9 de octubre de 2009
No creo ser muy original en este comentario. Ante la concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, me siento como millones de personas atentas a la realidad internacional: perplejo y confundido.
El Comité Nobel arrastra una serie de decisiones polémicas, en más de un siglo de existencia. Puede admitirse que la valoración de una acción política, diplomática o humanitaria dedicado a fortalecer la paz sea, inevitablemente, objeto de discusión y no concite un acuerdo general. En algunos casos, la distinción ha sido especialmente discutible y ha provocado incomodidad indisimulable en numerosos colectivos. No podemos olvidar que en la nómina de premiados del Comité figuran personajes tan controvertidos como Henry Kissinger, Isaac Rabin, Menahem Begin, Anwar El Sadat o Yasser Arafat.
En el caso de Kissinger, el argumento en el que se fundamentó su distinción fue su contribución a los acuerdos de paz entre Estados Unidos y Vietnam, tras unas interminables negociaciones con su contraparte Le Duc Tho. Es discutible que firmar la paz signifique trabajar por ella, cuando lo que en realidad hizo Kissinger fue constatar la derrota norteamericana en una guerra que él no inicio, pero si contribuyó a mantener y prolongar. Por no hablar de su infame papel los golpes militares latinoamericanos de los setenta, que produjeron muerte y sufrimiento a raudales.
Rabin, Begin, y Arafat representaban a dos pueblos irreconciliables. Su papel es asimétrico. Rabin y Begin fueron –sin entrar en detalles- dirigentes destacados de un Estado que ha hecho una larga travesía de la esperanza a la agresión. Arafat era el símbolo de un pueblo despojado de su territorio y sus derechos que acudió a la violencia para recobrarlos.
Lo que hace poco creíble la decisión de este año en Oslo no son las credenciales de Obama, sino la ausencia de ellas. Dice el Comité que se le otorga el premio “por sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”.
Me apresuro a reconocer la esperanza de mejora en el panorama internacional que Obama ha creado. Sus propuestas le hacen merecedor de comprensión, apoyo y colaboración. Pero es demasiado pronto para los reconocimientos. La política exterior de Obama es tan prometedora como incierta. En Afganistán, se mueve entre la tentación de reforzar la militarización del conflicto o de hacerlo simplemente más gestionable. En Oriente Medio ha cambiado el tono con el discurso de El Cairo, que ha sembrado reconciliación con el mundo árabe, pero no ha conseguido que las partes avance ni siquiera más allá del territorio de la frustración. Con respecto al desarme nuclear, no ha prometido algo muy original con respecto a otros presidentes norteamericanos anteriores. Y sería un error de bulto magnificar su decisión sobre el escudo antimisiles, porque lejos de eliminarlo como algunos suponen, lo que ha hecho es modificarlo. En América Latina, se ha movido con cautela poco conmovedora (Cuba) con una ambigüedad sospechosa (Honduras). Del resto de conflictos en África o Asia, ha tenido tiempo de ocuparse poco o nada, más allá de palabras dulces.
Hay dos “explicaciones” para la decisión del Comité Nobel. La primera es que sus miembros no hayan sabido encontrar otro candidato mejor. Desde luego, el panorama internacional no ofrece grandes candidatos; pero no menos este año que en muchos de los anteriores. Y algunos nombres que han circulado como favoritos, sin ser de gran conocimiento público, acreditan más méritos. O también cabía la posibilidad de dejarlo desierto, como ya ha ocurrido varios años.
La otra explicación es que los provectos miembros del Comité se hayan dejado arrastrar por la “obamamanía” más allá de lo razonable. Es bien sabido que la política ha sido engullida por el arte de la seducción y que los líderes mediáticos ofician de sacerdotes de la ceremonia. Pero, si ésa fuera una de las razones, la concesión del premio debería aumentar nuestra preocupación. Cabe una última razón. Que los “hombres buenos” del Nobel hayan querido ayudar a Obama, apoyarle para convertir en realidad las promesas, en hechos las palabras. Si es así, lo comprendemos. Pero nos cuenta sacudirnos la incredulidad.
CACOFONÍA EUROPEA
8 de octubre de 2009
Irlanda ha cambiado de posición y ha aceptado ahora el Tratado de Lisboa. Casi todo el mundo se felicita, pero las abruptas dificultades en la gestión de la crisis económica han puesto sordina monumental a esta victoria europeísta conseguida con fórceps.
Los irlandeses han dicho si con más susto que entusiasmo. La crisis les ha destruido las certidumbres sobre su modelo económico y social. Ese espíritu anglosajón y neoliberal, a base de desregulación industrial y financiera, liberalización muy amplia del mercado laboral y baja presión fiscal para atraer inversión extranjera, funcionó durante unos años. Pero la crisis se lo ha llevado por delante. Irlanda sufre el descenso más fuerte del PIB en los últimos meses y el mayor incremento del desempleo en la Unión. Irlanda, en cuyo despegue y desarrollo tanto peso tuvieron las ayudas europeas, llegó a creerse que el crecimiento pasaba por alejarse del modelo social europeo. El desencanto ha favorecido este regreso forzado al redil común.
La ratificación del Tratado de Lisboa en el referéndum de Irlanda causó cierta euforia impostada en Bruselas y una desfallecida satisfacción en las capitales europeas que reman a favor del proyecto. Es evidente que otro No irlandés se hubiera llevado por delante años de esfuerzos y dificultosas negociaciones. Pero las encuestas ya predecían el triunfo del voto afirmativo, por efecto del desencanto y el deseo de protección comunitaria.
Obviamente, la ciclotimia europea habitual está mitigada y regulada por la difícil gestión de la crisis, que opera contra pulsiones demasiado optimistas. Aunque las previsiones apunten hacia la recuperación en los próximos meses, lo cierto es que la desconfianza se mantiene. Los gobiernos y los agentes sociales permanecen en guardia ante un un frenazo brusco, sin descartar incluso el empeoramiento.
En este contexto socio-económico de incertidumbre, el avance institucional europeísta se antoja arduo, pero sobre todo muy ajeno a las preocupaciones de los ciudadanos. Las tres sombras políticas que pesan sobre el despliegue del Tratado de Lisboa tienen un peso menor que los riesgos de involución económica, pero no son desdeñables.
EL SIMULACRO CHECO
La más inmediata se proyecta desde el castillo de Praga, sede oficial de la Jefatura del Estado. Adquiere tono intemperante y parece propio de otros tiempos en los que la vehemencia en torno al proyecto europeo ganaba la partida a la metodología más burocrática ahora imperante. El “thatcherismo” del presidente checo, Vaclav Klaus, convicto y confeso, tiene aires de melodrama político. Recuerda un poco al filibusterismo, esa cultura de maniobras legislativas destinadas a bloquear la aprobación de normas legales en el Congreso de los Estados Unidos. Que Klaus haya instruido a una treintena de senadores afectos para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la perturbación que el Tratado de Lisboa puede ocasionar en el ordenamiento jurídico checo resulta de una zafiedad política casi pueril.
Según leemos en el diario checo diario HOSPODARSKE NOVINY (NOTICIAS ECONÓMICAS), a Klaus y sus legiones euroescépticas (numerosas, aunque de combatividad variable, la mayoría menos aguerridas que el presidente), les preocupan, sobre todo, tres elementos del Tratado: la posibilidad de que los gobiernos puedan decidir nuevos dominios por mayoría simple (la famosa “cláusula pasarela” del artículo 48), la Carta de Derechos fundamentales (que abre la puerta a nuevos derechos sociales) y la política exterior común (que desprotege a los checos y otros centroeuropeos de un acercamiento europeo a Moscú).
Klaus es consciente de que no podrá abortar el Tratado y trata sólo de retrasar su firma para llamar la atención. Sobre todo después de que su colega polaco haya bajado los brazos ante la indisimulable presión procedente del Oeste.
EL OBSTÁCULO BRITÁNICO
La otra sombra es el previsible cambio de guardia política en Londres. El líder tory, David Cameron, está atrapado en la promesa del referéndum. El euroescepticismo británico tiene más capacidad de destrucción. No se trata de un fundamentalismo ideológico neoliberal. Eso se ha diluido en gran parte. El peligro reside en la imposibilidad del matrimonio entre las culturas política europea y británica. Los dirigentes políticos de Londres pueden hacer tragar exigencias propias de una pareja de hecho, pero cada vez que se quiere oficializar el vínculo, crujen las costuras. Durante el Congreso anual conservador, los euroescépticos han exigido que se celebre el referéndum, aunque el Tratado de Lisboa haya entrado en vigor. Cameron mantiene la ambigüedad sobre este punto, pero se declara contrario al Tratado y no parece dispuesto a asumir el desgaste que supondría resistir las presiones eurofóbicas.
LAS FALSAS ILUSIONES
Con un cierto aire de revancha, los tories tampoco están dispuestos a que Tony Blair se convierta en Presidente permanente de la Unión. Es una norma no escrita que sin el apoyo del país al que pertenece, un candidato tiene pocas posibilidades de ser designado para el cargo propuesto. Blair despierta recelos de sobra conocidos. Sometió su compromiso europeísta al mismo maltrato que sus convicciones laboristas. Pero las alternativas resultan poco atractivas. Sólo Felipe González iguala –más bien supera- la estatura de Blair. Pero con un portugués al frente de la Comisión, resulta casi imposible esa “iberización” completa del Ejecutivo. Si la elección recae en el holandés Balkenende, significará que la apuesta europea será endeble y la talla política del Presidente estable estará muy lejos de ese “George Washington europeo” que anhelaba Giscard durante la Convención que diseñó la malograda Constitución.
La tercera sombra es la debilidad del liderazgo político. El eje franco-alemán, que algunos quieren ver en fase de sólida reconstrucción, debe todavía demostrar su vitalidad. El gobierno de Gran Coalición podría tener muchos defectos en Alemania (y resultar una losa para la socialdemocracia), pero anclaba y reforzaba el compromiso europeo mucho más que esta alianza escorada a la derecha que ahora se está construyendo. Sobre Gran Bretaña ya se han dado pistas. De Italia, sólo llega descrédito y vacío. En Centroeuropa, reina la desconfianza y el desconcierto. Los nórdicos aportan sensatez, pero también frialdad. Y en el sur, donde se camina a contracorriente política, la brutalidad de la crisis ha apagado los bríos europeístas.
Las divergencias europeas en Pittsburgh han sido apreciables, produciendo un cierto efecto de cacofonía en los analistas más atentos. En las próximas los nombramientos acapararán la atención principal. Pero no habrá que hacerse ilusiones sobre la solidez de las convicciones y la profundidad de las decisiones para enderezar el rumbo de Europa.
Irlanda ha cambiado de posición y ha aceptado ahora el Tratado de Lisboa. Casi todo el mundo se felicita, pero las abruptas dificultades en la gestión de la crisis económica han puesto sordina monumental a esta victoria europeísta conseguida con fórceps.
Los irlandeses han dicho si con más susto que entusiasmo. La crisis les ha destruido las certidumbres sobre su modelo económico y social. Ese espíritu anglosajón y neoliberal, a base de desregulación industrial y financiera, liberalización muy amplia del mercado laboral y baja presión fiscal para atraer inversión extranjera, funcionó durante unos años. Pero la crisis se lo ha llevado por delante. Irlanda sufre el descenso más fuerte del PIB en los últimos meses y el mayor incremento del desempleo en la Unión. Irlanda, en cuyo despegue y desarrollo tanto peso tuvieron las ayudas europeas, llegó a creerse que el crecimiento pasaba por alejarse del modelo social europeo. El desencanto ha favorecido este regreso forzado al redil común.
La ratificación del Tratado de Lisboa en el referéndum de Irlanda causó cierta euforia impostada en Bruselas y una desfallecida satisfacción en las capitales europeas que reman a favor del proyecto. Es evidente que otro No irlandés se hubiera llevado por delante años de esfuerzos y dificultosas negociaciones. Pero las encuestas ya predecían el triunfo del voto afirmativo, por efecto del desencanto y el deseo de protección comunitaria.
Obviamente, la ciclotimia europea habitual está mitigada y regulada por la difícil gestión de la crisis, que opera contra pulsiones demasiado optimistas. Aunque las previsiones apunten hacia la recuperación en los próximos meses, lo cierto es que la desconfianza se mantiene. Los gobiernos y los agentes sociales permanecen en guardia ante un un frenazo brusco, sin descartar incluso el empeoramiento.
En este contexto socio-económico de incertidumbre, el avance institucional europeísta se antoja arduo, pero sobre todo muy ajeno a las preocupaciones de los ciudadanos. Las tres sombras políticas que pesan sobre el despliegue del Tratado de Lisboa tienen un peso menor que los riesgos de involución económica, pero no son desdeñables.
EL SIMULACRO CHECO
La más inmediata se proyecta desde el castillo de Praga, sede oficial de la Jefatura del Estado. Adquiere tono intemperante y parece propio de otros tiempos en los que la vehemencia en torno al proyecto europeo ganaba la partida a la metodología más burocrática ahora imperante. El “thatcherismo” del presidente checo, Vaclav Klaus, convicto y confeso, tiene aires de melodrama político. Recuerda un poco al filibusterismo, esa cultura de maniobras legislativas destinadas a bloquear la aprobación de normas legales en el Congreso de los Estados Unidos. Que Klaus haya instruido a una treintena de senadores afectos para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la perturbación que el Tratado de Lisboa puede ocasionar en el ordenamiento jurídico checo resulta de una zafiedad política casi pueril.
Según leemos en el diario checo diario HOSPODARSKE NOVINY (NOTICIAS ECONÓMICAS), a Klaus y sus legiones euroescépticas (numerosas, aunque de combatividad variable, la mayoría menos aguerridas que el presidente), les preocupan, sobre todo, tres elementos del Tratado: la posibilidad de que los gobiernos puedan decidir nuevos dominios por mayoría simple (la famosa “cláusula pasarela” del artículo 48), la Carta de Derechos fundamentales (que abre la puerta a nuevos derechos sociales) y la política exterior común (que desprotege a los checos y otros centroeuropeos de un acercamiento europeo a Moscú).
Klaus es consciente de que no podrá abortar el Tratado y trata sólo de retrasar su firma para llamar la atención. Sobre todo después de que su colega polaco haya bajado los brazos ante la indisimulable presión procedente del Oeste.
EL OBSTÁCULO BRITÁNICO
La otra sombra es el previsible cambio de guardia política en Londres. El líder tory, David Cameron, está atrapado en la promesa del referéndum. El euroescepticismo británico tiene más capacidad de destrucción. No se trata de un fundamentalismo ideológico neoliberal. Eso se ha diluido en gran parte. El peligro reside en la imposibilidad del matrimonio entre las culturas política europea y británica. Los dirigentes políticos de Londres pueden hacer tragar exigencias propias de una pareja de hecho, pero cada vez que se quiere oficializar el vínculo, crujen las costuras. Durante el Congreso anual conservador, los euroescépticos han exigido que se celebre el referéndum, aunque el Tratado de Lisboa haya entrado en vigor. Cameron mantiene la ambigüedad sobre este punto, pero se declara contrario al Tratado y no parece dispuesto a asumir el desgaste que supondría resistir las presiones eurofóbicas.
LAS FALSAS ILUSIONES
Con un cierto aire de revancha, los tories tampoco están dispuestos a que Tony Blair se convierta en Presidente permanente de la Unión. Es una norma no escrita que sin el apoyo del país al que pertenece, un candidato tiene pocas posibilidades de ser designado para el cargo propuesto. Blair despierta recelos de sobra conocidos. Sometió su compromiso europeísta al mismo maltrato que sus convicciones laboristas. Pero las alternativas resultan poco atractivas. Sólo Felipe González iguala –más bien supera- la estatura de Blair. Pero con un portugués al frente de la Comisión, resulta casi imposible esa “iberización” completa del Ejecutivo. Si la elección recae en el holandés Balkenende, significará que la apuesta europea será endeble y la talla política del Presidente estable estará muy lejos de ese “George Washington europeo” que anhelaba Giscard durante la Convención que diseñó la malograda Constitución.
La tercera sombra es la debilidad del liderazgo político. El eje franco-alemán, que algunos quieren ver en fase de sólida reconstrucción, debe todavía demostrar su vitalidad. El gobierno de Gran Coalición podría tener muchos defectos en Alemania (y resultar una losa para la socialdemocracia), pero anclaba y reforzaba el compromiso europeo mucho más que esta alianza escorada a la derecha que ahora se está construyendo. Sobre Gran Bretaña ya se han dado pistas. De Italia, sólo llega descrédito y vacío. En Centroeuropa, reina la desconfianza y el desconcierto. Los nórdicos aportan sensatez, pero también frialdad. Y en el sur, donde se camina a contracorriente política, la brutalidad de la crisis ha apagado los bríos europeístas.
Las divergencias europeas en Pittsburgh han sido apreciables, produciendo un cierto efecto de cacofonía en los analistas más atentos. En las próximas los nombramientos acapararán la atención principal. Pero no habrá que hacerse ilusiones sobre la solidez de las convicciones y la profundidad de las decisiones para enderezar el rumbo de Europa.
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