UCRANIA: LA DEMOCRACIA, DESCOLORIDA

11 de febrero de 2010
Ucrania entierra su “revolución naranja” entre el escepticismo general, una crisis económica pavorosa y el descrédito creciente de su clase política. El ex dirigente comunista, Victor Yanúkovich, a quien la revolución democrática de hace cinco años le impidió acceder al poder tras una victoria que se consideró fraudulenta, se ha impuesto en las elecciones presidenciales por escasos tres puntos a la primera ministra en ejercicio, Yulia Timoshenko, la mejor parada del bando anaranjado de entonces.
Las jóvenes democracias en los antiguos países comunistas presentan signos inquietantes. Pero Ucrania se lleva la palma. Puede decirse sin apenas riesgo de exageración, que los políticos ucranianos han importado todos los vicios del sistema democrático y electoral al uso en Occidente y pocas de sus virtudes.
La victoria, a la segunda oportunidad, de Victor Yanúkovich es el resultado de una perseverancia inesperada, pero también de un calculado oportunismo. Al villano de 2004 se le dio prematuramente por muerto. Pero lo cierto es que supo mantener ciertas amistades imprescindibles para aguantar su maquinaria libre del óxido; en particular, el magnate local del acero ucraniano, con quien le une amistad e intereses jugosos. Sin poner en peligro su base tradicional en las regiones orientales y meridionales rusófonas, Yanúkovich se convenció de que tenía que enviar al trastero su imagen de proletariado convertido en patrón comunista a la vieja usanza. Contrató a asesores y estrategas electorales norteamericanos de cierta relevancia. Consiguió limpiar las causas de corrupción que ensuciaban su historial. Empezó a hablar en ucranio y no sólo en ruso. Abandonó las viejas letanías por los slogans publicitarios. Construyó un discurso europeísta. Todo este esfuerzo ha estado al servicio de una estrategia: deshacerse de su estigma de pro-ruso. Ha resultado vital convertirse en portavoz de los intereses de los potentados locales surgidos de la caída del comunismo, que ven a sus pares rusos como incómodos competidores. De esta forma, Yanúkovich ha logrado convertir en irrelevante el recurrente discurso de sus rivales sobre su obediencia ciega a Moscú.
Este giro de Yanúkovich ha sido, en realidad, el tiro de gracia a unos dirigentes políticos que se han estado cociendo en el fuego lento de la dura, ingrata e ineficaz gestión de la crisis desde sus incómodos puestos gubernamentales. Sólo en 2009, la economía ucraniana retrocedió un 15%, mientras, contrariamente a Occidente, avanzaba la inflación de forma alarmante.. El sector bancario está comprometido y las finanzas del país, debilitadas. Los créditos internacionales han quedado congelados.
El presidente saliente, Yúshenko, héroe de la revolución naranja, con su rostro atormentado por supuesto envenenamiento, cayó en primera ronda, reflejo de su imparable decadencia. Dijo en una ocasión, ya como presidente, que “odiaba la política” y la política seguramente no tendrá compasión histórica con su figura. No será el Vaclav Havel ucraniano.
Resistió mejor su primera ministra, la mercurial Yulia Timoshenko, a veces rival, a veces colaboradora. Su trayectoria refleja con gran fidelidad la inconsistencia de la democracia ucraniana. Las credenciales de Timoshenko resultan poco fiables. Sus cambios de alianzas, sospechosos. En un principio se acercó a Rusia para debilitar a Yúshenko, a quien luego le convino acercarse y al que ahora pretendía suceder como exponente más fidedigno de los valores occidentales. Sus intentos de repetir estos días la resistencia naranja, alegando fraude masivo, resultan desesperados. Primero, porque Occidente, a través de la OSCE (uno de los pocos vestigios del final de la guerra fría), ha sancionado la validez de las elecciones. Pero sobre todo, porque el éxito de la convocatoria se antojaba más que dudoso. Ni el horno social estaba para happenings democráticos de ese estilo, ni las arcas de su partido podían esperar generosas contribuciones occidentales como en 2004.
Conviene recordar cómo se “vendió” aquella “revolución democrática” ucraniana. Por pereza o por la acumulación de prejuicios más o menos conscientes, los medios occidentales dividieron el país entre buenos y malos, entre demócratas y comunistas camuflados, entre pro-occidentales y pro-rusos. A los primeros les atribuían ingenuidad y autenticidad y a los segundos los presentaban como puras marionetas de Moscú y de los viejos aparatchiks locales reconstituidos. Algunos medios, pero pocos, desvelaron los apoyos económicos, técnicos y mediáticos que el bando “demócrata” recibió, y el generoso soporte que los abanderados naranjas obtuvieron para mantener, durante tantos días, los campamentos de la resistencia democrática en la plaza central de Kiev.
Las aspiraciones de libertad y justicia de miles de ciudadanos eran legítimas y merecían una sincera simpatía. Pero su estrategia estuvo en cierto modo colonizada por poderosos intereses exteriores que contemplaban las elecciones de Ucrania como una pieza más en el ajedrez de contención de la Rusia de Putin, crecientemente temida en Occidente. Ucrania importaba –e importa- en Occidente, porque se trata de un gigantesco territorio de paso para el gas ruso con destino a Europa. Las tensiones entre Moscú y Kiev inquietaban en las cancillerías europeas, porque el corte del suministro del gas ruso para presionar a las autoridades ucranias dejaba a las ciudades europeas tiritando de frío y a sus economías bajo la amenaza de colapso.
Ahora, cinco años después, Occidente le ha vuelto la espalda a esa revolución que se ha derrotado a sí misma. A la espera de que se resuelvan sus abrumadores problemas económicos. Las puertas de los clubes (UE, OTAN, FMI) están cerradas. El dinero extranjero ha huido. “Ucrania es un país olvidado”, dice el semanario alemán DER SPIEGEL. Los próximos meses serán más que difíciles. Por de pronto, asistiremos a una complicada cohabitación entre Yanúkovich en la presidencia y Timoshenko al frente del gobierno. En caso de que la segunda abandone para proteger desde la oposición su futuro político, al primero le resultará complicado formar una mayoría estable en el Parlamento, teniendo en cuenta lo estrecho de su victoria y la volatilidad de las alianzas políticas.
Los medios anglosajones prefieren, sin embargo, ver el vaso medio lleno. THE TIMES considera que, pese a todo, Ucrania preserva la democracia, “con imperfecciones pero con transparencia y alternancia pacífica del poder”. El NEW YORK TIMES sostiene Ucrania se mantiene como ejemplo para las antiguas repúblicas soviéticas. Y THE GUARDIAN afirma que el problema del país es de liderazgo, no de sistema. Pero todos admiten el descontento popular y reconocen que si no es capaz de mejorar el nivel de vida de los ucranianos, esta democracia que ahora ha perdido el color pronto puede entregar su alma.