LA AMBICIÓN DEL PRÍNCIPE

28 de junio de 2017
                
En el creciente caos en que parece convertirse día a día el tablero siempre confuso de Oriente Medio sólo faltaba una crisis interna en las monarquías petroleras del Golfo. No es un conflicto novedoso, desde luego. Pero hasta ahora se había mantenido bajo un control aparente, porque otros problemas resultaban más acuciantes para sus protagonistas.
                
Arabia Saudí ha abandonado su política de presión discreta y ha decidido acabar con el incordio que desde hace años le produce el minúsculo pero influyente emirato de Qatar. Alineando detrás de su liderazgo a los otros micro-estados del Golfo, pero también al dependiente Egipto, los saudíes han lanzado un ultimátum a su vecino rival para obligarlo a claudicar y a abandonar su diplomacia en cierta medida autónoma.
                
La iniciativa tiene pocos antecedentes, por su contundencia, por no decir brutalidad. Como han indicado algunos analistas, las exigencias saudíes suponen la eliminación de la soberanía práctica del emirato (1).  Se le exige cortar sus vínculos con los Hermanos Musulmanes, y los que se le atribuyen con Al Qaeda y Hezbollah, reducir sus relaciones políticas y comerciales con Irán, cesar la cooperación militar con Turquía, expulsar a las organizaciones de oposición de sus vecinos, pagar reparaciones económicas por el supuesto perjuicio ocasionado a los estados demandantes y someterse a un mecanismo de control durante diez años, entre otras medidas intervencionistas (2).
                
Después de conocerse, la terrible lista fue calificada de “borrador” por el responsable diplomático de los Emiratos Árabes Unidos. En todo caso, constituye un auténtico diktat. Salvando las distancias, algo que podría compararse a lo que, en 1991, Saddam Hussein exigió a Kuwait y que, al no recibir satisfacción, propició la invasión del emirato.
                
Es legítimo pensar que el pecado de Qatar consiste, al cabo, en no cumplir con la pretensión hegemónica del clan Saud. La imputación de complicidad terrorista resulta especialmente chocante, viniendo de la teocracia saudí, donde se toleran entidades que financian causas yihadistas. Para ser justos, lo que molesta a los guardianes de La Meca no es que el díscolo emirato proteja la nebulosa islamista radical, sino que elija otros actores distintos a sus preferidos.   
                
La lista de exigencias incluye el cierre de medios de comunicación promovidos desde el emirato, en particular Al Jazeera. La cadena de noticias en continuo mantiene desde sus comienzos una línea crítica con el sistema saudí, denuncia sus excesos y pone en evidencia su hipocresía internacional. Pero si esta rivalidad es muy antigua, ¿por qué se produce ahora este ultimátum?
                
El primer motivo parece relacionado con los cambios internos en Arabia. El octogenario monarca Salman ha roto las normas tradicionales de sucesión. Ha desplazado a su sobrino Mohamed Bin Nayef (hijo del príncipe que llevaba años controlando la política de seguridad interior) y ha colocado en primer lugar de la línea sucesoria a su propio hijo, Mohamed Bin Salman (MBS).
                
El joven heredero era ya el verdadero hombre fuerte del reino. Ha venido acumulando poder y cargos desde la llegada de su padre al trono: Ministro de Defensa, responsable del programa de reformas económicos (con horizonte 2030) y otras palancas de influencia y decisión. Pese a la propaganda oficial la viabilidad y solidez de sus planes no terminan de convencer dentro y fuera del país (3).
                
TRUMP DE ARABIA
                
El encumbramiento del favorito ha venido precedido de una intensa campaña de relaciones públicas internacionales. El espaldarazo se lo terminó de dar el Presidente de Estados Unidos durante su reciente visita. MBS venía siendo tratado por la administración como una especie de valido todopoderoso. La alfombra roja con que Trump fue recibido en Casa Saud cautivó a un personaje del que se conoce su egomanía y su apego al halago. A saber si la decisión del rey Salman no fue consultada previamente con la Casa Blanca. Lo ocurrido es muy del estilo del Mr. Trump.
                
El imprevisible Presidente ha actuado de manera poco cuidadosa en el frágil equilibrio regional. Aunque en el conflicto palestino-israelí se ha mostrado un poco más discreto de lo que se temía, en la pugna irano-saudí, factor mayor de riesgo en la zona, Trump se ha alineado de manera imprudente con Riad. Sus reiteradas invectivas contra Teherán y las referencias negativas al acuerdo nuclear, aún no concretadas en una ruptura, han hecho las delicias del reino arábigo.
                
Trump parece haber dado carta blanca al joven príncipe para proseguir la espantosa, fracasada y criminal guerra de Yemen, que se ha convertido en una terrible catástrofe humanitaria, denunciada por la ONU y numerosas organizaciones no gubernamentales. Sin el armamento y la complacencia norteamericana, esa carnicería ya hubiera acabado hace tiempo, sin que los saudíes pudieran haber celebrado su victoria. La irreflexiva conducta de Trump contribuirá a prolongar el sufrimiento de una población atormentada (4).
                
No contento con esto, Trump ha celebrado, si no instigado esta política de acoso a Qatar, de la que MBS ha sido, por supuesto, el principal inspirador y promotor (5).
                
No es fácil determinar si el Presidente norteamericano ha actuado más por ignorancia que por capricho.  En todo caso, ha generado un importante revuelo en su propia administración, que se parece cada vez más a una auténtica jaula de grillos.
                
POLÍTICA EXTERIOR SIN RUMBO
                
Como en otros conflictos latentes, el jefe de su diplomacia ha intentado corregir el tiro de su patrón, sin conseguirlo.  Rex Tillerson, tirando de su experiencia como primer ejecutivo de una petrolera multinacional, era partidario de favorecer el status quo y favorecer la resolución paciente de las disputas internas en ese club del Golfo donde las diferencias no son de sustancia. Esta crisis no es el único campo de divergencia entre la Casa Blanca y el titular del Departamento de Estado (6).
                
El sanedrín de generales que dirige el día a día de la política norteamericana de defensa, por incomparecencia del Presidente, trata también de limitar las ocurrencias trumpianas. El exgeneral Mattis visitó hace unas semanas Qatar y quedó satisfecho del compromiso del emirato con los intereses regionales de Estados Unidos. En su minúsculo territorio, Washington mantiene dos bases esenciales para sus operaciones en Oriente Medio.
                
El trabajo de diplomáticos y militares será ahora ofrecer la protección necesaria al pequeño aliado sin molestar al grande. Es probable que la disputa termine disolviéndose o minorándose en simulacros de propaganda para consumo interno.


NOTAS

(1) LE MONDE, 24 de junio.

(2) “Gulf crisis with Qatar challenges the United States”. SIMON HENDERSON. THE WASHINGTON INSTITUTE, 21 de junio.

(3) “Can Mohamed Bin Salman Reshape Saudi Arabia? The Treacheorus Path to Reform”. BILAL Y. SAAB. FOREIGN AFFAIRS, 5 de enero.

(4) “Mohamed Bin Salman can rule Arabia Saudi for another 50 years”. ELIZABETH DICKINSON. FOREIGN POLICY, 21 de junio.

(5) “Trump takes credit for Saudi move against Qatar, a U.S. military partner”. MARK LANDER. THE NEW YORK TIMES, 6 de junio.


(6) U.S. State Department distances itself from Trump, creating an alternative U.S. foreign policy. THE WASHINGTON POST, 7 de junio.

MACRONIZACIÓN

21 de junio de 2017
                
Francia ya tiene completada las bases de un nuevo experimento político. La V República se aleja de la bipolaridad derecha-izquierda, después de eludir la tentación del populismo nacionalista. Lo que definirá el nuevo tiempo es un ensayo de centro, ambiguo y conciliador, anclado en desprendimientos de ambos bloques y comunicados mediante pasarelas sólidas pero aéreas. Como un puente de diseño vanguardista.

Este nuevo modelo viene avalado por esa atracción a veces tan irresistible de los nombres y caras nuevos, casi novísimos en muchos casos, con la celebrada transfusión de sangre ajena a la política profesional. Y todo casi de golpe, como si se tratara de un tsunami político repentino y enérgico. Al frente de esta arquitectura de formas ligeras y perfiles suavizados, un líder construido en tiempo récord, propulsado por su juventud, con el punto asumible de rebeldía contra estructuras anquilosadas, una historia personal generadora de cierta simpatía y un sentido muy inteligente de la oportunidad.

Francia se macroniza. ¿Qué quiere decir tal cosa? Pues que se entrega, al empeño indefinido y vaporoso de un discurso de renovación, modernización y limpieza. No sin reservas o renuencias de sectores muy numerosos de la sociedad francesa. Lo refleja la abrumadora, inquietante y significativa abstención: más de un 57% en la segunda vuelta.  Son índices propios de Estados Unidos. El supuesto entusiasmo que el discurso macronita proclama es muy relativo. La desafección se ha resuelto en la apatía. El rechazo se ha diluido en un alta dosis de indiferencia.

EL MODELO MACRON

El experimento Macron suena demasiado a marketing¸ con mayores o menores dosis de habilidad. No todo es entusiasmo lo que reluce. Hay mucha aleación detrás. O al menos la justa para aparentar sostenibilidad suficiente, de momento.

La manera en que las legislativas han revalidado y reforzado la apuesta presidencial de mayo conecta con el inicio de la V República, pero con orientaciones diferentes. El creador del régimen, el general De Gaulle, prefiguró un sistema de estabilidad, control y liderazgo fuerte. Al cabo, Macron no ha necesitado liquidar ese modelo sino reinterpretarlo. 

La ventaja del modelo Macron es que casi todo el mundo cree que puede encajar. El inconveniente, en cambio, surge del esfuerzo continuo de precisión que sus colaboradores estarán obligados continuamente a habrá que hacer para que el esfuerzo no se despilfarre en iniciativas dispares y hasta contradictorias.

Con una mayoría absoluta tan abrumadora, el 60% de los escaños de la Asamblea Nacional, casi todo el mundo tiende a pensar que el Presidente, su primer ministro y el gobierno en su conjunto tendrán las manos libres para aplicar las reformas prometidas. Pero como esas reformas son demasiado ambiguas y como los instintos políticos de la élite macronista procede de esferas tan diversas, el riesgo de cacofonía y confusión es elevado.

No hay todavía un partido macronista como tal. Igual que no hubo un partido gaullista, al principio del regreso del general. La reunión de voluntades de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta en torno a De Gaulle se reclamaba de una visión nacionalista y conservadora. La que ahora inicia su andadura se antoja liberal, renovadora y europeísta. Etiquetas que dicen poco. O que dicen lo que interesa que digan.

LA LIQUIDACIÓN DE LOS OPONENTES

La marea Macron ha pulverizado al Partido Socialista, más allá de los cálculos más pesimistas de hace apenas un año. Con ser dolorosa, su reducida presencia en el Parlamento (una treintena de diputados: una décima parte de los que tenía desde 2012) no es lo más grave. El verdadero drama es el clima de desconfianza, desaliento y resentimiento que transmiten sus dirigentes, y la apatía de sus simpatizantes. El castigo recibido no es un correctivo: suena a liquidación. Uno de los responsables de este fracaso histórico, el exprimer ministro Manuel Valls, insinuaba hace unas semanas la desaparición del Partido. Le faltó coraje para admitir que él pasaría a la historia como uno de sus principales enterradores.La derecha heredera del gaullismo no ha sufrido un varapalo tan grande, en términos absolutos. Pero el resultado es igualmente catastrófico, porque, contrariamente al PSF, Los Republicanos aspiraban a gobernar. O, después del 8 de mayo, a condicionar seriamente al gobierno. Ni una cosa, ni la otra. Con su centenar largo de diputados, podrán incordiar y reconstruir sus opciones de alternativa, pero su influencia ha quedado severamente limitada.

Una vez más, el Frente Nacional se revela como un fantasma más del Louvre. Asusta, pero no muerde. Tiene capacidad para generar miedo, rechazo y, si se quiere, odio. Socava la confianza en las instituciones, destila intolerancia, pervierte los llamados valores republicanos. Pero los diques electorales del sistema son más poderosos que sus embestidas. Por primera vez estarán en la Asamblea Nacional. Pero sus ocho voces no bastan para constituir un coro atronador en la cámara de resonancia política por naturaleza.

La izquierda radical (que no extremista) tendrá un peso más importante. Pero es más que probable que muchas de sus energías de pierdan en temidas rivalidades entre los insumisos de Melenchon (17 diputados) y comunistas (1º escaños) por conquistar la hegemonía del discurso crítico. De momento, se anuncia que no habrá grupo parlamentario conjunto. Cada uno hará la guerra por su cuenta. Lo de siempre.

La primera piedra de toque del Ejecutivo será la reforma de la ley del trabajo. La pretensión de sacarla adelante mediante decreto-ley queda superada por una mayoría absoluta que permite legitimarla con todas las garantías y bendiciones políticas y legales. Macron y su gobierno se someterán a la primera prueba de fuego. Pero más en la calle que en el Parlamento, porque la izquierda radical se alineará con la presumible movilización sindical. De los socialistas sólo cabe esperar división y debilidad.

El otro desafío inmediato es el Brexit. Macron permanecerá sentado en el andén hasta que llegue el tren de Berlín, en septiembre.  Tanto si Merkel repite como pasajera (lo más probable) o se estrenara Shultz, el nuevo presidente francés no debe tener problemas de interlocución. Es la versión exterior de su modelo de pasarelas a derecha e izquierda, sin rigidices ideológicas o políticas, con la flexibilidad que proporciona un discurso genérico y esquivo, abierto a componendas dentro de los habituales márgenes tolerables.  

PRIMAVERA EFÍMERA EN RUSIA

16 de junio de 2017
                
Rusia está revuelta. Las manifestaciones que se han extendido por varias ciudades de todo el territorio nacional parecerían indicar que se está desarrollando un amplio movimiento de contestación a Putin, con vistas a las elecciones presidenciales del año que viene.
   
El Kremlin ha reaccionado sin vacilación. Más de un millar de participantes han sido detenidos, entre ellos el líder de la protesta, Alexei Navalny, el opositor más destacado del panorama político.
              
El actual movimiento comenzó a generarse en marzo, tras un documental inspirado por Navalny en el que se denunciaba con fiereza la corrupción en las esferas más altas del régimen.    
                
Se destacaba el caso del primer ministro y mano derecha política de Putin, Dimitri Mevdeved, que aparecía como propietario de mansiones, yates y otros bienes de lujo, que en Rusia solo está al alcance de los oligarcas, la élite más rica del país. Esas y otras revelaciones propiciaron que miles de jóvenes se echaran a la calle hace tres meses en ochenta ciudades para denunciar la deshonestidad de los dirigentes políticos.
              
Previamente, antes de las elecciones de 2012, otro ciclo de protestas fue replicado por el poder con centenares de penas de prisión.
         
Este nuevo ciclo de contestación juvenil coincide con un clima de malestar social por unas decisiones inmobiliarias que privarán a más de millón y medio de moscovitas de sus viviendas actuales en barriadas céntricas de la capital y su reubicación en otras zonas. La compensación ofrecida por las autoridades no ha aplacado los ánimos, por falta de confianza palpable. El malestar se ha traducido en otra oleada de manifestaciones, diferentes a las de los jóvenes, que también ha sido drásticamente afrontadas por las autoridades.
             
UN PULSO A MEDIO PLAZO
            
Navalny eligió cuidadosamente la fecha de convocatoria de esta última protesta, el 12 de junio, día de la festividad nacional. De esta forma, el astuto dirigente opositor ha pretendido disputar a Putin la interpretación exclusiva del nacionalismo. Tras la caída del comunismo, la desconfianza hacia el socialismo como versión democrática y moderada de un modelo económico y social más igualitario, y la amarga experiencia del liberalismo despiadado de los noventa, Putin adoptó el nacionalismo como cobertura ideológica de un sistema ecléctico y arbitrario.
                
Hoy por hoy, Putin no parece tener rival serio que le dispute el triunfo en las elecciones de marzo de 2018. La oposición institucional acurrucada en la Duma es débil, está dividida y en cierto modo amedrentada por el control casi absoluto que el patrón del Kremlin ejerce sobre todas palancas del Estado, la económica, la represiva y la propagandística.
             
Navalny, por el contrario, representa algo distinto, un nacionalismo moderno que utiliza un lenguaje de claras resonancias occidentales, que se apoyó en el auge de las redes sociales para ganar en extensión y en alcance. El apoyo que ha reunido es, por consiguiente, juvenil y muy dinámico, urbano e interesado por las experiencias democráticas occidentales, en particular la norteamericana. Pero carece de estructuras, de mandos intermedios y de implantación en el medio rural, en la Rusia profunda.
        
A pesar de estas debilidades, Navalny pretende retar a Putin el año que viene. No con la pretensión de ganar, por supuesto, sino con la clara intención de someterlo a mayor desgaste, a un plus de exposición pública y de erosión moral. Simultáneamente, el dirigente de esta oposición diferente confía en fortalecer sus futuras opciones, extender su predicamento a otros sectores sociales y convertirse en una alternativa sólida del poder en la era post-Putin.
             
Estos planes de Navalny no han pasado desapercibidos al Kremlin. Tras detenerlo, se le han imputado cargos, con la aparente finalidad de privarle de sus derechos políticos e impedir, de esta forma, su candidatura en las elecciones de marzo de 2018.
                 
EL DESENGAÑO DE PUTIN
                
La neutralización de Navalny busca cercenar de raíz el actual ciclo de protestas. Pero hay otros factores de mayor inquietud para el Kremlin. Las esperanzas de un levantamiento de las sanciones, promovido por la administración Trump, se desvanece a medida que la negra nube de la colusión con Rusia condiciona la dinámica política en Washington. El triunfo de Macron y la anunciada revitalización del eje franco-alemán no son tampoco buenas noticias para Putin.

                
Son estos reveses exteriores, más que la contestación interna, lo que puede provocar nuevos son reflejos defensivos y represivos en el Kremlin. Aunque Putin no tema a Navalny, si la situación económica y social no mejora, cualquier conato de protesta puede tornarse incómoda. Por eso, cabe anticipar que Putin mantendrá a raya a esta oposición imberbe y evitará sin contemplaciones que la efímera primavera se prolongue más de lo conveniente.

GRAN BRETAÑA: THERESA MAY NOT; CORBYN PERHAPS

9 de junio de 2017
                
La Primera Ministra británica, Theresa May, justificó la convocatoria anticipada de elecciones (snap election) para demandar a los electores un mandato sólido y estable que le permitiera negociar en posición de firmeza con la Unión Europea la resolución del Brexit.
                
El resultado ha sido justo el contrario. May ha perdido la mayoría escasa que heredó de Cameron. Gran Bretaña tendrá eso que por estos pagos se denominada hung Parliament, es decir, un legislativo sin mayoría absoluta con la que un partido puede asegurar una gestión sin sobresaltos.
                
Los resultados han provocado un enorme impacto en las filas conservadoras. En voz baja, algunos ya empiezan a cuestionar el liderazgo de May. La editora política de la BBC, Laura Kuenssberg, citaba a primera hora de la mañana un comentario shakespearino de un alto cargo del gobierno: “el partido tory es una monarquía absoluta dirigido por una regicida”.
                
Este efecto boomerang del 8 de junio recuerda un al fiasco de Chirac en 1997, cuando el entonces presidente francés adelantó las elecciones legislativas para aprovechar una coyuntura que creía favorable y termino provocando la derrota de su partido.
                
El fracaso de May se debe a una combinación de errores de cálculo, una deficiente campaña electoral y cierta inconsistencia política. El oportunismo suele tener las alas muy cortas. El cambio continuo de discurso, el tacticismo extremo, proporciona ventajas muy efímeras. Sostener una cosa y su contraria a veces desconcierta a los rivales, pero terminan confundiendo a los electores, incluyendo a los más fieles o convencidos. Theresa Maybe, la etiquetó THE ECONOMIST.
                
Theresa May fue elevada prematuramente a la condición de futura gran líder del Partido Conservador. Muy pocos discutieron su candidatura como sucesora del malhadado James Cameron. Ni siquiera muchos de los que ahora ya toman medidas de su ataúd político. La abrumadora mayoría de esa prensa adicta a los tories que domina el panorama mediático de Gran Bretaña contribuyó notablemente a afianzar esa percepción.
                
La política es cruel y la política británica lo es especialmente. Tiene poca consideración con los derrotados. Y esta victoria conservadora es una derrota en toda regla. Theresa May adoptó el modo Theresa Maybe para contentar a todo el mundo y se ha encontrado con que el electorado la ha convertido en Theresa Maynot. Pronto sabremos si será Theresa out.
               
De momento, la PM ha manifestado que “no tiene intención alguna de dimitir”.
               
CORBYN PERHAPS.
                
La otra cara de la moneda ha sido Jeremy Corbin. El laborismo no sólo no se ha derrumbado, como predecían rivales, analistas y no pocos exponentes de ala moderada o centrista del partido, sino que ha reforzado su presencia en Westminster con más de una treintena de diputados adicionales.
                
Se intuía en los últimos días este cambio de la tendencia destructora de los dos últimos años. El fuego amigo contra el contestado líder fue disminuyendo a medida que Corbyn cosechaba éxito tras éxito en una campaña que ha recordado a la de Bernie Sanders.
                
Corbyn es la antítesis de May. Es un hombre de principios, de convicciones, de coherencia, se compartan o no sus posiciones. Contra todas las previsiones y augurios, contra el relato interesado del pensamiento (casi) único, contra las tendencias abrumadoras de la mercadotecnia política, el veterano político de base, fiel a sus referencias marxistas, Corbyn parece haber devuelto al laborismo un cierto sentido de pertenencia.
                
Quizás. Sería deseable. Algunos indicadores, aún por confirmar, avalan esta esperanza:

                - el incremento del voto joven es uno de los factores decisivos en la mejora del Labour.

                - la recuperación de buena parte del voto escocés, en perjuicio de los nacionalistas, que habían logrado arrebatarle el voto progresista con su giro a la izquierda, en comicios anteriores.

                - los avances en el norte de Inglaterra, golpeado por la desindustrialización, que se echó en brazos del nacionalismo del Brexit.
               
Algunos portavoces del laborismo centrista han reprochado con insistencia a Corbyn que se empeñara en repetir sus convicciones izquierdistas en vez de afilar críticas certeras contra Cameron y May. Esta madrugada, el reivindicado líder laborista ha pedido a la jefa del gobierno que dimita, porque “ha perdido votos, apoyos y confianza”.
                
El triunfo político de Corbyn refuerza la tendencia observada en los últimos meses en la socialdemocracia europea en favor de optar por dirigentes que dicen querer recuperar un discurso más consistente de izquierdas, abandonar definitivamente políticas que han perjudicado a su teórica base electoral y comprometerse activamente con la igualdad y la defensa de derechos de las mayorías sociales.
               

               

                

GRAN BRETAÑA: ELECCIONES BAJO LA PRESIÓN DE MÚLTIPLES IMPOSTURAS

7 de junio de 2017
                
Gran Bretaña celebra este jueves unas elecciones anticipadas. El sobresalto terrorista es sólo el último de una serie de factores que convierten a estas elecciones en una prueba dramática para la democracia británica, porque están sometidas a la presión de múltiples imposturas.
                
1) El falso dilema entre seguridad y libertades. El terror y la libertad no son compatibles. Es un axioma demasiado obvio sobre el que no hace falta debatir. Más controvertido es, en cambio, el falso dilema entre seguridad y libertades. No está resuelto el debate. Y no sólo por su complejidad. Hay un interés político es dejarlo abierto para favorecer la degradación democrática.
                
La reacción de la Primera Ministra May es todo menos sorprendente. Forma parte de la identidad conservadora apoyarse en el desafío terrorista para restringir derechos y recortar libertades. Su afirmación de que “un exceso de tolerancia ha favorecido el extremismo” no sólo es discutible. Resulta sorprendente escuchárselo a alguien que ha sido durante seis años Secretaria del Interior. O que ha prometido recortar la plantilla policial. Para abundar en el doble lenguaje, prometió luego reformas legales para acelerar deportaciones y reducir garantías en el tratamiento de sospechosos. Pero hay algo más que doctrina tradicional en este discurso de mano dura.
               
2) El oportunismo antes que los principios. La conducta de la Premier británica ha estado dictada por el oportunismo tanto o más que por la ideología. Defendió con pocas ganas la permanencia en Europa durante la campaña porque creyó que sería la opción triunfadora. Cuando la manipulación y las mentiras propiciaron el resultado contrario, transitó calculadoramente entre esas dos posiciones habituales en los tories: la euroresignación y el euroescepticismo.
                
Más tarde, ya al frente del gobierno, la primera fase de la gestión del Brexit puso en evidencia su limitada estatura política. Su ambigüedad y sus vacilaciones no fueron inocentes. Más que asumir el riesgo de defender ideas propias, May trató de aprovechar el viento favorable de la intoxicación mediática para fortalecer sus posiciones políticas: tanto fuera, frente a los socios europeos, con una pose de firmeza nacional, como dentro, en su partido y ante los ciudadanos.
                
La tentación electoralista era demasiado fuerte para dejarla pasar. Aunque había dicho que no convocaría elecciones, bastó que las encuestas le auguraran una mayoría abrumadora para proceder a uno más de sus oportunistas giros de actuación.
                
Para aprovechar la decadencia de sus principales rivales, los laboristas, May rescató el recurso del conservadurismo compasivo. Un discurso recubierto de pálidas resonancias sociales para amortiguar propuestas que profundizan en el recorte de derechos y prestaciones a los sectores más vulnerables de la sociedad como pensionistas, dependientes, infancia, etc.
                
Todo parecía encarrilado hacia el dominio más abrumador de los tories en una generación. Pero la campaña de May ha sido altamente decepcionante, incluso teniendo en cuenta los antecedentes mencionados. Eludió el debate con los líderes del partido y puso en evidencia sus debilidades en una entrevista con uno de los principales sabuesos periodísticos del país. Poco a poco los sondeos han ido reflejando un acortamiento progresivo de la ventaja tory en las intenciones de voto.
                
El reciente atentado de Londres, sumado al sufrido en abril y al de mayo en Manchester, le brindó una nueva oportunidad de apoyarse en una impostura para rectificar una tendencia en la opinión pública, muy variable, volátil y desconcertada.
                
3) Britannia, First. Gran parte del electorado británico se encuentra bajo el efecto de una gigantesca intoxicación política, que consiste en desplazar sobre la UE la responsabilidad de su fracaso como país. Sin duda. Europa, el modelo tecno-económico fallido de construcción europea, ha contribuido notablemente al retroceso de derechos sociales, el aumento de la desigualdad y la degradación de la calidad de vida de los ciudadanos. Pero las políticas conservadoras británicas, no han sido muy diferentes, ni han aliviado estos azotes. La respuesta tory ni ha sido ni puede ser social. Es nacionalista. May se ha subido al mismo carro que ha propulsado a Trump, aunque sus representaciones públicas sean diferentes. Estridente y bordeando el ridículo, el norteamericano; taimada y engañosa, la británica.  
                
Este discurso de la preeminencia nacional confunde al electorado que no profesa convicciones políticas o ideológicas muy sólidas, que se identifica con pulsiones primarias, ancladas en imaginarios culturales e historicistas de dudosa autenticidad. Pero que funcionan electoral y socialmente.
                
Cada vez es más claro que May se ha envuelto en la bandera del Britannia First como atajo presentido para escapar del laberinto en que su propio partido se metió para disimular el agotamiento de sus posiciones políticas.  
                
4) El autoengaño laborista. En este panorama de confusión, propaganda e impostura, las opciones de una recomposición racional eran prácticamente inexistentes. Ni siquiera una opción alternativa sólida lo hubiera garantizado. Pero ni siquiera había eso al otro lado. Los laboristas llevan años empeñados en dinámicas autodestructivas, alejados de su base social, arruinados por debates estériles disfrazados de modernidad, eficacia y pragmatismo. El denominado giro al centro se ha convertido en un viaje al vacío ideológico, una deriva ética y una irrelevancia electoral.
                
Corbyn es la respuesta inconformista a ese desastre. Su triunfo en el duelo partidario interno nunca fue aceptado por los moderados de las diversas tendencias. Los tenores parlamentarios minaron su liderazgo desde el principio. No se le perdonó el apoyo que recibió de sectores ajenos a las estructuras consolidadas. El año pasado en cenáculos laboristas se apostaba por el deceso político ineludible de Corbyn. Cuando May convocó las elecciones, algunos dirigentes laboristas respiraron aliviados al creer que la agonía se acortaba.
                
Pero no es eso lo que parece que vaya a ocurrir. Contrariamente a la Primer Ministra, el líder de la oposición ha hecho una campaña más que notable. Corbyn ha movilizado a la juventud como hacía tiempo que un candidato laborista no lo conseguía. Ha defendido con pasión y convicción sus ideas, en vez de refugiarse en las conveniencias de algunos de sus antecesores. Ha proyectado una idea de país más cohesionado y solidario, una crítica más solvente y honesta del modelo europeo.

                
Seguramente, no le servirá para evitar la derrota. Pero, al menos, si obtiene un resultado digno, Corbyn habrá logrado combatir la impostura de que la izquierda tiene que proponer ideas y propuestas propias de la derecha para recuperar confianza y reconstruir el apoyo social. Para los progresistas, ésta puede ser la única consecuencia positiva de estas elecciones bajo la presión de múltiples imposturas. 

LA TORMENTA ATLÁNTICA

1 de junio de 2017

Tenía que pasar y ha pasado. El primer viaje de Trump a Europa ha sido un desastre. Sin paliativos. Tanto, que los líderes europeos ni siquiera se han esforzado en disimularlo.
                
Los artificieros que rodean al Presidente para evitar que se suicide diplomáticamente con sus habituales impertinencias han debido sentirse desanimados. Habían sorteado la etapa mesoriental con bastante soltura y mucha fanfarria, aunque con pocos resultados. En Europa, las cosas fueron mal enseguida y terminaron peor a la primera de cambio.
                
“Trump abandona la OTAN”. Así tituló su comentario semanal Judy Dempsey, la editora de la publicación sobre estrategia europea del Carnegie Endowmwent Institute, uno de los principales think-tank occidentales. Más allá de la ironía, el relato de la veterana informadora no tiene desperdicio. “Menuda cena”, comienza por decir, para referirse al tenso y gélido ambiente de una cita en la que, por lo general, suelen imponerse las buenas palabras, mientras se deja a los colaboradores y asesores la antipática tarea de limar las asperezas (1).
                
En esta ocasión, las asperezas se encallaron en la mesa principal. Más que eso hubo: empujones, regañinas y admoniciones de un Presidente bajo sospecha dentro y desacreditado fuera. Confesaba recientemente un avezado diplomático que en el precavido laboratorio de las relaciones internacionales se trabajaba siempre con la hipótesis de que uno o varios dirigentes mundiales se saliera de sus cabales; ahora, señalaba, ya no es una hipótesis.
                
El desencuentro entre ambos lados del Atlántico había empezado mucho antes de que Trump subiera al Air Force One. Desde que, en su discurso inaugural proclamara que “América es lo primero” (America First), consagrando sus simplezas de campaña sobre el comercio internacional o el deterioro climático, el choque quedó anunciado.
                
Otros factores habían envenenado el ambiente. Naturalmente, la inquietante retórica de cooperación con Rusia, que puede ser algo más, y peor, que pura ingenuidad o deslices de aficionado. Y también, desde luego, el coqueteo con los partidos nacional-populistas europeos en un año de contiendas electorales de gran trascendencia.
                
MERKEL, EN COMBATE
                
Es cierto que entre aliados no suelen producirse zascas de este tipo. Pero tampoco es tan insólito. Desde la guerra de Corea en los cincuenta a la cruzada post-11S, la relación entre los socios atlánticos está plagada de minas desactivadas o explosionadas bajo control.
                
En los tiempos de la guerra fría, quien enfriaba los pies norteamericanos en el confort de la casa común atlántica eran los franceses, con sus sillas vacías en la OTAN o la voluntad de afirmar iniciativas independientes. Macron tampoco se ha mordido ahora la lengua. Pero el latigazo ha venido del otro lado del Rhin. Los alemanes solían guardar la línea ortodoxa fijada por Washington. Ni siquiera la Ostpolitik (política hacia el Este), promovida por Willy Brandt, nunca fue cuestionada por EE.UU.
                
Ángela Merkel, siempre contenida y cautelosa en exceso, debió regresar tan irritada de las dos cumbres con Trump (OTAN y G-7) que se permitió algo poco común en ella: disparar sin fogueo. Escogió un ambiente distendido -una fiesta cervecera en Múnich- para lanzar un mensaje imposible de minimizar. “Europa debe hacerse cargo de su propio destino. Los tiempos en que podíamos depender de otros ya se han acabado”. Y por si no se había entendido bien, remachó luego: “esto es lo que hemos visto estos últimos días”.  Merkel se refería a las garantías de seguridad, no a la autonomía política, obviamente.
                
El caso es que las palabras de la Canciller causaron un gran revuelo. Otra veterana del observatorio mundial, Anne Applebaum, concluye que “la relación americano-germana, el corazón de la alianza transatlántica durante más de 70 años, ha tocado histórico fondo” (2). DER SPIEGEL cree que Merkel “ha perdido la esperanza de que pueda incluso trabajar constructivamente con Trump”, aunque apunta cálculos electorales en la andanada de la Canciller (3). Algo similar sostiene THE ECONOMIST, con su saludable escepticismo habitual (4).
                Alemania celebra elecciones en septiembre. Aunque el susto de un triunfo de los social-demócratas parece haberse desvanecido tras el fracaso en Renania del Norte-Westfalia, la canciller no es amiga de riesgos.  La andanada de la canciller juega a favor de corriente: la desconfianza de los alemanes en Trump supera a la que tienen en Putin en más de 20 puntos.
                
A la vista de la polvareda, la misma Merkel se esforzó por poner paños calientes y asegurar que las relaciones con EE.UU. son esenciales.
                
¿Y AHORA QUÉ?
               
Los dirigentes europeos no son los jeques árabes. Están al frente de democracias y no de regímenes semi-feudales. No está permitido casi todo. “Trump no es un hipócrita”, dicen con cierta guasa provocadora Henry Farrell y Martha Finnemore. Estos dos analistas del teatro mundial sostienen que la hipocresía, “el tributo que el vicio paga a la virtud” (Rochefoucauld dixit) es imprescindible para sostener el orden internacional. El actual inquilino del primer centro de poder mundial carece de esa habilidad (5).
                
Es la gran pregunta. Paciencia y templanza. Pero también firmeza. Veremos qué decide este jueves el mercurial presidente con respecto al acuerdo de París sobre el clima. Si se retira, como lleva advirtiendo, se habrá consumado un escenario de desconfianza, de desvinculación.
                
Con ser muy sensible el dossier ecológico, resultaría mucho más devastadora una riña comercial. Trump, que es un consumidor pertinaz de coches germanos de lujo, se permitía esta misma semana criticar a los alemanes por montar fábricas en México para vender automóviles en EE.UU. En uno de sus celebrados tuits, daba rienda suelta a su irritación contra Berlín por el superávit alemán en la balanza bilateral (ciertamente, muy elevado: 65 mil millones de dólares), cuando Washington paga la mayor parte de la factura de la seguridad alemana (y europea). Alemania gasta el 1,2% de su PIB en defensa, muy lejos del 2% que Washington ha venido reclamando durante años, aunque para Trump podría no ser suficiente. 
                
Como sostienen no pocos expertos, el problema no es el volumen de gasto sino el método. No el cuánto sino el cómo. El gasto europeo en Defensa más que escaso es ineficaz, redundante, desordenado y desarmonizado, ha insistido estos días Stephen Walt, el siempre lúcido profesor de Harvard (6). No es cuestión de gastar más en carros de combate, en aviones, en logística, etc. Se trata de hacerlo mejor, de subsanar todos esos defectos y otros más. Nadie confía en que se consiga pronto.
                
Trump omitía que el saldo comercial es un juego de balanzas múltiples. En algunas pierde y en otras su país sale abrumadoramente beneficiado. En todo caso, el Presidente ignoraba, o no quiere saber que, aunque quisiera, Alemania no puede negociar asuntos comerciales con Estados Unidos porque se trata de un dominio reservado a la Unión Europa.
      
Alemania no va a romper con EE.UU. Ni Francia. Pero ninguna de ellas, ni siquiera Gran Bretaña, siempre más atenta a apaciguar las turbulencias atlánticas, parece dispuesta a que se les trate con desconsideración o menosprecio. El vínculo está para unir, no para ahogar. 

NOTAS

(1) CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNATIONAL PEACE, 26 de mayo. 

(2) THE WASHINGTON POST, 29 de mayo.

(3) DER SPIEGEL, 29 de mayo.

(4) THE ECONOMIST, 30 de mayo.

(5) FOREIGN AFFAIRS, 30 de mayo. 

(6) FOREING POLICY, 30 de mayo.