26 de junio de 2013
Brasil
ha sido el último país en entrar en el carrusel de protestas ciudadanas que
tienen la capacidad de arrinconar gobiernos, aunque mucho menos de construir
alternativas y generar un cambio real.
Cada
revuelta tiene un desencadenante concreto, no importa ahora cuál. En Brasil, ha
sido el malestar por las tarifas de los autobuses. Que enseguida se vio
incrementada por otras reclamaciones sociales básicas en el ámbito de la
sanidad, la educación o la justicia retributiva. Cuando el movimiento empezó a
tener dimensión política concreta, afloró el enfado cívico por la corrupción,
la falta de confianza en la clase política y, de forma más difusa, un
alejamiento de los procedimientos de la democracia para afrontar y resolver los
problemas.
UN
PANORAMA ALENTADOR
Turquía
y Brasil eran, hasta hace poco, improbables países para que prendiera la
protesta. Ambos eran emergentes, la situación socio-económica era mejor que en
otros lugares más golpeados por la crisis, la credibilidad de sus gobiernos era
razonablemente sólida. Se trata de casos distintos, por supuesto, aunque la
popularidad de Erdogan y Roussef sea compartida. Los reflejos autoritarios del
primero no se aprecian en la segunda, aunque la presidenta brasileña ha
recibido críticas por cierta arrogancia ante determinadas iniciativas de
protesta, lo que ha ocurrido también en el caso del primer ministro turco.
Hasta
hace sólo unos semanas, varios medios prestigiosos internacionales no
regateaban elogios sobre Brasil, como 'país de moda', tras ser seleccionado
para albergar el Mundial de Fútbol de 2014 y las Juegos Olímpicos de 2016. En
el verano del año pasado, DER SPIEGEL titulaba de esta forma tan elocuente un
reportaje sobre el gigante iberoamericano: 'Brasil, de la pobreza al poder.
Cómo el buen gobierno ha hecho del país una nación modelo'. El semanario
alemán resumía así las claves del 'éxito brasileiro':
"El
país disfruta de un presupuesto prácticamente equilibrado, una deuda baja y
casi pleno empleo. Está a punto de superar a Francia y el Reino Unidos y
convertirse en la quinta economía del mundo. A pesar de ser un país
recientemente industrializado, Brasil otorga ayuda exterior al desarrollo, y
sus reservas en dólares, superiores a los 350.000 millones de $. (290.000
millones de euros) le convierten en uno de los países con potencial para ayudar
a rescatar a la Unión Europea".
En
NEWYORKER, una publicación muy del gusto de la intelectualidad norteamericana, se
podía leer por ese mismo tiempo:
"Entre
las principales potencias económicas mundiales, Brasil ha logrado una inusual
marca: alto crecimiento, libertad política y desigualdad decreciente. Lo que
supone un contraste con respecto, respectivamente, a EE.UU. y la Unión Europea
(el primero), China (el segundo) y casi todo el resto de países (el tercero)".
Existían,
por supuesto, otros análisis menos optimistas. Pero las previsiones sobre el
futuro inmediato del país eran abrumadoramente alentadoras.
Desde la
izquierda, lo más valorado de estos últimos años ha sido la expansión de los
programas sociales. En diez años, millones de brasileños se han beneficiado de
ellos. El más celebrado es Bolsa Familia, que comenzó alcanzando a tres
millones y medio de hogares sólo se reparte este años a menos de la mitad. No
porque faltaran fondos, sino porque los antiguos beneficiarios han superado el
indicador (35 dólares) por debajo del cual se tiene derecho a percibir el
subsidio. La clase media se ha ensanchado en Brasil y ya supone más de la mitad
de la población. Es la prosperidad y no un reflejo ideológico o un compromiso
ético lo que ha hecho menos apremiante la necesidad de esos rescates populares
de emergencia.
El
antecesor de Lula, el socialdemócrata (más bien social-liberal) Fernando
Henrique Cardoso, me recordaba en Brasil en mitad del mandato de Lula que esos
programas los había puesto en marcha él y que el líder del PT había mantenido
lo fundamental de su política económica. Tenía bastante razón. Como es sabido,
Lula intentó tender puentes entre la socialdemocracia latinoamericana y la 'vía
bolivariana', en una suerte de senda intermedia que combinaba el respeto a las
buenas condiciones del capital con los propósitos redistributivos.
EL
AMARGO DESPERTAR
Lula
dejó Brasil mejor que lo encontró. Nadie discute eso. Pero la coyuntura jugó a
su favor. Eso tampoco puede disputarse. Dilma Roussef asumió el poder con un
legado favorable, pero apuntó ciertos cambios desde un principio. Hubo ciertas
dudas sobre si la presidenta daría un giro a la izquierda o ampliaría la conciliación
con los grandes capitales e inversionistas externos, mediante medidas
liberalizadoras. Hizo un poco de cada cosa.
Hace
unos días leíamos al profesor Buenaventura de Sousa, de la Universidad de
Coimbra, señalar algunas tendencias inquietantes en el mandato de Dilma
Roussef. El autor trazaba una línea diferenciadora entre Lula y su sucesora.
Pero lo cierto es que algunas semillas del malestar se sembraron en los años
del anterior presidente. El auge del llamado 'agro-bussiness', los
megaproyectos energéticos de gran impacto ecológico, el avance de la
desforestación y la lesión de los derechos indígenas no fueron frenados de
forma clara y terminante durante los años de Lula.
En
todo caso, el componente dominante de la protesta no ha sido la decepción de
los pobres, sino reclamaciones de la clase media, que quiere más y más deprisa.
El malestar ha estallado por algo más ocasional. Algo tan cotidiano como una
subida del billete del autobús ha encendido las cosas. Pero también ha habido
un cierto efecto contagio en la protesta. La televisión (siempre hostil al
gobierno) y los medios sociales propagan un clima de revuelta que no siempre
engancha con motivaciones de largo recorrido. Para escarnio de una presidenta
con un pasado revolucionario y unas convicciones aún progresistas y merecedoras
de crédito.
La
obscenidad del dispendio deportivo no hubiera sido en otro tiempo un factor decisivo
de irritación. Pero ciertas facturas de infraestructuras han resultado
escandalosas, incluso en un país como Brasil que soporta la corrupción como una
plaga bíblica. O que perdona todo por el gran espectáculo del balompié: la 'caraninha'
es intocable. El grito de los jóvenes contra ese monumental desvío de fondos
hacia la construcción de estadios faraónicos en localidades extrañamente ajenas
a la pasión futbolística ha contado con cierto apoyo de las mayorías sólo a
regañadientes. Si Brasil se impone a España (su rival presumible) en la vigente
Copa Confederaciones (aperitivo inoportuno del Mundial), la borrachera 'balompédica'
puede otorgar cierto respiro a la presidenta.
DUDAS
SOBRE LA RESPUESTA
Con
respecto al plan que Roussef ha anunciado para retomar la iniciativa política,
lo mejor que puede decirse es que al anunciarse como respuesta a la presión
callejera, nadie sabe si a) tiene intención de aplicarlo, y b)
si, aún en ese caso, podrá sacarlo adelante. Depende de la oposición bien
pertrechada en el Congreso, del poder de los estados y de los grandes
ayuntamientos, que ha contemplado con regocijo como la contestación
inicialmente dirigida contra esos poderes locales se desplazaban hacia el
gobierno federal. De todas las medidas, la reforma constitucional para
perseguir con más dureza la corrupción puede ser el más jaleado, pero el más
tortuoso en su gestión. La dedicación de los beneficios petroleros a la
educación resulta malabar por la competencia que tienen en su gestión los
poderes regionales.
En
fin, a Brasil se le pincha el balón de la potencia emergente galopando
firmemente hacia la cima mundial. Pero igual que brotan los aspirantes a ídolos
futbolísticos en cualquier playa, esquina o rincón del país, no le faltan al
gigante suramericano recursos en sus campos, bajos marinos, fábricas y laboratorios para afrontar este desafío. No
es la emergencia de Brasil lo que está en riesgo, sino la definición de su
modelo social en el nuevo desorden mundial.
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