proclamas nacionalistas resultan huecas y sólo pueden impresionar a los interesados o los irreflexivos: no bastará con protestas de soberanía recobrada para que la recuperación formal de un recurso tan importante signifique una mejora real y objetiva de la mayoría de los argentinos.

EL GRAN RETO DE OBAMA 2.0: REDUCIR LA DESIGUALDAD

12 de abril de 2012

La retirada de Rick Santorum oficializa lo que ya parecía claro desde hace semanas: Obama y Romney se disputarán la Casa Blanca en noviembre. La batalla política se librará en el terreno económico. Los republicanos insistirán en la receta de la liberalización, ya fracasada. Los demócratas intentarán recuperar su 'alma' e insistirán en restablecer una mayor justicia social. Es prometedor, pero no está claro que la apuesta sea realmente comprometida.
Obama marcó el tono de la larga campaña, en un mitin celebrado esta semana en Florida, un Estado clave como siempre, en la resolución electoral. El presidente se adhirió una vez más a la denominada 'regla Buffet' para asegurar una imposición más justa sobre las grandes fortunas. La norma lleva el nombre de su promotor, el multimillonario Warren Buffet, conocido por sus provocadoras propuestas contra la codicia de los inversores y especuladores financieros. En concreto, sugirió que a los norteamericanos con renta superior al millón de dólares se les gravara con un tipo mínimo del 30%. Si se aplicasen sus propuestas, el fisco obtendría 50.000 millones de dólares en diez años.
Detrás de la adhesión de Obama a la 'regla Buffet' late el cálculo de que puede tratarse de un arma directa muy eficaz contra su competidor republicano. Romney soporta una fiscalidad de chiste. Su fortuna procede de las ganancias de capital, que están gravadas sólo con un 15%, pero paga un punto menos, según su última declaración fiscal, por exenciones y descuentos varios. Además, es sabido que la actividad profesional del candidato republicano se ha basado en liquidar empresas y despedir trabajadores.
Por tanto, estamos ante un escenario de 'Hombre rico, hombre pobre', por decirlo de modo coloquial. Obama aparece más que nunca en sintonía con la base demócrata, desde su elección hace tres años y medio. Pero los medios progresistas temen que esta estrategia tenga fundamentos demasiado oportunistas. Los comentaristas más críticos con el sistema le reclaman que profundice en sus propuestas de nivelación social.
UN RETROCESO DE MEDIO SIGLO
Estados Unidos ha vivido un proceso de desigualdad social como no se conocía desde los años veinte. Los datos son aterradores. Según el último censo, LA MITAD DE LOS NORTEAMERICANOS SON POBRES O DE RENTA BAJA. Poca gente en Europa es consciente de ello. Peor aún: la mayoría de los medios de comunicación, de allá y de acá, o desconocen o escamotean este hecho y siguen ofreciendo una imagen distorsionada de la realidad social de Estados Unidos.
A los cincuenta millones de pobres, se unen casi otro centenar más que no llegan a los 45.000 dólares (35.000 euros) de ingresos anuales. Alguien puede pensar que mucha gente en Europa no disfruta de esa renta, pero hay que tener en cuenta que los norteamericanos no disfrutan de servicios básicos gratuitos o a muy bajo coste como los que existen (todavía, e irregularmente) en la Unión Europea.
Merece la pena consignar algunos datos de la evolución registrada en desde que comenzó la 'revolución conversadora' en el arranque de la década de los ochenta:
- la renta del 20% de las familias más pobres ha descendido más de un 10%.
- por el contrario, las 5% más ricas han visto incrementarse su renta en un 64%.
- seis de cada diez niños o ancianos viven en alto riesgo de caer bajo el umbral de la pobreza.
- como era de esperar, la raza sigue siendo un factor esencial de la desigualdad: tres cada cuatro hispanos son pobres; les siguen en el ranking de desfavorecidos los afro-americanos.
La actual crisis económica y financiera ha acelerado este proceso de desigualdad. Desde 2007, el número de familias que han descendido a este estadio de riesgo de exclusión social ha aumentado más del 30%.
LA DESPROTECCION SOCIAL
Frente a este panorama social desolador, los sucesivos gobiernos se han comportado de forma insensible y hasta irresponsable, amparados bien en el supuesto afán de reducir fraudes, bien de aligerar las costas fiscales.
Este fin de semana, THE NEW YORK TIMES ha publicado un extraordinario informe en el que se denuncia el deterioro escandaloso del "welfare state". En el momento actual, cuando más se necesita un sistema ágil y vigoroso de compensación de los estragos causados por la crisis, asistimos a lo contrario: un abandono vergonzoso de los más vulnerables. Según estudios recientes, una de cada cuatro madres-solteras (por tanto, cabezas de familia) están desempleadas y carecen de ayuda social (no son menos de cuatro millones en toda la Unión).
Lo decepcionante es que el sistema de protección social que existía en Estados Unidos desde los tiempos del New Deal no empezó a ser demolido durante los años de Reagan o Bush Sr., sino en los de Clinton. Estimulado por el boom económico, el presidente demócrata de los noventa, desde sus acreditadas posiciones centristas, vio la oportunidad de "acabar con el estado del bienestar que hemos conocido", según el eslogan. El propósito era acabar con el abuso o la supuesta tendencia acomodaticia de millones de norteamericanos desfavorecidos. El viejo programa de Asistencia a familias con menores a cargo fue reemplazado por el de Ayuda temporal a familias necesitadas. Consecuencia: ahorro y desprotección.
En los años de bonanza, muchos de los beneficiarios del viejo 'welfare state" se convirtieron en trabajadores de bajo nivel, regular o mal pagados, pero salarialmente independientes. Cuando la crisis estalló, los nuevos parámetros de la asistencia social crujieron y las administraciones (la federal y las estatales) no respondieron adecuadamente.
La investigación previa ha demostrado algo todavía más insultante: que parte de los menguados fondos destinados inicialmente a la atención social se han empleado, en la práctica, en otras finalidades, lo que ha agravado la situación de desamparo y desprotección.
En 2008, Obama se mostró partidario de esta reforma a la baja de la protección social, seguramente para ganarse el apoyo de la clase media que no creía estar expuesta a los riesgos de la exclusión. Ahora tiene la oportunidad de revisar algunas de sus posiciones en esta materia y hacer mucho más consistente su oferta de justicia fiscal.