22 de febrero de 2017
Trump
tuitea, se va de la lengua o reinterpreta
la política exterior. Sus colaboradores próximos (los sensatos, los profesionales) acuden a enmendar sus
ocurrencias, a embellecer sus ideas. O
sea, a enmendarle la plana.
Con
Europa, el inquilino de la Casa Blanca se ha empleado a modo. Con ese gusto que
tiene por decir lo primero que se le ocurre (pocas cosas sensatas), ha
conseguido algo que parece más que difícil: irritar a los dirigentes europeos. A
éstos, si algo les caracteriza, generalmente, por tradición, trayectoria y
cultura, es su templanza, o su cinismo, para responder a las críticas o a las
declaraciones hostiles.
Pero
Trump no es un político de la oposición, ni un analista o un periodista ácido,
ni el portavoz de un movimiento social o antiglobalización. Es, aunque cada día
cueste más aceptarlo, el Presidente de los Estados Unidos. Y lo que dice tal
altísimo responsable internacional, sólo por decirlo, tiene consecuencias. No
termina de entenderlo.
LA DIFÍCIL MISIÓN DEL COMANDO AVANZADO
La Conferencia de Múnich es un
foro convencional de la seguridad europea, donde suelen escucharse opiniones,
evaluaciones y sugerencias todo menos sorprendentes. De vez en cuando, alguien
se sale del guion y agita a los aburridos informadores enviados a cubrir el
evento. Como en 2003, cuando el entonces Secretario de Defensa norteamericano,
Donald Rumsfeld, dijo aquello de que Alemania y los países que se oponían a la
invasión de Irak eran la “vieja Europa”; en cambio, la “nueva Europa”, o sea la
mayoría de los antiguos países del Pacto de Varsovia (o algunos “iluminados”,
como la España de Aznar) comprendían con clarividencia la significación de la
decisión del entonces Presidente Bush (W).
Ya conocemos
el desastre en el que se resolvió aquella iniciativa respaldada por la “nueva
Europa”. En esa Europa supuestamente emergente
han anidado numerosos partidos xenófobos, racistas y populistas sin muchos escrúpulos.
Aunque, para ser honesto, en la vieja Europa no están libres de esos mismos
peligros. Y en todos ellos, en el viejo y el nuevo continente, admiradores, o
al menos oportunistas seguidores, de este otro Donald.
Estos
días en Múnich, cuatro altos miembros del gabinete Trump han intentado que se
olvidaran las torpes afrentas cometidas por su locuaz jefe en las últimas
semanas (1). Tirando de ese manual diplomático que Trump desprecia con
insolente ignorancia, el Vicepresidente Pence, el Secretario de Estado,
Tillermann, el de Defensa, Mattis, o el de Seguridad Interior, Kelly (éstos dos
últimos, ex generales) han reiterado el mismo mensaje oído desde hace más de
medio siglo: compromiso inequívoco e incondicional de EE.UU. con la seguridad
de Europa, reafirmación de los valores, principios y objetivos largo tiempo
compartidos. Compromiso pleno y solidario con el vínculo transatlántico. Eso
sí: paguen usted más por la defensa europea, que si no será difícil convencer
por mucho tiempo al Jefe de la
utilidad de la Alianza. Con lo que está cayendo, mensaje erróneo (2).
No vale de mucho que los
guardianes de la política europea (Tusk, Stontelberg, Junker) recuperen en
público la sonrisa y digan lo que corresponde para que parezcan superados los
malentendidos. Por si acaso, Alemania y Francia (vieja Europa) recuperan el recurrente proyecto de una defensa
europea autónoma (3), aunque sin cuestionar la vigencia de la Alianza
Atlántica. Nada nuevo, en realidad, pero la recuperación de la propuesta en
estos momentos no puede ser pura coincidencia.
LA SOMBRA DEL IMPEACHMENT
Desde una Casa Blanca donde se
trasnocha mucho viendo la televisión, se estropeó el discurso que los afanados
escuderos habían intentado recomponer en Múnich. Trump produjo uno de sus creativos tuiter
sobre el daño que la inmigración descontrolada había hecho en Suecia (insinuando
un atentado terrorista inexistente). Y como le salieron al paso para sacarlo de
su error, se despachó de nuevo con los
medios (fake media) que no le siguen
el juego.
Trump
ha batido todos los récords de impopularidad de un ocupante de la Casa Blanca a
estas tempranas alturas. No existe casi nadie, desde la derecha conservadora
hasta la izquierda más crítica que no se tire de los pelos ante la perspectiva
de cuatro años así. Ya empieza a
molestar tener que escribir todo el rato de lo mismo: el monotema. Pero ¿podemos sustraernos a ello cuando la
incompetencia, la irresponsabilidad o el caos parecen haberse instalado en el
Despacho Oval?
Se le
pasan a uno las horas leyendo lo que inteligentes analistas del poder político
en Estados Unidos llevan escribiendo desde el 20 de enero, día de la inauguración presidencial. Algunos se dejaron incluso ganar por la
esperanza de que el triunfador de las elecciones (en la suma del Colegio de
compromisarios) se dejara arrastrar por la cordura. Pero tras un espejismo
inicial de amabilidad y aparente moderación, se desató el caos.
Trump
se comporta en la Casa Blanca como en los mítines de campaña. Falta, insulta y
descalifica más que propone, orienta o indica. La preocupación en EE.UU.
alcanza límites desconocidos. Algunos ya ven en el recién estrenado Trump los
indicios patológicos del Nixon de los últimos días. La institución,
desprestigiada. La clase política, on
fire. La nación, en vilo. Los aliados, sobrecogidos. Es la “niebla de
Trump”, en palabras de David Rothkopf (2). ¿Acabará su mandato o será
destituido? Éste es ya uno de los tópicos de conversación en Washington. No
faltan los motivos, pero sus turbias relaciones con Rusia se destacan como las
más peligrosas para la estabilidad de su mandato.
Hay
una Europa que ve en Trump una oportunidad inesperada para medrar, para hacer
avanzar sus causas demagógicas y peligrosas, para conseguir éxitos electorales
impensables hasta hace poco. Pero hay otra Europa que asiste espantada a los
que se proyecta desde EE.UU. De poco
sirven cantinelas business as usual como
las proclamadas por sus segundos en
Múnich. Cuando el Presidente se deje caer por este lado del Atlántico (Londres,
obligada primera parada) ya puede anticiparse lo que ocurrirá: protestas,
manifestaciones incluso más numerosas que las que en su día se dedicaron al
otro Donald y a su jefe (W), una brecha sin precedentes en la alianza
atlántica.
En tiempos del Brexit, del desafío xenófobo, del envite
nacionalista-populista, una visita de Trump es lo último que se necesita por
estos quebrantados pagos. Mejor que no
venga, por ahora, le deben estar sugiriendo desde Berlín, París, Roma,
Bruselas, ¿Madrid?).
El 8 de noviembre pasado,
mientras se desarrollaban las votaciones en el encantador barrio de Georgetown,
un enclave liberal del perímetro de Washington, unos apoderados (o lo
equivalente de tal figura allí) de Hillary Clinton me decían que confiaban en
la victoria de la candidata demócrata, porque, de lo contrario, Estados Unidos
se convertiría en el hazmerreír de todo el mundo y en la vergüenza del país.
¿Les parece que exageraban?
NOTAS
(1)
“Trump
team meets Europe”. BRUCE JONES. BROOKING
INSTITUTION, 19 de febrero.
(2)
“Trump
aides try to reassure Europe, but may remain wary”. HELENE COOPER. THE NEW YORK TIMES, 17 de febrero.
(3) “Berlin
veut fair advancer l’Europe de la defence”. LE
MONDE, 14 de febrero.
(4) “The fog of Donald Trump”. DAVID ROTHKOPF. FOREIGN POLICY, 14 de febrero.