EL ABISMO EGIPCIO

 4 de julio de 2013

                
Se ha consumado el golpe de Estado en Egipto. La cúpula militar se ha decidido por destituir al presidente Morsi, suspender la constitución y nombrar al presidente del Tribunal Constitucional como jefe interino del Estado.  Bajo cualquier circunstancia, se trata de una peligrosa solución y de una deriva indeseable de la ‘primavera árabe’. Que las movilizaciones ciudadanas en contra del gobierno de los Hermanos Musulmanes y de la interrupción del proceso democrático hayan sido masivas no pueden justificar esta aparente salida de la crisis sin una visión crítica. Por otro lado, la coalición opositora reunida en el bloque Tamarrod (Rebelión) es demasiado heterogénea para conjurar la inquietud que provoca esta solución.

UNA RESPONSABILIDAD COMPARTIDA

Todo el mundo es responsable de lo ocurrido estos últimos meses en Egipto. La gestión de Morsi no merece muchos apoyos, ha fracasado en el empeño de unificar el país, o peor aún, ni siquiera se lo ha propuesto seriamente. Ha utilizado su triunfo electoral, indiscutible por lo demás, para acelerar la islamización del país. El deterioro de los servicios públicos, el incremento de los precios de los productos básicos, el pavoroso estancamiento económico y una esclerosis general en la administración son, sin duda, defectos atribuible en primer término al Ejecutivo. Algunos ministros han tratado de salvarse abandonando a última hora.
                
Sería poco riguroso, sin embargo, obviar la responsabilidad de otros agentes políticos e institucionales en el naufragio de la incipiente democracia egipcia. Los aparatos de poder criados durante el régimen de Mubarak no han aceptado nunca el resultado de las urnas. Han boicoteado repetidamente al gobierno. Dos han sido las instituciones más dañinas: la judicatura y las fuerzas de seguridad. Los Hermanos Musulmanes no han podido depurarlas, no en el sentido de ocuparlas o ponerlas a su servicio, sino de democratizar su funcionamiento. Pero sería hipócrita sostener que esa tarea podía hacerse en tan poco tiempo.
                
En cuanto a las fuerzas laicas que han empujado en favor de la destitución de Morsi y el final del gobierno de los Hermanos Musulmanes, han evidenciado no solo contradicciones flagrantes, sino la falta de un programa solvente y coordinado. Parece que su objetivo se limitaba a conseguir en la calle lo que no pudieron lograr en las urnas: echar a los Hermanos Musulmanes, revestir de legitimidad la operación, apuntarse a la senda constitucional cuanto antes y volver al 11 de febrero de 2011, fecha de la caída de Mubarak.
                
No ha sorprendido que Mohamed El Baradei, el diplomático, el patriarca de la Iglesia copta y otras personalidades hayan comparecido junto a la cúpula militar. Ellos habían reclamado el golpe, eso ya se sabía. Pero con ese gesto se hacen responsables del mismo. Los escrúpulos democráticos invitan a otro tipo de comportamientos y no a convocar salidas de fuerza. Un golpe de Estado es un golpe de Estado por mucho que se pretenda revestir de figuras no uniformadas en la imagen que se proyecta al mundo.

EL DUDOSO PAPEL DE LAS FUERZAS ARMADAS

Las Fuerzas Armadas han jugado al caliente y al frio con los gobiernos sucesivos posteriores a la caída del ‘raïs’ Mubarak. No es especulativo afirmar que Morsi pudo ser investido presidente porque los militares lo consintieron, ya que obtuvieron el mantenimiento de sus privilegios sustanciales. En todo caso, la ambigüedad ha sido su norma de conducta hasta estos últimos días. Hay varias interpretaciones. Hasta tal punto de que, en su pronunciamiento de advertencia al presidente Morsi, a comienzos de semana, tuvieron que matizar y elaborar aclaraciones. No por torpeza, seguramente. Unos analistas sostienen que estaban ofreciéndole al Presidente una salida honrosa, un golpe pactado. Otros, creen que los militares egipcios querían disimular el golpe de estado con una supuesta acción patriótica. Algo propio de los golpistas, que presentan siempre sus actos como una necesidad, como algo inevitable, como un acto de sacrificio. Al parecer, Morsi terminó aviniéndose a un gobierno de unidad nacional. Pero lo habría hecho demasiado tarde, cuando se vio perdido, cuando los militares ya le habían empujado hacia la puerta de salida.

Los militares no sólo están interpretando los temores de numerosos sectores sociales por la creciente hegemonía islamista. También están defendiendo sus intereses corporativos, que corrían creciente peligro con la consolidación de los Hermanos Musulmanes.

Las Fuerzas Armadas pretenden legitimar el golpe anunciando elecciones y un cambio constitucional. O, lo que puede presentarse como un gesto de delicadeza, no deteniendo a los líderes de la cofradía o al propio Presidente, aunque si impedir su salida del país. Lo que no reconocen es que el triunfo de los islamistas moderados en los comicios se debió a unas normas pensadas para que ganaran otras fuerzas. No ocurrió lo deseado, sino lo contrario. No fueron los Hermanos Musulmanes los que fijaron las reglas, por mucho que se aprovecharan luego de ellas.
                
LOS PELIGROS SIN CONJURAR

Lo peligroso de lo ocurrido estos últimos días es que ha saltado en pedazos el proceso institucional. Si se trata de forzar en la calle la opción deseada, es probable que los islamistas, una vez repuestos del choque (que ya anticipaban, incluso los más optimistas) se dediquen a amasar su imponente capacidad de movilización para crear un ambiente de insurrección social. Conviene no olvidar que los ahora desalojados del poder son la fuerza política y social mayoritaria, más allá de la valoración que merezca el ejercicio de su gestión.

Egipto puede vivir un proceso de iraquización. Los Hermanos Musulmanes constituyen una fuerza moderada, aunque eso se entienda mal en Occidente. Pero el golpe puede empujarlos hacia posiciones de victimismo o martirio. Peor aún, si los sectores islamistas más radicales, los salafistas de Al Noor, opuestos a Morsi y allanados a la solución militar, perciben que los triunfadores de la crisis son las fuerzas laicas, o incluso los cristianos coptos, es más que probable que resurjan opciones combativas, armadas o clandestinas en la línea de lo que fueron en su día Al Gamaa Al Islamiya o, incluso, la Jihad Islámica, fundadora de Al Qaeda.

                
Es comprensible la simpatía de los progresistas occidentales hacia las fuerzas sociales que demandaban un ‘golpe de timón’. Pero conviene calcular las consecuencias de actos de fuerza de este tipo. ¿Qué pasará si, aún en el caso muy incierto de que surgiera un gobierno ‘laico’ de las próximas elecciones, se produzca una movilización callejera masiva islamista? ¿Aprovecharían las Fuerzas Armadas esta eventualidad para tomar el poder sin mediaciones, ambages o disimulos, aunque no parezca interesarles esta opción en modo alguno?  En ese caso, los sectores ‘laicos’ u ‘occidentalizados’  podrían haber hecho de aprendices de brujo.

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