04 de junio de 2009
Las elecciones europeas del domingo se van a celebrar bajo el peso de la crisis más profunda de los últimos treinta años. Por una coincidencia de la historia, los primeros comicios de la entonces Comunidad Económica Europea también estuvieron dominados por el brutal impacto del segundo shock petrolero de los setenta.
Entonces, Europa ser percibía como una ilusión, una oportunidad, un trampolín de progreso y de libertades reforzadas. En particular, para los españoles, que acabábamos de aprobar la Constitución y fijamos en Europa el horizonte más inmediato de nuestro futuro democrático. España no formaba todavía parte del club y, por tanto, los españoles no pudimos participar en esas elecciones. Nuestra primera cita con las urnas europeas fue en 1989, aunque antes tuvimos una representación provisional.
Ahora, treinta años después, muchas de esas esperanzas en Europa quizás no se han esfumado, pero si se han debilitado. Y no solamente por la crisis. El proyecto europeo se ha estancado claramente. Sobre este diagnóstico, ampliamente compartido, se ha escrito hasta la saciedad. Según la sensibilidad ideológica, se aportan unas causas u otras. Desde una posición de izquierda, progresista y crítica, puede decirse que Europa ha servido para legitimar políticas contra las que se venía largo tiempo combatiendo.
Es verdad que, bajo el liderazgo de Felipe González y de Jacques Delors, los socialistas europeos intentaron equilibrar las prescripciones más liberales que ponían énfasis en las recetas económicas y escamoteaban los avances sociales. No siempre lo consiguieron. Pero no es descabellado plantear que, en el empeño, los socialistas renunciaron a visiones que perdían fuerza, tanto ideológica como electoral, en el torbellino neoliberal de los ochenta y primeros noventa.
No hay que olvidar que las primeras elecciones europeas se celebraron bajo la inluencia que produjo en toda Europa la arrolladora victoria electoral de Margaret Thatcher y el derrumbamiento del laborismo. Gran Bretaña, siempre alerta y escéptica con Europa, enviaba un mensaje de desconfianza hacia el continente. Un invierno largo y deprimente se adueñaba de la Europa que defendía el avance del proyecto social, después de los fundacionales años de consolidación económica. Y si en la Europa mediterránea se encendía una cierta luz de confianza, lo cierto es que los partidos socialista meridionales que cosecharon éxitos electorales en esos años de ofensiva neoliberal-conservadora no pudieron contrarrestar la marea neoliberal. Más bien al contrario, los socialistas terminaron asumiendo el discurso de sus adversarios, tratando de recomponer el gesto.
Este posibilismo del centro izquierda europeo pareció tener al principio ciertos réditos electorales. Si repasamos los resultados de las elecciones europeas, nos damos cuenta que el Grupo Socialista se mantuvo como el más numeroso de la Eurocámara hasta 1994, durante cuatro elecciones consecutivas.
Pero se trata de un dato engañoso, porque el centro-derecha se presentó en esas convocatorias dividido entre las familias democristiana, liberal y conservadora (en sus distintas versiones nacionales). Hasta ese año, el proyecto político europeo siguió siendo liderado, al menos ideológica y moralmente, por la izquierda moderada. Incluso los comunistas –y sus herederos-, aunque críticos, no rompieron por completo con el proyecto europeísta.
A mediados de los noventa, con la crisis económica, la difícil explicación del desigual y polémico Tratado de Maastricht, el debilitamiento del eje franco-alemán y el agotamiento de los líderes más convencidos y vehementes de la Europa política, el centro-derecha se hizo con el timón europeo. No por casualidad, el Parlamento entrante en 1994 contaba con 198 diputados del Partido de los Socialistas europeos y 156 del Partido Popular Europeo, una diferencia de 42 escaños. Cinco años después, antes de celebrarse las elecciones de 1999, esa diferencia se había reducido a trece. En la izquierda europea en estos años se habían producido dos grandes corrimientos de tierras: los verdes acentuaron el declive de los comunistas a finales de los ochenta y en los noventa y el nacionalismo progresista debilitó en gran medida a los socialistas
En las dos elecciones siguientes, 1999 y 2004, la tendencia liberal-conservadora y el reagrupamiento de fuerzas en esta opción se confirmaron y reforzaron, en gran parte por la ola neoconservadora y neoliberal que sopló desde el Este, tras la caída de los regímenes comunistas y su ansiada incorporación a Europa. La diferencia del Grupo Popular frente al Grupo Socialista en la Eurocámara del siglo XXI no ha sido nunca inferior a los sesenta diputados. Pero si añadimos los conservadores nacionalistas y los demócratas liberales, el predominio del centro-derecha se ha colocado por encima del centenar de escaños, apenas compensados por los grupos a la izquierda del socialista (verdes e izquierda crítica).
Esta evolución política del Parlamento europeo sólo explica en parte el mapa político de la Unión, porque en los gobiernos nacionales se han dado alternancias a veces ligeramente diferentes e incluso contradictorias. Pero sirve como indicador de tendencia. Eso seguramente ocurra ahora. La crisis actual es, sobre todo, la crisis del modelo que arrancó con fuerza cuando se inauguraba el Parlamento Europeo hace treinta años. Pero no está claro que la ciudadanía identifique a los responsables políticos del desastre. En parte, por la deplorable información que se ofrece en los medios, pero también por la ambigüedad y la falta de identidad definida del centro izquierda durante todos estos años, con muy meritorias excepciones.
Si se confirma la derrota de la izquierda moderada, será impostergable la reflexión sobre el proyecto europeo de las fuerzas progresistas, sus diferentes traducciones nacionales y su papel en el debate global. No se puede fiar todo al seguidismo de lo que haga Obama, por prometedor que les resulte a algunos el presidente norteamericano. La ausencia de claridad política e ideológica en respuesta a la crisis empieza a ser alarmante. No se trata de encontrar recetas mágicas, sino de construir una alternativa europea conjunta y global. La crisis de liderazgo afecta tanto a la derecha como a la izquierda, es cierto. Pero la derecha depende menos de los proyectos políticos. Sus referencias están en los mercados. La política tiene para ella un peso accidental. Por usar la metáfora futbolística de los socialistas en esta campaña, la izquierda es más dependiente de las construcciones políticas, porque juega en campo ajeno.
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