Los
acontecimientos de los últimos días parecen anticipar un periodo de serias
turbulencias en Turquía. El aparente
agotamiento de la paciencia del primer ministro con los manifestantes de la
plaza Taksim, la contundente intervención policial y el desafío posterior de
los díscolos protestatarios indicarían que el conflicto puede alargarse. El
enquistamiento puede suponer una complicación para el jefe del gobierno, pero
también para otros sectores de la oposición, cívica y política, con influencia
muy reducida.
A
su regreso de una gira exterior, Erdogan pareció dispuesto a sofocar el
movimiento de protesta, tanto política como policialmente. Su reacción no
sorprendió a casi nadie. Aunque intentó moderarse en las formas, su discurso
resultó muy firme, seguramente porque está convencido de disponer de las bazas
suficientes para salir indemne de este desafío.
Erdogan
rescató su particular visión de una especie de lucha de clases en su país.
Acudió al argumento que en su momento le sirvió para conquistar el poder
parlamentario. Según dijo en su momento,
antes de convertirse en primer ministro, Turquía presentaba una fractura entre
"turcos blancos" y "turcos negros". Los primeros serían los
distintos componentes de la élite del país; los segundos, los más
desfavorecidos por su condición socio-económica, pero también -detalle de la
mayor importancia- los discriminados por sus creencias religiosas activas. Ni
que decir tiene que él se incluyó entre estos últimos.
Obviamente,
la visión de Erdogan está desprovista de cualquier evocación marxista. Se ha
dicho alguna vez que el proyecto político del neoislamismo turco tiene analogías
con la democracia cristiana europea de posguerra. Es cierto, en la medida en
que ambos movimientos pretendían dotar de contenido social a una visión
confesional de la sociedad y de la política. En el caso europeo de entonces,
para frenar el auge de socialistas y comunistas.
Ese
esfuerzo por conectar con los sectores populares no implicaba, en ningún caso,
un cambio de sistema social; o, por decirlo de otra manera, la superación del
capitalismo. Lo que en las sociedades cristianas europeas se presentó como
"doctrina social de la Iglesia", en Turquía se afianzó en la lectura
piadosa del Corán.
Erdogan
aprendió bien las lecciones de los fracasos islámicos anteriores. La
confrontación con el poder kemalista, sustentado en la laicidad del Estado, se
había hecho desde posiciones más o menos extremistas, pero su debilidad mayor había
consistido en no ofrecer un proyecto social. Erdogan no pretendía liderar una
revolución que cuestionara las bases del orden social, sino extender los
beneficios del sistema actual. Su planteamiento era edificar una suerte de
capitalismo popular amparado en la visión social del Islam.
Al
cabo, lo que ha generado es algo mucho más pragmático que todo eso. Su extenso
y agresivo programa de privatizaciones ha debilitado el sector público,
privando de poder a numerosos responsables de empresas públicas moribundas,
otra de las canteras del kemalismo, en beneficio de una nueva clase de
pequeños, medianos y grandes propietarios, que han asumido los principios
religiosos como una seña de identidad de su ascenso social. Sobre esa base
social cree ahora apoyarse Erdogan para derrotar el primer reto serio a su
poder, protagonizado por la sociedad civil y no por sus habituales 'enemigos
institucionales'.
INTEPRETACIONES
DIVERGENTES
Entre
los analistas de la sociedad turca se ha abierto un interesante debate sobre
las lealtades de esta nueva clase media que ha garantizado el creciente poder
político del primer ministro y su partido, el AKP (Partido de la Justicia y el
Desarrollo).
Un
sector considera que la prosperidad favorecida por el jefe del gobierno durante
estos últimos años ha desencadenado unas aspiraciones de libertad, reclamación
de derechos y tolerancia que pueden volverse contra el proyecto inicial, y de
forma más inmediata contra el intento de cuestionar sus bases doctrinales. El director de la sección turca del Instituto
washingtoniano de Política medio-oriental, Soner Cagaptay, es el autor de un
libro de inminente publicación titulado 'El auge de Turquía: la primera
potencia musulmana del siglo XXI'. En una reflexión reciente publicada en
THE NEW YORK TIMES, sostiene que "la nueva clase media que el AKP ha
construido le está diciendo a su gobierno que la democracia no consiste
solamente en ganar elecciones". El partido gobernante -añade Cagaptay-
"tendrá que escuchar visiones opuestas, aún cuando continúe siendo el
partido más popular del país". Por tanto, Erdogan tendrá que aceptar,
tarde o temprano, que sus propias bases, y no los que ahora le critican con
saña, lo obligarán a enterrar sus instintos autoritarios.
Esta
interpretación de carácter sociológico es claramente impugnada por una visión
menos optimistas de los reflejos del primer ministro turco y su equipo de
liderazgo. Otro profesor turco radicado en Estados Unidos, Daron Acemoglu,
afincado en el MIT de Massachussets, considera que el proceso de
democratización en su país no está garantizado por la modernización económica y
social. Por el contrario, teme que el AKOP utilice el actual clima de revuelta
para profundizar en las divisiones ideológicas y políticas, reforzar el
autoritarismo y aceptar un pulso total.
En
el mismo diario norteamericano, Acemoglu hace un diagnóstico muy negativo de
los factores que acreditan una democracia sana y llega a la conclusión de que
los años de neoislamismo han generado un retroceso notable en las libertades
(especialmente, la de expresión, plasmada en el control eficaz de los medios y
la persecución de periodistas no obedientes). El profesor del MIT estima, no
obstante, que la protesta de Taksim puede suponer un "giro" en el
afloramiento del descontento, por mucho que el equipo gobernante se empeñe en
reprimirlo y silenciarlo.
A
medio camino entre estas dos visiones, se manifiesta Steven A. Cook, un
especialista norteamericano en Turquía, perteneciente al Consejo de Relaciones
Exteriores. En un artículo reciente para FOREIGN AFFAIRS, asegura que Erdogan
aún puede sentirse seguro y tranquilo por la debilidad y la fragmentación de la
oposición y por la vigencia de sus logros económicos y mejoras sociales. De
hecho, las encuestas de urgencia efectuadas estos días indican que el partido
del primer ministro no ha sufrido erosión alguna en sus expectativas de voto.
Pero
el gran peligro para la hegemonía de los neoislámicos turcos -apunta Cook- es que
su lógica política de dividir el país entre 'nosotros, los negros turcos' y 'ellos,
los blancos turcos', desencadene un clima de confrontación incontrolable.
Otro
factor que puede estar influyendo en las protestas es la guerra de Siria. En un
artículo para FOREIGN POLICY, Sophia Jones señala que son mayoría los turcos
que desaprueban la política de Erdogan en el vecino conflicto bélico: siete de
cada diez según una reciente encuesta. Los secularistas turcos no comparten que
su primer ministro haya convertido a Assad en su enemigo, puesto que lo
contemplan como un baluarte frente a la amenaza del integrismo islámico. A eso
se une el apoyo que han prestado a la protesta los alevíes turcos (una deriva
local del chiismo, como son los alauíes gobernantes en Damasco), que suman un
15 por ciento de la población.
Haría
bien Erdogan en seguir el consejo que él mismo le dio en su día al sirio Assad: negocie.
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