LA ‘ANOMALÍA’ DE LA IZQUIERDA EN LATINOAMERICA

27 de junio de 2012

           Es un hecho que Latinoamérica vive una etapa inusitada de gobiernos de izquierda, progresistas o de orientación popular. Es un fenómeno no conocido antes, ni siquiera en los setenta, cuando algunas experiencias de apertura, cambio y ensayo de transformación social terminaron ahogadas en sangre.

           Después del catastrófico experimento del llamado Consenso de Washington, la fórmula codificadora de las políticas neoliberales que arruinaron muchos de esos países y empobrecieron canallescamente a sus poblaciones, se fueron abriendo paso alternativas progresistas plurales y muy variadas, apegadas a las características nacionales y sustentadas en particulares fortalezas materiales y sociales.
              El caso es que, hoy, Iberoamérica está políticamente escorada a la izquierda, o a las izquierdas, porque, como acertadamente se ha dicho, hay notables diferencias entre unos casos y otros. Pero todos ellos comparten el objetivo común de la redistribución de la riqueza y la desconfianza hacia las recetas terribles que hicieron retroceder social, económica y culturalmente a sus naciones.
               Las oligarquías, o simplemente las élites, no han aceptado de buen grado el avance democrático en cada uno de esos países. Las resistencias no han cesado y los obstáculos se multiplican. Ya no parece posible el golpe de Estado militar, por su brusquedad. Pero existen todavía numerosos instrumentos para dificultar la estabilización de un proyecto progresista en el subcontinente americano.
             El último ejemplo lo hemos visto en Paraguay, con la escandalosa maniobra de destitución del primer presidente de izquierdas en la historia de ese atormentado país. Por otro lado,  esas maniobras de freno a la izquierda pueden ser preventivas, como es el caso, bien distinto, de México.
                PARAGUAY: UN GOLPE DE ESTADO, SIN INTERROGANTES
            Lo ocurrido en Paraguay puede contarse de muchas maneras. Pero resulta difícil escamotear el hecho fundamental. Que una clase política deudora del único poder realmente existente, el oligárquico latifundista, utiliza torticeramente unos mecanismos constitucionales para derribar a un presidente, el exsacerdote Fernando Lugo, ajeno a sus intereses. El motivo(o la excusa) que origina la destitución es un oscuro incidente de represión policial en un punto alejado del país. Una ocupación campesina de una finca provoca una intervención policial, se desata un tiroteo y mueren once personas. Sin dar la oportunidad de investigar tranquila y adecuadamente los hechos, a pesar de sospechas sólidas sobre manipulaciones en la autoría de los crímenes, se pone en marcha la maquinaria de acoso al presidente Lugo. El incidente policial coincide con la noticia de otra paternidad oculta  del exsacerdote, escándalo que resulta insoportable para la hipocresía social de la rancia clase dirigente paraguaya.
            Hay demasiadas inconsistencias en la destitución de Lugo, aparte del apresuramiento mencionado. El mandato del presidente estaba próximo a concluir (apenas le restaban nueve meses en el cargo). ¿A qué tanta prisa? Obviamente, se le quería apartar del poder institucional para que no molestara los previsibles manejos de los candidatos más comprometidos con la oligarquía, ansiosa de restaurar el control político absoluto del país.
          Lamentable, el programa de transformación social previsto por Fernando Lugo no se ha realizado tanto por los obstáculos de los poderosos, como, es de justicia admitir, por inconsistencias y contradicciones de los sectores progresistas, y también por la ingenuidad  y los errores del propio presidente, poco hábil para neutralizar su propio aislamiento.
       No está demasiado lejos el caso de Honduras, donde a pesar de los golpes de pecho y las indignaciones contenidas, se consolidó el golpe de Estado (allí sí directamente militar, aunque, por lo general, incruento). Ni desde Washington, ni desde las capitales europeas, por no hablar de las atalayas mediáticas, se hizo un serio esfuerzo para abortar el proyecto golpista. Todo indica que en Paraguay ocurrirá lo mismo. Las condenas de los gobiernos izquierda de los países vecinos no han obtenido acompañamiento adecuado de sus homólogos norteamericanos o europeos, que se han limitado a declaraciones blandas.
Resulta significativo que muchos medios,  incluso de aquellos que se consideran como liberales o progresistas en sus posiciones editoriales ante sus realidades nacionales, hayan  criticado casi más  las reacciones irritadas de algunos gobiernos latinoamericanos de izquierda que la maniobra de destitución de Lugo. O peor. Que muchos hayan utilizado el término ‘golpe de estado’ entre interrogantes minimiza el alcance de lo ocurrido. La legalidad del mecanismo no otorga legitimidad al proceso de desgaste, acoso y derribo. Aunque todo ello se denuncie, se termina enfatizando casi tanto o más los errores e insuficiencias de Lugo.
En algunos casos, los medios se han comportado como exponente del poder empresarial más que como expresión de conciencia democrática. Por eso, igual que ahora en Paraguay, en otros momentos y lugares han mostrado esa misma actitud, con acierto desigual: en Ecuador, en Bolivia, en Nicaragua, en Perú, en Argentina y, con gran virulencia, en Venezuela. Últimamente, también en Brasil, desde que la presidenta Dilma Roussef ha decidido apostar por una política de mayor intervención estatal en la economía.
            MÉXICO: SEÑALES DE ALERTA
Este domingo se celebran elecciones presidenciales en México. En las últimas, hace seis años, al candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, le birlaron con toda seguridad la victoria, como había ocurrido en 1988, con Cuautéhmoc Cárdenas. Fueron dos momentos en que la izquierda mexicana se encontró a las puertas del poder. En el caso más antiguo, frente a la todavía poderosa maquinaria del PRI; en el más reciente, frente a la menos experimentada del PAN. Pero, en ambas ocasiones, los grandes intereses corporativos se alinearon con los corruptos aparatos políticos e institucionales para impedir un giro significativo en la orientación del país.
          El mandato del actual presidente Felipe Calderón (PAN, conservador) ha sido controvertido. En gran medida, debido a su estrategia de militarización de la lucha contra la violencia de los cárteles de la droga, que ha costado 60.000 muertos. En parte por eso, y en parte por la falta de apoyo sólido de su propio partido a la desdibujada candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota,  se dibuja un escenario de regreso al poder del PRI. Pero la fragilidad e insolvencia de su candidato, Enrique Peña Nieto  –pura burbuja mediática y de mercadotecnia política- , hizo que la opción de izquierdas encarnada en López Obrador creciera hasta situarse en posiciones de aspirar a ganar la partida el próximo domingo, favorecido en parte por el impulso juvenil.
Cuando se empezaron a estrechar las encuestas, se produjeron distintas maniobras mediáticas, especialmente detestables en México, y espectaculares movimientos subterráneos de dinero. Y algo más. Prominentes dirigentes del PAN, entre ellos el anterior presidente Fox, han apostado por Peña Nieto (veladamente, el propio Calderón). A muchos les ha sorprendido este posicionamiento. Sin embargo, no debería extrañar tanto. Es la expresión del temor de los grandes intereses al triunfo de la izquierda.
Los dirigentes de las izquierdas latinoamericanas, incluido Andrés Manuel López Obrador, arrastran motivos más que sobrados de crítica. Pero lo mismo podría decirse, aunque con mucha más razón y énfasis superior, de sus adversarios políticos. Pero, por lo general, a la izquierda se la juzga con mayor rigor. Se amplifican sus errores y se tienden a minimizar las trampas y obstáculos a que se ven enfrentados en su gestión. Desgraciadamente, desde muchos ámbitos de poder, la victoria electoral o el mandato político de la izquierda en Iberoamérica se sigue considerando como una anomalía.