23 de julio de 2009
El presidente Obama atraviesa el momento más delicado en la Casa Blanca, precisamente al cumplir el primer medio año en el cargo. El índice de aprobación es del 55%. Modesto, desde luego. Nueve de los doce presidentes desde 1945 presentaron mejores cifras a estas alturas de mandato.
No es que su capital político se haya deteriorado. Lo que ocurre -dicen los analistas- es que la que se apunta como principal batalla política de su mandato le está pasando una inevitable factura. La reforma sanitaria, que ya dañó la presidencia de Clinton y dividió a los demócratas, reaparece, dieciséis años después, para “marcar decisivamente la presidencia de Obama” (NEW YORK TIMES).
No se puede explicar en un par de folios las peculiaridades del sistema de salud norteamericano. Se sabe, a grandes rasgos, lo esencial. Que casi 50 millones de estadounidenses carecen de seguro médico. Que para la mayoría de trabajadores perder el empleo supone quedarse sin seguro médico. Que, a pesar de este dato casi tercermundista, el sistema de salud es el más caro del mundo, un 30 por ciento más que el índice medio europeo. Que una parte insoportable del gasto redunda en el lucro de diferentes agentes parásitos pero no en la calidad de la atención al paciente. Que, por lo tanto, es también el más ineficaz y despilfarrador de la OCDE.
Los Clinton intentaron reformarlo en 1993, pero fracasaron, porque los grandes intereses corporativos movilizaron a sus aliados legislativos, a quienes acostumbran a sufragar campañas y hasta carreras políticas .
Este segundo intento demócrata de reformar el sistema sanitario tendrá que vencer resistencias similares y, además, hacerlo en un entorno de crisis económica y con un déficit público abrumador causado por la administración Bush, por sus desmedidos gastos militares y de seguridad y por los regalos fiscales a los ricos.
Obama ha fijado los objetivos y principios básicos e indisputables de la reforma: que todo ciudadano norteamericano tenga cobertura sanitaria y que la reforma no se haga a costa de las clases medias y bajas.
La Casa Blanca quiere reforzar el sistema público, ampliarlo, si, pero también corregirrlo para mejorar su calidad y eficacia. En modo alguno pretenden Obama y los suyos proceder a una revolución o socializar la sanidad, como le achacan interesadamente los exégetas neoliberales. Se quiere simplemente que haya un sistema público solvente que conviva con los privados.
Se debe y se puede ahorrar, pero habrá que aportar más fondos. Se calcula que un billón de dólares adicionales durante la próxima década; aproximadamente, la mitad de lo que ya cuesta el sistema actual. Obama ha insistido en su última rueda de prensa en que la reforma sanitaria es una oportunidad de inversión, no un gasto. No perjudicará el esfuerzo de recuperación económica, sino que la alentará. Es un argumento con resonancias socialdemócratas, que en Estados Unidos levanta ampollas. Más aún, cuando se trata de determinar de dónde debe salir el dinero, de lo que se están ocupando cinco comités legislativos.
La batalla que se está librando en el Congreso pone en evidencia las contradicciones y deficiencias de representación social del sistema político norteamericano. Los demócratas tienen la mayoría en las dos Cámaras. Pero el presidente no puede contar con todos los suyos. Es verdad que muchos legisladores demócratas -más en la Cámara de Representantes que en el Senado- comparten la visión de la Casa Blanca. Pero los que se resisten a avalar medidas que agraven el esfuerzo fiscal son suficientes para conformar, juntos con los republicanos, una mayoría opositora. Estos demócratas disidentes son los llamados “blue dogs”, (perros azules), por su fiereza en la defensa de la llamada “responsabilidad fiscal”, que no quiere decir otra cosa que bloquear políticas fiscales redistributivas.
Las últimas encuestas les han reforzado. El 50% de los ciudadanos está descontento con la gestión de la reforma sanitaria y el aún más, el 60%, sospecha que la Casa Blanca presiona a favor de más gasto público. Para gran pesar de Obama, que se ha cuidado muy mucho de ofrecer la imagen del político alegre en la subida de impuestos para favorecer el gasto (tax and spend). Por eso, ha advertido que no aceptaría una reforma que perjudicara fiscalmente a la clase media (y menos a las clases bajas). La cuestión es dónde colocar el listón. Se habló primero de lo que ingresaran más de 280.000 $. Como los republicanos y sus aliados sociales se tiraron a degüello, los demócratas rectificaron. La speaker de la Cámara baja, Nancy Pelosi, ha propuesto que se grave al club de los 500.000 $ para arriba o a las familias que superen el millón de dólares de ingresos anuales. O sea, a los millonarios. La pelea continua.
Como viene sosteniendo Paul Krugman, esta actitud de contentar a conservadores propios y ajenos no suele dar resultado ni cala en la opinión pública. La vinculación de fiscalidad y reforma sanitaria es inevitable, pero se trata de un enfoque plagado de trampas y peligros en Estados Unidos. El debate habitual en Europa sobre el sentido, la finalidad y la utilidad de los impuestos toma allí un sesgo sensiblemente diferente. Es paradójico que a veces se oponen a la imposición grupos o sectores ciudadanos que no resultan directamente perjudicados; al contrario, muchas veces se benefician a la postre de ello. Pero esta muy arraigada la conciencia de que el gobierno gasta mucho y mal y que, al final, pagar impuestos no trae cuenta, pague quien pague. La clase media está convencida de que respalda con su dinero a los de abajo. Es un mito alejado de la realidad, pero ha definido mandatos y condicionado muchas elecciones.
Si la reforma de Obama saliera adelante, el 97% de los norteamericanos tendría asistencia médica. En cualquier país europeo desarrollado, ese esfuerzo habría merecido la pena. En Estados Unidos ocurre todo lo contario. Los que consideran moderno y socialmente justo y responsable que haya un sistema público fuerte lo dicen en voz baja, para no perjudicar la causa. Los republicanos huelen el miedo y aprietan. Uno de ellos, sureño y conspicuo conservador, Jim DeMint, ha proclamado que la reforma sanitaria puede ser el “Waterloo” de Obama. Así de marciales están las cosas.
Obama se aviene a prolongar hasta final de año la consecución de la reforma. De esta forma, habrá tiempo para ajustes y componendas. Peligro: cuanto más tarde el proceso, más puntos ganarán los republicanos conservadores y sus aliados de conveniencia, los “perros azules” demócratas.
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