26 de julio de 2023
Desde el inicio de su aventura presidencial,
Emmanuel Macron (él y sus asesores) han gustado de renombrar su movimiento
político. Ha (han) huido siempre de los apelativos tradicionales. Lógico, en un
líder que aspira a la originalidad, a los cambios de paradigma, a sacudir la
conciencia nacional, sin alterar, claro está, la estructura social.
Macron es un retórico impenitente.
Engarza con una tradición política francesa rica en grandilocuencia y vanidad.
Los medios de comunicación occidentales, adictos a una visión liberal, lo ensalzaron
como el líder que podía frenar y derrotar al populismo. Desde ópticas más
conservadoras, predominaba la desconfianza, el recelo. Se le veía como un
advenedizo con cierto pedigrée (ministro de Economía con Hollande) y
perfiles ideológicos difusos.
DE LA MARCHA AL RENACIMIENTO
Buena prueba de su eclecticismo son
las denominaciones con la que pretendía hacer atractivas sus marcas políticas.
La primera fue La República en Marcha: una invitación a la acción, al
movimiento, al dinamismo. Una conjura contra ese demonio que a veces se invoca
como causa de los males de la sociedad francesa: el inmovilismo, la incapacidad
para afrontar reformas, para propulsar cambios.
La marca funcionó, a tenor de los
resultados obtenidos en las presidenciales y legislativas de 2017. Macron gozó
del margen de confianza razonable que se concede a cualquier recién llegado.
Pero las cosas se empezaron a complicar pronto. Las protestas sociales comenzaron
a brotar a medida que se evidenciaba el sentido de las reformas macronianas,
escoradas a favor de los grandes intereses. La revuelta de los gillets
jaunes acabó con la indulgencia social. Y la pandemia puso la puntilla a un
primer quinquenato perdido entre las luces y las sombras.
Aprovechando el escaparate de las
elecciones europeas de 2019, Macron ya había modificado su divisa. El nuevo
nombre de su partido/movimiento sería Renaissance. Aunque dotado de un
significado esperanzador, propio de ese optimismo del que siempre presume el
presidente francés, la denominación se antojaba más etérea, más poética.
Pretenciosa, en todo caso. ¿En qué Renacimiento pensaba Macron? En el de
la nación, claro, pero ¿en qué parámetros se proponía impulsarlo? En todos, a
tenor de sus discursos y monólogos a los que se entrega en las entrevistas. La Marcha
(más bien corta y medio fallida) daba paso a una época de Renacimiento
nacional basado en la mejora de la competitividad, una mayor cohesión social y
una reafirmación de la capacidad y la voluntad de Francia de contribuir a un
mundo mejor y más equilibrado. Una construcción retórica.
La mayoría presidencial en 2022 estaba
compuesta por la agregación de partidos menores de inspiración liberal y
centrista. A esta coalición se la denominó Ensemble (Juntos). Esa
era la segunda inspiración del macronismo para el nuevo quinquenato:
recomponer la cohesión nacional hecha trizas.
Con ese propósito, Macron insistió
en una reinterpretación del gaullismo sobre bases liberales. Ensayó una vía de
entendimiento con Moscú con pretensiones si no de exclusividad al menos de primacía.
La guerra de Ucrania, iniciada meses antes de las elecciones, se lo había
puesto difícil, Aun así, el presidente no renunció a hacer entrar en razón a
Putin. Con el fracaso en la mochila, trató de erigirse en voz europea independiente
por encima, o por debajo, del ruido creciente en el pulso chino-norteamericano.
Con poco éxito y muchos reproches de los aliados. Pero de todos los afanes de
Macron, éste es sin duda debería ser el más valorado dentro y fuera de Francia.
EL CICLO DEL DESCONTENTO
En el frente interno, las batallas
adoptaron pronto un aire poco renacentista, o más bien bastante barroco,
en el sentido de la exageración, del dramatismo. La reforma de las pensiones
acabó con cualquier pretensión de consenso social en torno al programa
presidencial. Hubo un exceso de confianza en la capacidad de convicción del
Eliseo, lo que dio de nuevo alas a los ciudadanos refractarios a cualquier modificación
del modelo social francés. La cohesión ansiada derivó en el mayor episodio de
conflictividad social de su mandato.
Macron, que siempre quiso estar
por encima del clivaje derecha-izquierda instaurado por los mecanismos
políticos y constitucionales de la V República, no tuvo más remedio que escorarse
de nuevo hacia su lado natural. Buscó el apoyo conservador, pero no lo
encontró. El gaullismo, que ya no lo es le pasó factura por las humillaciones
recibidas desde 2017. Y entonces, Macron instruyó a su primera ministra, la social-liberal
Elisabeth Borne para que acudiera al recurso gaullista del decreto-ley,
orillando a la Asamblea Nacional. No fue la primera ni la única vez que lo
hizo, y que lo hará. El Renacimiento había derivado en una suerte de
centralización descarada del poder, una especie de Contrarreforma amparada
en el principio de autoridad.
El presidente intentó apaciguar,
como hace siempre cuando la crisis remiten, salvar lo salvable de su discurso
positivo y transformador. Pero el país caminaba sobre brasas siempre a punto de
avivarse. La muerte de un joven de origen inmigrante en un control policial de
tráfico en Nanterre (una muestra más del abuso policial en Francia) desató la cólera
en las banlieus y su extensión posterior por todo el Hexágono.
La calle se inflamaba de nuevo
contra Macron y su gobierno y contra las instituciones serviles al orden
establecido y sus instintos racistas y clasistas. Estos disturbios se parecieron
más a la revuelta de los gillets jaunes que a las movilizaciones contra
la reforma de las pensiones, por su espontaneidad, su falta de dirección, su desestructuración
política.
La violencia callejera instaló un
ambiente muy barroco, en absoluto renacentista. La derecha y la ultraderecha
aprovecharon para resaltar la debilidad del gobierno y, como hacen siempre,
demandar mano dura. Macron tenía que demostrar que no era vulnerable a un
desafío, por lo demás un tanto nihilista y con escaso recorrido. Cuando el
incendio se extinguió, apenas quedaban unos días para que se cumpliera ese periodo
de cien días, autoimpuesto por el Presidente después de aprobada la reforma de
las pensiones, para hacer balance de las agitaciones sociales e intentar reunir
fuerzas. El objetivo sería abordar la fase final de su presidencia, que tendría
que ser, si o sí, el de las ambiciosas reformas sociales: inmigración,
educación, relaciones laborales, etc. La recuperación del Renacimiento.
Para escenificar el cambio de
página, Macron confirma en el cargo a la primera ministra, pero sin entusiasmo,
después de que desde el Eliseo se dejara creer durante meses que podría ser el
fusible que protegería al Presidente. Y se retoca ligeramente el gobierno, para
afrontar los retos anunciados, con figuras menos técnicas, más políticas.... o
mejor dicho más fieles al macronismo.
Pero casi sin respiro ha saltado
la nueva chispa. La puesta en prisión provisional por orden judicial de un
agente de la brigada anticriminal de Marsella por conducta supuestamente inadecuada
en la represión de los disturbios raciales
provoca una irritada respuesta policial: protestas, desafíos y hasta complicidad
política. El director general de la Policía se pone del lado de sus
subordinados con una declaración que levanta ampollas: “un policía no debería
ir a prisión antes de ser procesado”. O, dicho de otra forma, el policía merece
gozar de unos privilegios de los que no disfruta el resto de los ciudadanos. Los
sindicatos de jueces se escandalizan. La izquierda arremete contra el máximo
responsable policial. La mecha se vuelve a encender.
A Macron le pilla esta última crisis con un pie en el avión, rumbo a Nueva
Caledonia, residuo de ese mundo colonial que se resiste a desaparecer. El
presidente, que se había evadido de un discurso anunciado para hacer balance de
esos cien días de apaciguamiento y reflexión, convertidos en cien días de agitación
y pasiones callejeras, se ve obligado a pronunciarse. En una entrevista por televisión,
repite su juego de equilibrista: se muestra comprensivo con los policías pero
se ampara en el liberal principio de igualdad ante la ley. Y corona, como en
sobresaltos anteriores, con una consigna conservadora: “Orden, orden, orden”.
Macron parece haber encontrado un
nueva divisa para su proyecto político, aunque no la escoja como denominación
de marca: el partido del Orden. Orden republicano, orden liberal, por
descontado, pero Orden, por encima de cualquier desafío, de cualquier amenaza. Ya
en mitad de la crisis de las banlieus, Macron había sonado muy
tradicional, al apelar a los cabeza de familia para que hicieran entrar en razón
a sus vástagos levantiscos. El Orden de Macron se quiere arraigado en cada
hogar francés, fruto de una educación primaria en los valores republicanos. El
mensaje suena un tanto al De Gaulle postcrisis del 68. Ya se sabe cómo acabó
aquello.
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