10 de septiembre de 2009
Es perceptible el daño que ha causado la matanza de Kunduz provocada por la OTAN. Los líderes europeos empiezan a solapar mensajes conciliadores de ópticas distintas: reforzar tropas para asegurar una retirada posterior o traumática. El premier Brown afirma el compromiso británico con la seguridad occidental y promete mantener todas sus tropas (no dijo que aumentarlas). A veinte días de las elecciones, la canciller Merkel ha querido dar muestras de que no flojea; pero tampoco parece dispuesta a dejarse arrastrar por una espiral sin control y ha planteado un límite para la presencia militar: cinco años.
No resulta inhabitual este doble lenguaje europeo, que responde a compromisos antagónicos: satisfacer las reclamaciones de Washington y atender la desafección de la ciudadanía europea ante el conflicto. Por esta razón, no debe descartarse que al actual consenso atlántico se le aprecie fecha de caducidad en unos pocos meses. Quizás antes, cuando se produzca el próximo error militar de bulto.
El debate sobre la conveniencia de reforzar el contingente militar occidental en Afganistán está plagado de presunciones demasiado cuestionables. Los argumentos de quienes consideran que, con independencia de otras medidas de carácter político, es preciso incrementar el número de efectivos utilizan los siguientes argumentos:
-con carácter inmediato, hay que “proteger a los protectores”; es decir, se precisan más soldados para garantizar más y mejor seguridad a los militares que supuestamente defienden a la población afgana de los taliban y garantizan el avance de la institucionalización democrática.
-ni el actual gobierno, ni el que le siga (que todo indica que será el mismo, con cambios de menor importancia) tiene o tendrá la capacidad para derrotar por sí solo a los integristas islámicos y protectores; de hecho, la formación de militares y policías afganos arroja resultados muy decepcionantes.
-la contención de los taliban no puede hacerse a distancia o con operaciones puntuales: tarde o temprano, conseguirían derribar al gobierno afgano.
-la derrota del régimen actual supondría el regreso de los talibán al poder y la más que probable recuperación del santuario afgano para Al Qaeda y otras redes terroristas afines.
-esta situación desestabilizaría gravemente Pakistán, bien obligando a su gobierno a pactar con los elementos más extremistas del país o, peor aún, anticipando su caída.
-la desestabilización de Pakistán supondría una amenaza inaceptable para la seguridad internacional debido a la existencia de arsenal nucleares en ese país.
En el Pentágono y en los think-tank conservadores se comparte este análisis, de ahí la insistencia de la cúpula político-militar en mantener e incrementar el esfuerzo militar.
Pero hay una óptica distinta, que se proyecta desde sectores progresistas o simplemente más escépticos sobre la solución militar.
Los diarios NEW YORK TIMES Y LE MONDE han ofrecido estos últimos días relevantes valoraciones de expertos que defienden opciones alternativas y cuestionan seriamente no sólo la legitimidad, sino también la supuesta eficacia del refuerzo armado.
El profesor Andrew Bacevich, de la Universidad de Boston, estima que Al Qaeda puede ser neutralizada utilizando inteligencia masiva, aviones teledirigidos Predator, misiles de crucero y operaciones específicas de fuerzas especiales, e incluso el soborno de los líderes tribales militares para que priven de amparo a los amigos de Bin Laden.
Con respecto al dilema en Pakistán, el director del Centro de Estudios para la Paz de Georgetown, Daniel Byman, sostiene que la escalada militar en Afganistán hará a Estados Unidos cada vez más dependiente del país vecino y cuanto más necesarias se sientan las autoridades pakistaníes, especialmente las militares, más capacidad tendrán de poner condiciones y de resistir las presiones para que combatan a sus extremistas de las regiones tribales fronterizas.
Pero el análisis más sugestivo sobre los dudosos fundamentos de la estrategia militaristas lo leemos en un dossier especial de LE MONDE sobre la actual salud de Al Qaeda. El antiguo agente de la CIA y ahora experto en terrorismo islámico Marc Sageman adelanta algunos de los datos y reflexiones que aparecerán ampliados en su libro “Los complos de Al Qaeda en Occidente”. Sageman afirma que la red de Bin Laden esta decididamente debilitada, que su capacidad para perpetrar actos violentos es cada vez más reducida, que las amenazas terroristas proceden de grupos cada vez más autónomos y que, por lo tanto, “la guerra en Afganistan no tiene sentido y es fundamentalmente política”. Sageman señala que lo que queda de Al Qaeda no está en Afganistán, sino en Pakistan. Y como será imposible desplegar tropas extranjeras en este país, la única alternativa es mejorar la inteligencia en las regiones fronterizas y favorecer el desarrollo y la calidad de vida de la población de estas zonas sensibles.
Este discurso de actuar a favor de las poblaciones locales y no simplemente blindar los intereses occidentales está también presente en la revisión estratégica que ha pergeñado el general McChrystal, comandante norteamericano en Afganistán. Los militares de Estados Unidos y sus aliados son conscientes de que los afganos no se sienten, en general, protegidos por la OTAN, aunque podamos admitir que hasta cierto punto lo están. Y no sólo por los lamentables errores que devienen en masacres inaceptables. El enredo de explicaciones sobre errores inducidos por los propios taliban, en su táctica de utilizar escudos humanos o proteger sus movimientos poniendo en riesgo a las poblaciones civiles no resulta convincente, porque tal comportamiento es habitual y tradicional en este tipo de milicias y guerrillas. De hecho, el alto mando norteamericano ha restringido los protocolos de bombardeos aéreos, lo que supone admitir que no se había hecho lo suficiente para limitar las victimas indeseadas.
Pero el otro elemento frágil de la estrategia occidental de ganarse el favor de los afganos reside en su vinculación, voluntaria o forzada, con el actual régimen. Las elecciones de agosto se presentaron como factor de legitimación y reforzamiento de una afganización del conflicto. Pero ha servido para todo lo contrario. Karzai ya se da por vencedor en primera vuelta, pero que La ONU denuncia “claras y convincentes pruebas de fraude”. En la Casa Blanca, la incomodidad con el presidente es indisimulable, pero Washington tiene las manos atadas. Un gobierno decente no se improvisa en unos meses, ni siquiera en unos años, y menos en un país como Afganistán, corrompido sin cuenta, desde dentro y desde fuera, durante décadas.
Después de lo dicho, ¿qué hacer? ¿Hay que prepararse para la retirada? En ese caso, ¿hay que anticipar ya un calendario? ¿Cómo asegurar la protección de la población afgana? ¿Qué política adoptar ante un gobierno con la credibilidad en entredicho? Los defensores de revertir la estrategia actual en un sentido radical no ofrecen respuestas a estas y otras preguntas relacionadas. Lo que se exhibe, hasta ahora, es la posición global, pero falta el detalle.
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