4 de julio de 2023
La “asonada” de Prigozhin ha disparado interpretaciones y hasta juicios prematuros sobre el futuro inmediato de Rusia. Por lo general, los gobiernos han sido más cautos que los medios y sus fuentes de autoridad (académicos, supuestos conocedores de cómo funciona el Kremlin, ex altos cargos o funcionarios desengañados). La cautela o la simple experiencia de cuatro décadas de desempeño profesional me aconsejan no ser muy atrevido.
La opinión dominante es que Putin
ha visto resquebrajada su autoridad (Blinken dixit) con el plante del
jefe de los mercenarios Wagner y la débil respuesta que recibió en primer lugar
del Ejército y luego del propio Kremlin, permitiéndole escapar y refugiarse en
Bielorrusia, tras la “mediación” del
autócrata Lukashenko.
Visto con ojos occidentales, lo
ocurrido a finales de junio ha sido un desastre para el presidente ruso. Pero
de un tiempo a esta parte, todo lo que ocurre en Rusia se percibe con un aire
de catástrofe, de bomba de tiempo retardada. Los juicios se mueven entre los
recurrentes juicios morales y las evaluaciones negativas sobre la conducción y
ejecución de la campaña. Hay no pocos motivos para ello. Pero suele exagerarse
lo negativo y obviar todo aquello que resulta favorable para los intereses del
régimen ruso.
Nada de esto es nuevo. Occidente
no ha hecho un gran papel a la hora de analizar, entender y anticipar los
acontecimientos en Rusia al menos desde la llegada de Gorbachov a lo más alto
de la jerarquía comunista. Las opiniones sobre el 7º Secretario General del
PCUS oscilaron entre una relativa sorpresa por un cambio generacional que
parecía que no iba a producirse nunca y un cierto entusiasmo cuando el
dirigente soviético empezó a propagar a diestro y siniestro su credo
aperturista. Gorbachov era conocido antes de su llegada a la cúspide del
Kremlin, entre otras cosas por su viaje a Londres, cuando era el delfín
presentido. Thatcher lo bendijo con una de sus frases de hija de tendero: “con
este hombre se puede hacer negocios”.
Aquella “puesta de largo” fue el
inicio de un cambio de paradigma mediático occidental sobre la URSS. Un líder
simpático en ciernes prometía cambios y gustaba de exhibirlos y exhibirse,
pensando más en los públicos ajenos que en su propio pueblo. A finales de 1990,
cuando su política de reformas estructurales (perestroika) y de apertura
(glasnost) ya empezaba a embarrancar, hice un viaje profesional a Moscú,
con un equipo de TVE. Hablamos con dirigentes, pero también con la gente de la
calle y pudimos comprobar lo que los corresponsales Lluçía Oliva y Xavier Sitjá
nos habían comentado: Gorbachov era impopular. No conseguimos ni una sola
opinión favorable. Tampoco de sus predecesores. Escepticismo total. Pero los
medios occidentales, en su gran mayoría, presentaban a Gorbachov como un
dirigente esforzado y valiente dispuesto a acabar con la guerra fría y reformar
lo irreformable.
Los gobiernos eran más
precavidos. Las cumbres con Reagan mejoraron el clima y propiciaron el deshielo
en las relaciones Este-Oeste, que estaban muy tiesas desde el derribo
del avión civil surcoreano por los soviéticos, el mayor programa armamentístico
americano “en tiempos de paz” y los habituales pulsos en la periferia mundial. Cuando
Gorbachov se dio cuenta de que sus buenas palabras y promesas no eran
suficientes, empezó a ponerle precio a las reformas. Literalmente. Sabía que el
país estaba en la ruina y que la perestroika se convertiría pronto en
una entelequia si no recibía ayuda occidental. El deseo de Alemania de acceder
a lo que hacía sólo unos años parecía imposible, la unificación nacional, fue
la gran baza negociadora del dirigente soviético. Kohl presionaba a Washington
para que avalara el rescate financiero de Moscú, a sabiendas de que ese era el
camino más corto para propiciar el reencuentro alemán, como cuenta la
historiadora Katherine Spohr.
Y entonces, a Occidente se le
marchitó el encanto. Los apoyos empezaron a ser matizados y se pasó del elogio
al cálculo de costes. Si el líder soviético jugaba a mercadear, habría que
subir la puja, para lograr reducir el aparato militar soviético, sobre cuya
lealtad al nuevo líder pesaban serias dudas. En las repúblicas soviéticas,
Gorbachov había perdido crédito e importaba poco su tira y afloja con Occidente.
Del Báltico al Cáucaso se reforzaban las opciones separatistas.
Con el intento de golpe de 1991,
se puso de manifiesto que la estabilidad de la URSS pendía de un hilo. Pero,
más allá de eso, quedaron en entredicho muchas de las exageraciones sobre el
poderío sombrío del KGB, la implacabilidad del Ejército Rojo y el aplastante
peso burocrático del partido. La chapuza fue de categoría. Esta opereta
de Prigozhin conecta con aquella otra.
Pero el Gorbachov que vino de
Crimea era ya un zombi, pese a los aliviados pronósticos occidentales, que
vieron en el fracaso del golpe una oportunidad final para presidente soviético.
Craso error. En la URSS terminal cada cual hacía su juego, y a su manera. El Estado
había dejado virtualmente de existir. Y, de pronto, cuando las repúblicas
nucleares decidieron, en diciembre de 1991, levantar acta de fallecimiento, a
Gorbachov sólo le quedó ordenar el arriado de la bandera en lo alto del Kremlin
la noche de Navidad (cristiana).
Occidente había calculado mal las
intenciones y posibilidades de Gorbachov. El último líder soviético no era, no
podía ser, un transformador, sino un simple bombero, más o menos solemne. Nunca
tuvo el crédito de un pueblo agotado y descreído, ni de una élite que sólo se
preocupaba por estar lo mejor situada ante un futuro desconocido e incierto.
Pero como el mundo, especialmente
el occidental, ya por entonces iba muy deprisa, los estrategas se aferraron a
la estrella emergente, el presidente ruso, Boris Yeltsin. Sus cualidades
políticas eran muy pobres. Sus ideas no pasaban del umbral de las bravuconadas
arreciadas por el vodka. Era un populista avant la lettre. La actitud
occidental se resume en un viejo lema medieval: a rey muerto, rey puesto.
Se apostó por Yeltsin como si de un estadista luminario se tratara. El amigo
Boris dejó hacer, con tal de presumir desde su poltrona del Kremlin. Le
llenaron los polvorientos despachos con discípulos enfervorecidos de Milton
Friedman y otros santones neoliberales. Se liquidó el viejo aparato productivo
soviético a precio de saldo. Los directores de empresas herrumbrosas se
convirtieron de la noche a la mañana en accionistas mayoritarios. Un
capitalismo popular flotando en una gigantesca burbuja se convirtió en la
divisa de la nueva Rusia. Los medios podían ir a Moscú y hablar con todo el
mundo, visitar las tiendas, ver los estantes llenos y las calles plagadas de
franquicias occidentales. Pero el pueblo contemplaba los escaparates del lujo
con desganada impotencia. Una incipiente clase media luchaba por abrirse paso,
aunque sólo en las grandes ciudades. En la Rusia profunda el reloj iba mucho
más despacio, pero hacia atrás.
Cuando estalló la crisis del
rublo, en 1998, a Occidente le cogió de nuevo con el pie cambiado. El
experimento capitalista se disolvía en la insustancialidad. Yeltsin ya estaba
amortizado. El batacazo de realidad acabó con un liderazgo tambaleante y
fraudulento. Cuando se confirmó su retirada, lo único que le quedaba era su
gesta a lomos de un tanque en 1991.
En la trastienda ya asomaba el
recambio, con registros diametralmente opuestos. Las élites, con la aprobación
de Occidente, daban por terminada la etapa estruendosa de la revolución democrática.
Se buscaba a alguien discreto y eficaz. Un tal Putin, que se había ganado fama
de gestor en el equipo del prooccidental alcalde de San Petersburgo, consiguió
abrirse paso en las contiendas burocráticas del Kremlin y llegar a lo más alto
de la administración presidencial. Sus credenciales alcantarilleras resultaban
tranquilizantes, después de los excesos de Yeltsin.
El primero en darse cuenta de que
Putin no era lo que parecía ser fue el propio Presidente saliente, que estuvo
toda la noche del triunfo electoral de su sucesor esperando en vano una llamada
de gratitud y consejo. Occidente no las tuvo nunca consigo. Pero Putin, que
conocía bien los mecanismos y prejuicios de las élites del mundo libre, les
ofreció lo que ellas más aprecian casi siempre: estabilidad, orden y las menos
sorpresas posibles.
Sin hacer casi ruido, completó el
control de los mandos burocráticos, dictó nuevas normas a los nuevos ricos,
puso condiciones al poder de los millonarios, recolocó a sus fieles de los
aparatos de fuerza (siloviki) y reconstruyó pacientemente un partido que
estuviera tan alejado de los comunistas como de los liberales, con la fórmula en
auge del nacionalismo.
Pero había que ofrecer algo al
pueblo. A falta de prosperidad tangible, orgullo de ser rusos, un sentimiento
colectivo que restañara años de humillación. En la paz había perdido lo que
había ganado en la gran guerra patria. Se necesitaba un poder fuerte y un padre
al frente. Un Stalin de nuevo cuño, del que pocos rusos, cuando hubo que
derrotar al III Reich, que ya se había
olvidado de la revolución proletaria universal y se había abonado al
conservadurismo ruso.
Chechenia le ofreció a Putin la
oportunidad de demostrar que a él, siempre sobrio y deportista, nunca le
temblaba el pulso para afrontar los desafíos. Acabó con la revuelta chechena a
sangre y fuego. Occidente, que ahora tanto lamenta la destrucción de Ucrania,
protestó de forma académica por la reducción de Grozni a cenizas. El islamismo
radical necesitaba una lección, y Putin había asumido el coste de impartirla
sin coste para Occidente. Otros horrores vinieron, en Beslán, en Moscú.... Pero
a Occidente le sirvió que Putin estuviera limpiando el patio trasero y parte de
la cocina. No se interpuso. Había otras prioridades.
Llegó el órdago de Bin Laden y
Estados Unidos volvió a actuar con la lógica belicista que lo había empujado a
Vietnam, distorsionando o simplemente construyendo peligros y amenazas
inexistentes. La “guerra contra el terror” propiciaría la mayor sangría
internacional en una generación. Putin brindó a Washington una colaboración
interesada, pero valiosa, al facilitar la el uso de las bases militares en los tanes
(países excomunistas de Asia Central), en la invasión de Afganistán. La
historia propiciaba un guiño irónico. La enfermedad terminal soviética se
aceleró en Afganistán, abonada por el apoyo armamentístico, logístico y
financiero de una guerrilla islamista integrista en la que había hecho sus
primeras armas el propio Bin Laden. No sabemos si Putin pensó en que su ayuda a
Estados Unidos podría convertirse, con el tiempo, en un regalo envenenado. Pero entonces su
comportamiento se interpretó como responsable y propio de un socio
fiable en la lucha contra el terror.
Una vez que Putin se sintió
seguro dentro y fuera, creyó llegado el momento de corregir ciertos abusos
cometidos contra Rusia en los años del débil Gorbachov y el incompetente
Yeltsin. Había que devolver a la nación su grandeza perdida. La crisis
financiera occidental de 2008 le brindó una oportunidad. La intervención en
Georgia supuso un cierto shock en Occidente. Tras pensárselo un poco,
Bush Jr. no quería acabar su mandato con un riesgo elevado de guerra mayor,
cuando a duras penas podía digerir la pesadilla que había creado en Irak. Por
un momento, la OTAN pensó en reanudar la marcha hacia el Este que se había
iniciado en tiempos del indolente Yeltsin. En 2008 se le prometió a Ucrania luz
verde, pero sin fecha de apertura. Una trampa diplomática.
Con Obama en la Casa Blanca, la
repugnancia ante aventuras exteriores alcanzó su máxima expresión. Se disparó
el reset con Moscú, con la esperanza de abortar una nueva guerra fría.
Nunca se entendió bien el desafío de una Rusia desacomplejada. No se trataba
del capricho de un un líder que había acabado por asomar su rostro autoritario.
La recuperación del orgullo nacional, por demagógico que pudiera parecer, y lo
era, tenía la capacidad de reemplazar a un inexistente proyecto político. La
explotación de los inmensos recursos naturales, ahora bajo el control más o
menos férreo del Estado, proporcionaba los medios para afrontar desafíos
ambiciosos. La era de la humillación había acabado. Era el tiempo de la
reconstrucción, no la abstracta o burocrática perestroika de Gorbachov,
sino la solemne, gloriosa y romántica visión de los nacionalistas doctrinarios,
tan perseguidos por el Zar como por los bolcheviques.
Putin maniobró en el interior
para desactivar las escasas resistencias residuales. Pero cuando se encontró
con huellas occidentales en las alfombras se dispuso a pasar la aspiradora potente
de la represión y le enseñó los dientes a la Casa Blanca. Ahí se acabaron por
completo las ilusiones occidentales de una convivencia razonable. Occidente
había vuelto a calcular mal.
En plena calentura, Putin lanzó
la campaña de recuperación de Crimea y de protección de las minorías rusófonas
del este de Ucrania. Obama decidió que la cosa no merecía una guerra y avaló una
fórmula diplomática europea que detuviera al Ejército ruso y a sus protegidos
locales. Los dobles acuerdos de Minsk no fueron la antesala de la paz, sino una
etiqueta de caducidad del alto el fuego. Ucrania no estaba dispuesta a
concederles derechos razonables a los prorrusos de sus provincias orientales.
Occidente pensaba que Putin estaba haciendo posturing y que no se
atrevería a ir más lejos. Luego vino Trump y las cosas se pudrieron. Putin ganó
tiempo para preparar la siguiente jugada y ensayar estrategias bélicas en
Siria. La unidad atlántica se empezó a agrietar con las ocurrencias del
presidente hotelero.
Cuando Occidente se percató de
que Putin estaba dispuesto a todo en Ucrania, ya era demasiado tarde. Minsk se
había consumido en sus inconsistencias, por la duplicidad ucraniana y por el
desinterés ruso. Consumada la invasión, todo lo que se ha venido escribiendo
sobre Putin tiene tinta gruesa. Se confunden deseos con realidades. Se airean los
errores y se anticipa la derrota de Rusia con precipitación innecesaria. Se
arma hasta los dientes a Ucrania, con el mismo designio con el que se actuó en
Afganistán: lograr la derrota del antiguo enemigo renacido más que para
favorecer la victoria de un aliado reciente del que se tienen en privado más
dudas de las que se admite en público. Propaganda obliga.
Y, para terminar, el plato más
indigesto del cocinero del Kremlin ha evocado visiones del ocaso del “reinado
de las mentiras” (Bret Stephens, NYT). O el “principio del fin de Putin” (Liana
Kim y Michael Kimmage, del Consejo de Relaciones exteriores ). El episodio es
demasiado bufonesco para deducir de él consecuencias muy sólidas. Se le ha dado
una trascendencia interesada, porque la apuesta occidental por la derrota de
Rusia exige resultados que la festejada contraofensiva ucraniana tarda en
producir. Quizás, una vez más, en las motivaciones más sencillas podemos
encontrar las explicaciones más convincentes. Prigozhin “no quería perder su
negocio militar” (Olga Bogieva, Moskovski Komsomolets). Putin dejó de jugar a enfrentar poderes regulares
e irregulares del Estado. O se cansó de las destemplanzas del expresidiario. El
jefe de los mercenarios sintió que lo habían dejado tirado y se veía obligado a
pasar por el aro. Hizo un número postrero y aceptó la mínima oportunidad de
salvar la cara. En esas horas de incertidumbre, se deslizaron especulaciones
sobre la supuesta desaparición de Putin, se hicieron cábalas sobre una
solución de fuerza (Anton Troianovski, New York Times). Sólo los rusos que
mejor conocen la situación, como la analista Tatiana Stanovaya, recordaron lo
poco que se sabe. Es cierto que las guerras, y más en países autoritarios,
aceleran los procesos. Pero siempre hay un tiempo de maduración. Y no parece
que lo hayamos alcanzado en Rusia. No creo que estemos en 1917, como dijo el
propio Putin con intención diferente a los analistas occidentales, o en 1604
(Zubok). Ni en 1991.
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