OBAMA: EL RIESGO DE LA PRUDENCIA

3 de Diciembre de 2009

No por esperada, la decisión de Obama de incrementar los efectivos militares en Afganistán ha resultado menos decepcionante para diferentes medios progresistas de Estados Unidos. La referencia a una posible retirada en un plazo de dos años no resulta convincente, por cuanto aparece sometida a una normalización, que ahora se antoja sumamente dudosa.
El incremento en 30.000 soldados supone que el contingente militar estadounidense en Afganistán alcanzará prácticamente los 100.000 esta primavera. El coste será enorme: un millón de dólares por soldado y año. Aceptando que sean dos años lo que permanezcan en el país (escenario optimista), la factura habrá ascendido, a mitad del mandato de Obama, a 200.000 millones de dólares. Una cantidad abismal, que la izquierda americana reclama para otras necesidades sociales reconocidas por la actual administración y promovida por el ala progresista del Partido Demócrata.
Articulistas de THE NATION y otros medios progresistas manifestaron su desánimo antes y después del anuncio presidencial en el muy castrense escenario de West Point. El “síndrome Johnson”, del que hablábamos la pasada semana, se ha evocado estas últimas horas de nuevo, con más fuerza, incluso en diarios más convencionales, como el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR.
Lo paradójico del asunto es que, para eludir el riesgo que hubiera supuesto decidir simplemente una estrategia de salida, como ha hecho en Irak, Obama compra riesgo de otra naturaleza: el de ahogar su presidencia en un conflicto con escasas señales positivas.
Los asesores que han empujado a Obama a la opción del “refuerzo militar para acortar la presencia” en Afganistán –Gates, Clinton, Jones y Mullan- han empleado estos argumentos para defender la utilidad de incrementar las fuerzas militares:
1) para arrinconar a los talibanes, provocar las deserciones en sus filas, proteger a la población civil y consolidar un entorno de seguridad, condición no suficiente pero si necesaria, si se quiere promover un entramado económico que genere trabajo, prosperidad y futuro.
2) para eliminar cualquier vestigio de santuario para Al Qaeda;
3) para entrenar al ejército y policía afganos hasta garantizar su capacidad de combatir el riesgo extremista.
4) para, más allá de las razones puramente militares, fortalecer el mensaje político, no tanto dirigido a Kabul cuanto a Islamabad, de que la derrota del extremismo islámico en Afganistán es una prioridad estratégica de Washington y su compromiso en la lucha contra el terrorismo internacional , incuestionable.
La izquierda norteamericana replica con estas otras premisas, para considerar un “trágico error” la escalada militar:
a) los sucesivos incrementos anteriores de tropas (los últimos 21.000, decididos por el propio Obama, al poco de ocupar el cargo) no han mejorado la situación, o al menos no lo suficiente para justificar el sacrificio de los soldados y el gasto económico del esfuerzo militar. Y con respecto al resquebrajamiento del bando talibán, es dudoso que puedan aplicarse en Afganistán las técnicas seductoras de compra de voluntades que el General Petreus experimentó con bastante éxito en Irak, por los diferentes comportamientos tribales en uno y otro país y por la debilidad del botín a repartir en este pobrísimo país en comparación con el rico mesopotámico.
b) los militantes de Al Qaeda en Afganistán rondan el centenar, hay pruebas documentales de la práctica ruptura entre el Mullah Omar y Bin Laden y de un cambio de estrategia de los talibanes, que se alejarían de la internacionalización del conflicto afgano, lo que hace altamente improbable que los jihadistas internacionales recuperen su santuario allí. Y, en todo caso, aunque se restableciera la alianza entre talibanes y binladistas, Afganistán no sería el único refugio de los enemigos de América, y eso no quiere decir que se militaricen todos los escenarios sospechosos.
c) el compromiso con el régimen afgano es un error y una quimera, ya sea para entrenar a sus fuerzas de seguridad o para empeñarse en “hacer país”. No hay garantías de ninguna clase de que el gobierno de Karzai combata la corrupción, ni siquiera que la ampare o se beneficie de ella; y la situación de los derechos humanos empeora y contamina gravemente la credibilidad norteamericana (véase el inquietante reportaje de LE MONDE sobre la cárcel afgana de Sarposa, cerca de Kandahar, o el informe sobre las “celdas negras” del Pentágono, anexas a la siniestra prisión-base de Bagram).
d) la estabilidad de Pakistán difícilmente se apuntala con más fuerzas militares al otro lado de la frontera, cuando es precisamente esa presencia armada lo que provoca reclutamiento y adhesión al extremismo, agudiza las contradicciones en el seno del Ejército y afila las tensiones entre el estamento militar (el auténtico poder ) y el gobierno civil, débil, sospechoso y altamente manipulable cuando no chantajeable por propios y extraños (la autoridad del Presidente Zardari ha quedado claramente en entredicho al verse obligado a ceder el control de la estructura nuclear a su primer ministro, Gilani, considerado más aceptable por la jerarquía castrense).
e) los 200.000 millones de dólares que se “enterrarán” bajo las arenas y pedregales afganos no podrán ser empleados en el programa de reformas imprescindibles para mejorar las condiciones de vida de las capas más desfavorecidas de la sociedad norteamericana y, por tanto, perjudicará el proyecto político de Obama y de los demócratas. Hace unos días el NEW YORK TIMES publicó un estudio que revelaba el imparable avance de la pobreza en Estados Unidos: uno de cada ocho adultos y uno de cada cuatro niños se ve obligado a recurrir a la asistencia pública (“food stamps” o cupones) para comer.
Pero no solo los progresistas están descontentos. Una voz conservadora tan autorizada como Fred Kaplan, experto en asuntos militares del Washington Post, admite que no está seguro de lo adecuado de la decisión. Y los que se alinean con la opción militar critican el anuncio de retirada, por considerarlo, como ha dicho McCain, que “a un enemigo se le gana derrotándolo y no avisándole de cuando acaba la batalla”.
Los aliados occidentales tampoco parecen convencidos, por mucho que pongan caras de comprensión o pronuncien discursos de solidaridad. Al cabo, soldados, pocos. Ni se quiere, ni se puede.