PARADOJAS DE LAS ELECCIONES ALEMANAS

29 de septiembre de 2009

A primera vista, la lectura de las elecciones alemanas parece sencilla. Los resultados parecen tan claros que la tentación de hacer un análisis unidireccional es grande. Se ha producido un giro conservador, con la estabilización –a la baja- de la CDU (cristianodemócratas) y el ascenso en casi cinco puntos del FPD (liberales), lo que avala una “pequeña coalición” de centro-derecha con las suficientes garantías para gobernar. La pérdida de once puntos y de un tercio de sus escaños supone una severa derrota del SPD (socialdemócratas), su desplazamiento a la oposición y una previsible travesía del desierto. El beneficiario secundario del hundimiento socialdemócrata es Die Linke (izquierda), el combinado de socialistas de izquierda escindidos del SPD, los antiguos comunistas del Este y otros grupos minoritarios críticos del sistema. Sin embargo, no resulta descabellado observar ciertas paradojas que auguran complicaciones políticas en Alemania durante los próximos cuatro años.
LA ESTRATEGIA DE MERKEL
Aunque el líder liberal, Guido Westervelle le haya disputado la atención mediática, Angela Merkel es la vencedora personal de las elecciones. Por su credibilidad, afirman los afines. Por su ambigüedad, replican los críticos. Discípula aventajada de su correligionario Andreotti, ha sabido sacar toda la ventaja posible de su condición de Jefa de gobierno para convertir la necesidad en virtud. La necesidad: atemperar sobre la marcha el credo neoliberal con que se había presentado a las elecciones de 2005. La virtud: presentarse como garantía de equilibrio entre frente a socialdemócratas y liberales.
La primera paradoja de estas elecciones es que, en su obligada operación de camuflaje político, Ángela Merkel ha terminado perjudicando, siquiera levemente, a su propio partido. La CDU ha cosechado los peores resultados desde 1949 y “hermanos bávaros” de la CSU consiguen menos escaños que el FPD, por primera vez en la República Federal.
Merkel ha hecho valer su propuesta centrista, sin excesos ni fundamentalismos ideológicos. Como escribió Richard David Precht en DIE ZEIT: “Se acabó lo de ‘libertad en lugar de socialismo’ de los cristiano-demócratas, que defienden hoy el mayor plan de subvenciones de la historia alemana desde Willy Brandt”. La defensa que hizo en la cumbre del G-20 de una amplia regulación de los mercados financieros y del estricto control del sueldo de los altos ejecutivos terminó de reforzar su perfil de conservadora responsable.
El FENÓMENO WESTERVELLE
Paradójica resulta también la reconversión del líder liberal, que tuvo su periodo de extravagancia y exhibicionismo en los “reality shows” televisivos y que ahora se encuentra cómodo con la imagen de “alemán medio”. Guido Westervelle ha corregido sus excesos. Su estilo directo, su espontaneidad casi juvenil, su franqueza (avalada por la “confesión” de su homosexualidad, ante cierto escándalo de los ultraconservadores bávaros) se mantienen, pero han sido reciclados y puestos ahora al servicio de una estrategia de gobierno.
Otra paradoja es que los grandes defensores en Alemania del orden ultraliberal, que tan nefastas consecuencias ha comportado, sean los vencedores de estos comicios. El SÜDDEUTSCHE ZEITUNG aventura esta explicación: “Tal vez los electores han visto a los liberales menos como defensores de una ideología que como representantes de posiciones que les son personalmente útiles”. Las posiciones más identificables de los liberales se refieren a la reducción de impuestos.
UNA COALICION NO TAN PLÁCIDA
Los liberales habían dejado claro en su congreso de Potsdam su disposición a una coalición con la CDU-CSU, como en los ochenta y noventa. La CDU favorecía también el cambio de socio. Merkel sólo fue más explícita avanzada ya la campaña. Nunca descartó completamente la Gran Coalición, en la que no sentía peligrar su capital político.
Democristianos y liberales se han repartido, desigualmente, el electorado de centro-derecha todos estos años. Los primeros, aplicando una versión conservadora del capitalismo renano, más protector que el anglosajón, más consciente de la importancia del Estado, pero también más tradicionalista en cuestiones sociales, de moralidad y costumbre. Los segundos, aunque apegados a una cierta retórica librecambista propia del capitalismo thatcherista, han buscado sus caladeros en las clases medias emergentes, empresarios, profesionales, y entre el electorado más joven, con un mensaje más abierto en las cuestiones sociales y culturales. La denuncia de medidas cristianodemócratas que podrían debilitar las libertades civiles en la política antiterrorista pueden haberle proporcionado ciertos apoyos entre el electorado de inclinación progresista, estima el semanario británico THE ECONOMIST.
Los liberales, como en los ochenta y noventa, se harán con las carteras de Exteriores y Economía. En la conducción de la economía, cristianodemócratas y liberales tendrán que conciliar sus propuestas fiscales. Sabedora de las facturas que hay pendientes, Merkel aceptará recortes de impuestos, pero la mitad de los 50 mil millones de dólares que propugna Westerwelle. La propuesta liberal es “jugar a la ruleta rusa con la sociedad”, sanciona el SUDDEUTSCHE. La Canciller ha rechazado –resalta DIE ZEIT- otras aspiraciones liberales "como la suavización de las condiciones de despedido o la privatización de las agencias de empleo”.
Guido Westervelle será el jefe de la diplomacia y, en tanto tal, Vicecanciller. Otra paradoja. Aunque el líder liberal se ha preocupado por los temas internacionales, dejándose ver en foros exclusivos y pronunciando discursos de ciertas pretensiones ante audiencias especializadas, lo cierto es que su experiencia real en la materia es nula y, señala con cierta acidez el corresponsal de LE MONDE, “el inglés no es su fuerte”. El asunto tiene poca importancia, porque será la Canciller la que dirija la política exterior alemana.
El HUNDIMIENTO SOCIALDEMÓCRATA
La humillante derrota del SPD se produce “en todas las franjas de edad y todas las categorías profesionales”, observa LE MONDE. La Gran Coalición, presentada como un ejercicio de responsabilidad por los dirigentes del partido, ha terminado convirtiéndose en una trampa política. Steinmeier y sus socios de la dirección quisieron corregir el discurso, pero el intento ha tenido el efecto paradójico de ampliar la catástrofe en vez de reducirla.
DIE ZEIT señala que la derrota del 27 de septiembre es el final de una estrategia incubada a mediados de los setenta por la corriente Seeheimer Kreis, que inspiró a la trinidad reformista del SPD (Schroeder, Steinmeier y Muntefering). El SPD ha pagado hoy las hipotecas políticas de la Agenda 2000, que a finales de los noventa pretendió “salvar” el Estado de bienestar haciéndolo más flexible, recortando los supuestos excesos y abusos, adaptándolo a la oleada liberal. La renovación debería confirmarse en el Congreso anunciado para noviembre. Muntefering no se presentará a la reelección como presidente y Steinmeier ya ha renunciado que no aspira al cargo, aunque, de momento, presidirá el grupo parlamentario.
LA INCIERTA RECONCILIACION DE LA IZQUIERDA
Pero contrariamente a lo que ocurre en otros países europeos, este debilitamiento de la socialdemocracia alemana no ha favorecido sólo al centro-derecha. El buen resultado de la coalición de izquierdas (Die Linke) supone un capítulo más en un largo ajuste de cuentas histórico entre las “dos almas del socialismo alemán”. Con el 12% de los votos (tres más que en 2005) y 76 diputados federales (22 más de los que tenía), Oskar Lafontaine se cobra una revancha indudable. Después de diez años trabajando en la reestructuración y fortalecimiento del SPD, las insalvables diferencias con Schröeder y el sector reformista provocaron su tormentoso abandono del partido, en 2005. Dos años después, el “Napoleón del Sarre” consiguió la convergencia, no sin dificultades, entre la corriente izquierdista de la socialdemocracia (agrupada en la WASG, Alternativa electoral para el trabajo y la justicia social) y el PDS, el heredero muy renovado del partido comunista de Alemania Oriental.
La herida que esta escisión motivó no se ha cerrado. Está por ver si el resultado de estas elecciones ahonda la llaga o contribuye a su cicatrización. Desde la lógica política, el acercamiento en la oposición es más factible. Pero las enemistades son profundas. Y no está claro que los futuros dirigentes del SPD favorezcan el acercamiento a Lafontaine.
Tampoco DIE LINKE es una balsa de aceite. El diagnóstico de DER SPIEGEL es sugerente: “El cuadro clásico en el Este es intrínsecamente conservador, tiene la cultura política del partido mayoritario que fue durante cuarenta años y no quiere renunciar a ello (…) El militante del Oeste, por su parte, lleva el estigma de minoritario, lo que le hace ligeramente salvaje y poco apto al compromiso”. Podría resultar también paradójico que el crecimiento de la izquierda pudiera agudizar estas discrepancias.
El tercer partido progresista, los Verdes, se estabiliza en un 10%. Su influencia política no aumenta, pero se mantiene como imprescindible para que la izquierda vuelva al gobierno en 2013. La abstención ha batido records. La participación se ha reducido al 70,8%, ¡siete puntos menos que hace cuatro años!, cuando ya se tocó fondo. “Hitler ha dejado de ser rentable para la perdurabilidad de la democracia”, enfatiza con ironía el SUDDEUTSCHE.
En definitiva, lejos de una aparente estabilidad, Alemania vive una “transición política”, como ha señalado Joshka Fischer, el exlíder ecologista y hoy consultor y analista fieramente independiente. La consolidación de los “partidos pequeños” impedirá la hegemonía política de los dos grandes, que necesitarán a dos pequeños para gobernar. Por una generación al menos, la fórmula de la Gran Coalición parece definitivamente enterrada.

DE LA GUERRA NECESARIA A LA GUERRA INCÓMODA

24 de septiembre de 2009

En ese desplazamiento político y emocional se encuentra el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, con respecto a Afganistán. La solicitud de tropas adicionales explicitada por el jefe militar norteamericano en aquel país, el general McChrystal, no por esperada ha resultado menos agitadora.
Se sabe lo que pide con cierto apremio el alto mando militar: más tropas si se quiere evitar el fracaso. Fracaso equivale a derrota. El general McChrystal aplica aquí lo que viene siendo elemento central de las estrategias de combate de los Estados Unidos en sus guerras de baja intensidad desde la revisión realizada a comienzos de los ochenta, cuando se decidió que el Pentágono debía estar preparado para afrontar “dos guerras y media”. Ese principio es que cualquier intervención militar debe contar con una fuerza masiva, desproporcionada quizás, para asegurar una victoria contundente pero sobre todo rápida.
El desdichado Donald Rumsfeld, cruzado de tantas contrarrevoluciones radicales, se permitió cuestionar este principio en la guerra contra Irak e impuso a los generales del Pentágono una campaña inicialmente reducida. Tenía el entonces secretario de Defensa la idea de que los militares también se comportan como burócratas y tienden a gastar más de lo necesario. Seguramente, como no se creía sus propios embustes sobre las capacidades de destrucción masiva de Saddam Hussein, apostó por movilizar recursos limitados, pero altamente eficaces. A principio, la estrategia resultó. La guerra fue corta y hubo más victimas propias causadas por fuego amigo que por Irak. Pero la posguerra resultó muy diferente. Cuando el ejército norteamericano se convirtió, sin disimulo ni retóricas, en fuerza de ocupación, pasó lo que pasó. Y los generales le pasaron factura a Rumsfeld. Lo fueron debilitando a medida que las bajas de adolescentes norteamericanos aumentaban y la gran farsa destruía la reputación patriótica de la administración Cheney-Bush (por este orden). Hasta que el más listo de la sala de banderas, el general Petreus, consiguió convencer a la Casa Blanca de que la única forma de revertir la situación y maquillar el desastre era incrementar las tropas combatientes en Irak: el famoso “surge”. Así se hizo, y con Rumsfeld ya en la “reserva” (definitiva), se libró la “guerra de los militares”, la que los militares querían. Aquí dejamos la analogía. Y volvemos a Afganistán.
Aunque la situación sea bien distinta, como ya hemos explicado aquí, la receta castrense no difiere mucho: más tropas para garantizar el éxito. Los argumentos centrales del requisitorio de McChrystal fueron desveladas en el WASHINGTON POST por Bob Woodward (el periodista del Watergate): hay que aumentar las tropas para superar la movilidad de los talibanes y su eficaz manejo del terreno y de la frustración local, y así poder proteger a la población de los ataques y amenazas, hay que formar a las fuerzas militares y de seguridad afgana para hacer posible una retirada ulterior con garantías. Esa es la letra grande. Pero la letra pequeña tiene un interés incuestionable.
McChrystal no se muerde la lengua al analizar los factores que están complicando la misión. Del mando de la OTAN en Afganistán afirma que está “mal configurado”, es “poco experimentado”, está “distanciado de los afganos” y no entiende “aspectos críticos de la sociedad afgana”; como consecuencia de los cual, los soldados aliados están más preocupados de “protegerse a si mismos que de proteger a la población local”. Del gobierno afgano, asevera que está debilitado por una “corrupción generalizada” y el “abuso de poder”. De los talibanes, que son despiadados, pero astutos y con gran capacidad para la propaganda y el reclutamiento de desafectos, especialmente en las cárceles, convertidas en viveros de terroristas.
Ya antes del informe, la Casa Blanca empezaba a sentirse visiblemente incómoda por una guerra cada día más enrevesada. La tesis preelectoral de Obama de que Bush se había equivocado de guerra era sugerente para que el alma conservadora de Estados Unidos no se espantara y no pudiera presentarlo como un pusilánime que carecía de agallas para ser comandante en jefe. La fórmula de Obama era brillante es su sencillez: cambiamos los huevos de cesto, nos vamos –ordenadamente- de Irak y nos concentramos en Afganistán (y Pakistán), derrotamos a los talibanes, cazamos a Bin Laden y a sus últimos guerreros del apocalipsis jihadista y nos preparamos para una nueva era de paz y estabilidad en Oriente Medio. Pero estalló la crisis económica, seguir gastando en guerras remotas y poco productivas se hizo más difícil día a día, la situación sobre el terreno empeoraba, las bajas alcanzaban cifras récord y los amigos locales no sólo se dedicaban a enriquecerse sino que, además, no tenían empacho en amañar las elecciones sin disimulo. En sólo unos meses, el cántaro roto, y la leche, derramada.
Obama ha dicho que examinará la petición de McChrystal, pero “no hay que poner el carro delante de los bueyes” (sic). O sea, que primero hay que redefinir la estrategia y luego decidir los recursos que se asignan. Pero lo cierto es que el informe del general –y su conocimiento público- ha apremiado el debate. Hasta el punto de que Obama reunió el día 13, domingo, a sus principales asesores para escuchar sus propuestas. El vicepresidente Biden estuvo muy claro: olvidémonos de Afganistán, allí ya no hay terroristas islámicos, hay que preparar la retirada y concentrarse en destruir a los binladistas y sus amigos talibanes afganos y pakistaníes en la porosa zona fronteriza, a base de bombardeos de los aviones Predator y otros efectivos especiales. O sea, pasar de la contrainsurgencia al contraterrorismo. Esta opinión no fue compartida por los otros altos cargos. Hillary Clinton incluso llegó a decir en la PBS: “si Afganistán es tomado por los taliban, no quiero decir lo rápido que regresará allí Al Qaeda”. Pero que la “solución Biden”, desestimada por Obama en marzo, haya vuelto a considerarse indica la “amplitud de la revisión que está haciendo la administración”, subraya el diario neoyorquino.
Los militares temen que Obama se esté arrepintiendo de haber ordenado el envío de 21.000 hombres más esta primavera, según fuentes del Pentágono citadas por THE NEW YORK TIMES. Por su parte, Robert Dreyfuss asegura en el semanario progresista THE NATION que en círculos neocon se especula con que McChrystal dimita si no obtiene las tropas adicionales que ha solicitado. THE WALL STREET JOURNAL asegura que la Casa Blanca le pidió que aplazara su informe. Pero este general proveniente de las fuerzas especiales y con algunos episodios oscuros en su historial se habría sentido respaldado por muchos de sus superiores. No es descartable que Obama tenga que acudir a su “ministro prestado” (de Bush), el secretario de Defensa, para aplacar los ánimos. Después de todo, el propio Gates lo dijo alto y claro cuando se conoció el informe de McChrystal: “lo de Afganistán va para largo, mejor es que nos tomemos un respiro y reflexionemos con calma”.
¿Quién se acuerda de la “guerra necesaria”? Ahora hay que evitar que se vuelva insoportablemente incómoda

DE LA GUERRA NECESARIA A LA GUERRA INCÓMODA

24 de septiembre de 2009

En ese desplazamiento político y emocional se encuentra el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, con respecto a Afganistán. La solicitud de tropas adicionales explicitada por el jefe militar norteamericano en aquel país, el general McChrystal, no por esperada ha resultado menos agitadora.
Se sabe lo que pide con cierto apremio el alto mando militar: más tropas si se quiere evitar el fracaso. Fracaso equivale a derrota. El general McChrystal aplica aquí lo que viene siendo elemento central de las estrategias de combate de los Estados Unidos en sus guerras de baja intensidad desde la revisión realizada a comienzos de los ochenta, cuando se decidió que el Pentágono debía estar preparado para afrontar “dos guerras y media”. Ese principio es que cualquier intervención militar debe contar con una fuerza masiva, desproporcionada quizás, para asegurar una victoria contundente pero sobre todo rápida.
El desdichado Donald Rumsfeld, cruzado de tantas contrarrevoluciones radicales, se permitió cuestionar este principio en la guerra contra Irak e impuso a los generales del Pentágono una campaña inicialmente reducida. Tenía el entonces secretario de Defensa la idea de que los militares también se comportan como burócratas y tienden a gastar más de lo necesario. Seguramente, como no se creía sus propios embustes sobre las capacidades de destrucción masiva de Saddam Hussein, apostó por movilizar recursos limitados, pero altamente eficaces. A principio, la estrategia resultó. La guerra fue corta y hubo más victimas propias causadas por fuego amigo que por Irak. Pero la posguerra resultó muy diferente. Cuando el ejército norteamericano se convirtió, sin disimulo ni retóricas, en fuerza de ocupación, pasó lo que pasó. Y los generales le pasaron factura a Rumsfeld. Lo fueron debilitando a medida que las bajas de adolescentes norteamericanos aumentaban y la gran farsa destruía la reputación patriótica de la administración Cheney-Bush (por este orden). Hasta que el más listo de la sala de banderas, el general Petreus, consiguió convencer a la Casa Blanca de que la única forma de revertir la situación y maquillar el desastre era incrementar las tropas combatientes en Irak: el famoso “surge”. Así se hizo, y con Rumsfeld ya en la “reserva” (definitiva), se libró la “guerra de los militares”, la que los militares querían. Aquí dejamos la analogía. Y volvemos a Afganistán.
Aunque la situación sea bien distinta, como ya hemos explicado aquí, la receta castrense no difiere mucho: más tropas para garantizar el éxito. Los argumentos centrales del requisitorio de McChrystal fueron desveladas en el WASHINGTON POST por Bob Woodward (el periodista del Watergate): hay que aumentar las tropas para superar la movilidad de los talibanes y su eficaz manejo del terreno y de la frustración local, y así poder proteger a la población de los ataques y amenazas, hay que formar a las fuerzas militares y de seguridad afgana para hacer posible una retirada ulterior con garantías. Esa es la letra grande. Pero la letra pequeña tiene un interés incuestionable.
McChrystal no se muerde la lengua al analizar los factores que están complicando la misión. Del mando de la OTAN en Afganistán afirma que está “mal configurado”, es “poco experimentado”, está “distanciado de los afganos” y no entiende “aspectos críticos de la sociedad afgana”; como consecuencia de los cual, los soldados aliados están más preocupados de “protegerse a si mismos que de proteger a la población local”. Del gobierno afgano, asevera que está debilitado por una “corrupción generalizada” y el “abuso de poder”. De los talibanes, que son despiadados, pero astutos y con gran capacidad para la propaganda y el reclutamiento de desafectos, especialmente en las cárceles, convertidas en viveros de terroristas.
Ya antes del informe, la Casa Blanca empezaba a sentirse visiblemente incómoda por una guerra cada día más enrevesada. La tesis preelectoral de Obama de que Bush se había equivocado de guerra era sugerente para que el alma conservadora de Estados Unidos no se espantara y no pudiera presentarlo como un pusilánime que carecía de agallas para ser comandante en jefe. La fórmula de Obama era brillante es su sencillez: cambiamos los huevos de cesto, nos vamos –ordenadamente- de Irak y nos concentramos en Afganistán (y Pakistán), derrotamos a los talibanes, cazamos a Bin Laden y a sus últimos guerreros del apocalipsis jihadista y nos preparamos para una nueva era de paz y estabilidad en Oriente Medio. Pero estalló la crisis económica, seguir gastando en guerras remotas y poco productivas se hizo más difícil día a día, la situación sobre el terreno empeoraba, las bajas alcanzaban cifras récord y los amigos locales no sólo se dedicaban a enriquecerse sino que, además, no tenían empacho en amañar las elecciones sin disimulo. En sólo unos meses, el cántaro roto, y la leche, derramada.
Obama ha dicho que examinará la petición de McChrystal, pero “no hay que poner el carro delante de los bueyes” (sic). O sea, que primero hay que redefinir la estrategia y luego decidir los recursos que se asignan. Pero lo cierto es que el informe del general –y su conocimiento público- ha apremiado el debate. Hasta el punto de que Obama reunió el día 13, domingo, a sus principales asesores para escuchar sus propuestas. El vicepresidente Biden estuvo muy claro: olvidémonos de Afganistán, allí ya no hay terroristas islámicos, hay que preparar la retirada y concentrarse en destruir a los binladistas y sus amigos talibanes afganos y pakistaníes en la porosa zona fronteriza, a base de bombardeos de los aviones Predator y otros efectivos especiales. O sea, pasar de la contrainsurgencia al contraterrorismo. Esta opinión no fue compartida por los otros altos cargos. Hillary Clinton incluso llegó a decir en la PBS: “si Afganistán es tomado por los taliban, no quiero decir lo rápido que regresará allí Al Qaeda”. Pero que la “solución Biden”, desestimada por Obama en marzo, haya vuelto a considerarse indica la “amplitud de la revisión que está haciendo la administración”, subraya el diario neoyorquino.
Los militares temen que Obama se esté arrepintiendo de haber ordenado el envío de 21.000 hombres más esta primavera, según fuentes del Pentágono citadas por THE NEW YORK TIMES. Por su parte, Robert Dreyfuss asegura en el semanario progresista THE NATION que en círculos neocon se especula con que McChrystal dimita si no obtiene las tropas adicionales que ha solicitado. THE WALL STREET JOURNAL asegura que la Casa Blanca le pidió que aplazara su informe. Pero este general proveniente de las fuerzas especiales y con algunos episodios oscuros en su historial se habría sentido respaldado por muchos de sus superiores. No es descartable que Obama tenga que acudir a su “ministro prestado” (de Bush), el secretario de Defensa, para aplacar los ánimos. Después de todo, el propio Gates lo dijo alto y claro cuando se conoció el informe de McChrystal: “lo de Afganistán va para largo, mejor es que nos tomemos un respiro y reflexionemos con calma”.
¿Quién se acuerda de la “guerra necesaria”? Ahora hay que evitar que se vuelva insoportablemente incómoda