18 de junio de 2009
A la hora de escribir este comentario, nadie se atreve a anticipar la salida de la actual crisis iraní. Ni siquiera a caracterizar cuál es la naturaleza de la crisis. ¿Crisis política? ¿Crisis social? ¿Crisis sistémica?
La mayoría de los análisis que hemos podido manejar estos días se basan en presunciones. Empezando por los propios resultados electorales. Hay motivos para sospechar de fraude masivo (desde irregularidades “técnicas” hasta resultados locales demasiado paradójicos o directamente increíbles). Pero no existen convicciones sólidas para considerar como seguro el triunfo de la oposición reformista. Algunos analistas confunden aquí deseos con realidad. Eso, entre otros factores, explicaría la cautela de Obama. En todo caso, dando por buena la tesis del fraude a gran escala, otras especulaciones adicionales enturbian los análisis. Y los pronósticos sobre el futuro.
Debido a la confusión del momento y a una cierta simplificación del sistema político iraní, la mayoría de los comentarios tienden a presentar lo que está ocurriendo como una reacción del poder clerical frente a las demandas de apertura de los sectores más progresistas de la sociedad. Podría no ser exactamente así. De hecho, ayatollahs conservadores de enorme prestigio e influencia se han apuntado a la tesis del fraude, uniendo sus voces a las de los disidentes tradicionales como Ali Montazeri (en su día delfín de y luego apartado y confinado en su domicilio particular de Qom).
Dos analistas del American Enterprise Institute, de orientación proneocon, sostienen en un artículo titulado “la Revolución oculta” que Jameini y Ahmadineyad proyectan la “transformación de una teocracia en una dictadura militar ideológica”. O sea, ungida por la fé. Sus víctimas serían tanto los reformistas como el poder intermediario de los sacerdotes islámicos. En apoyo de esta tesis, hay que recordar que Ahmadineyad ganó las elecciones de 2005 enarbolando un programa muy crítico hacia la corrupción anidada en el sistema clerical. El expresidente Rafsanjani fue entonces y es ahora uno de sus rivales más acérrimos. Según el principio de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, Rafsanjani ya se arrimó a Musaví antes de las elecciones.
Apoya también esta tesis de la conversión del regimen que el principal apoyo de Ahmadineyad sean las fuerzas armadas más ideologizadas del régimen, los pasdaranes o guardianes de la revolución y sus milicias de choque, los basijis, voluntarios veteranos de la guerra contra Irak y sectores lumpen del sistema.
De ser plausible esta interpretación de lo que podría estar ocurriendo en la cúspide del poder, estaríamos ante una versión iraní del 18 Brumario. Jamenei y Ahmadineyad, como Bonaparte, aprovecharían las debilidades y contradicciones del sistema político para transformarlo en una suerte de dictadura militar que no sólo pondría a raya a los reformistas, sino que sometería a la casta clerical que ha controlado el pulso de la vida iraní desde 1979. La jerarquía religiosa terminaría aceptando la deriva autoritaria, debido a dos alicientes definitivos: uno, su condición de garantía frente al peligro de un reformismo tendente a una creciente laicidad; y dos, el mantenimiento de ciertos privilegios.
La incógnita es hasta donde llegará este tándem que formalmente pilota la República. ¿Qué hará el resto de las Fuerzas armadas iraníes si los reformistas no ceden? El actual ministro de Defensa es un basijí amigo leal del presidente. El propio Jamenei habría favorecido a elementos militares del régimen para fortalecer su base de poder. Cuenta Neil Facquhar en el NEW YORK TIMES que pasdaranes escogidos por el Guía ocuparían hoy importantes puestos en la RadioTelevisión o en fundaciones creadas a partir de bienes confiscados por la revolución. En todo caso, ¿es sólida la cadena de mando militar? No se sabe.
Ciertamente, Jamenei atesora la autoridad moral del régimen, pero nunca fue el candidato preferido de la élite religiosa, sino una solución de compromiso. Su posición ahora parece débil. Que primero se apresurara a bendecir la victoria de su protegido y luego se aviniera a un recuento para aplacar a la oposición indicaría que no se siente seguro de las lealtades imprescincibles. Pero también podría tratarse de una simple maniobra para ganar tiempo y esperar a que la dinámica represiva asfixie primero y aplaste finalmente la opción reformista. Sería el escenario Tiananmen.
Pero contrariamente a la China posterior a Tiananmen, este Irán replegado y militarizado no podría contar con el reclamo del crecimiento y la prosperidad económicos. Los mandarines del “comunismo capitalista” han tapado el malestar popular con un consumismo eficaz, por muy desequilibrado que sean sus fundamentos. Jamenei y Ahmadineyad solo cuentan con el petróleo y poco más para aplacar previsibles convulsiones sociales, y su capacidad terapéutica no depende de ellos, sino de los mercados internacionales. El otro recurso de la pareja, el átomo, es un arma de doble fila. Puede disuadir, pero también puede precipitar la indeseable respuesta militar. A este respecto, no resulta estrambótico proclamar que Netanyahu ha votado por Ahmadineyad. Como dice el analista judío Thomas Friedman, nada sospechoso de antiisraelí, la permanencia de ese “comportamiento antisemita refleja el verdadero e inmutable carácter del régimen iraní”. Ergo, convierte su destrucción en una necesidad para Israel…. Y, para Estados Unidos, en un impostergable debate.
El tercer escenario es el triunfo de esta revolución virtual, alimentada por redes sociales y mensajería instantánea. Irán se incorporaría a la serie de revoluciones coloreadas o de terciopelo, iniciadas hace veinte años en Europa del Este, revividas luego en las antiguas repúblicas soviéticas (Federación rusa, Ucrania, Georgia, Moldavia) y ahora sedicentes en Irán y quién sabe si en otros países del mundo islámico. Naranja, rosa, verde…. Colores pastel para maquillar propuestas contradictorias y no siempre tan espontáneas ni tan idealistas. La simpatía occidental por esta “revolución verde” es comprensible, pero no es seguro de que aquí se comprendan las verdaderas motivaciones de todos los que pretenden sacar partido de un eventual triunfo de la oposición iraní.
Aunque expertos como Juan Cole, de la Universidad de Michigan, consideren que Musaví no es el expresidente Jatamí, sino un líder con más fuerza y alianzas más poderosas, no es seguro que pueda prevalecer en un entorno tan hostil. Si busca apoyo exterior, podría debilitarse su alianza con los conservadores pragmáticos. De ahí también la cautela de Obama. La volatilidad de la situación exige mucha prudencia. Es probable que el supuesto “final de la revolución islámica” se convierta en un periodo largo, confuso y profundamente inestable. Un quebradero de cabeza para Obama y sus designios de diseñar un Oriente Medio democrático, tolerante y amistoso.
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