14 de setiembre de 2022
Irak va camino de convertirse en uno más de esos conflictos olvidados, ahora que las grandes potencias están ocupadas en otras prioridades y los principales medios parecen haber perdido interés, por su complejidad o por cansancio.
El último sobresalto de envergadura concluyó a finales de agosto, pero la crisis que atenaza al país desde hace dos décadas sigue viva. Tras una semana de violencias por el asedio de los seguidores de Muqtada al Sadr a la zona verde (área donde se concentran los edificios gubernamental y diplomáticos de la capital desde el comienzo de la ocupación norteamericana), el clérigo les pidió que se retiraran (1). La “revuelta antisistema” ha dejado 30 muertos, numerosos heridos y un clima de inestabilidad inextinguible (2).
Pero para sorpresa de algunos, hay una víctima política inesperada: el propio Al-Sadr, quien acompañó su llamada a la restauración del orden con el anuncio de su retirada de la vida política. Se verá si es un propósito sincero o, como muchos creen, un gesto teatral más, en una vida política plagada de virajes tácticos. No es la primera vez que amaga con desaparecer para volver más tarde. Aunque ahora las circunstancias le sean menos favorables (3).
Algunos observadores de la política iraquí relacionan este último paso atrás de Al-Sadr con la lucha de poder político y religioso entre los santones chiíes de Irán e Irak. El Gran Ayatollah Haaeri, residente en Teherán y próximo al Guía Supremo Jamenei, había criticado recientemente a Al-Sadr, a pesar de haber sido su mentor. La gran autoridad religiosa chií de Irak, el Ayatollah Sistani tiene ya más de 90 años y su retirada se considera inminente. Sistani no acepta la tutela de sus correligionarios iraníes y siempre ha defendido la independencia nacional de Irak, igual que en su momento se opuso a la ocupación norteamericana (4).
Irak se encuentra sin gobierno, sin dirección y sin cohesión. Un ejecutivo en funciones administra el caos sin apenas convicción y bajo amenaza permanente de implosión. Las elecciones de octubre de 2021 no arrojaron una mayoría concluyente. El partido de Al Sadr obtuvo el mayor número de diputados (73 de los 329 totales), pero no le bastó para ensamblar una coalición viable de gobierno. Ante la hostilidad de sus rivales chíies, Al-Sadr intentó una alianza con los partidos sunníes y kurdos, pero no lo consiguió. La desconfianza de los partidos-milicia chiíes viene de lejos, debido a la enorme fuerza de atracción que supo ganarse entre las masas populares desde su feudo en la barriada pobre de Sadr City, en la periferia de Bagdad. Allí creó el llamado ejército del Mahdi (una especie de Mesías prometido en el imaginario chií), que, con sus 70.000 efectivos, resultó un tormento para los ocupantes norteamericanos.
El cisma interno chií tiene otros componentes. Es más decisivo ha sido la evolución anti-iraní del fogoso clérigo. Mientras que los partidos-milicia de la mayoría de la población chií ha mantenido sus vínculos con el régimen del país vecino, Al Sadr ha evolucionado hacia un nacionalismo que hace de la independencia y la soberanía del país su principal marchamo ideológico (5). Otros dirigentes chiíes más astutos o más disimuladamente proiraníes, como el exprimer ministro Nuri Al Maliki recelan de su carácter mercurial y su gusto por la política de masas. A pesar de su severa derrota en las urnas (apenas una treintena de escaños), el manejo de las palancas de poder que conserva le permitió impedir, vía judicial, la constitución de una mayoría alternativa. El odio entre ambos dirigentes ha condicionado la reciente realidad política iraquí.
En sus ocho años al frente del gobierno (2006-2014), Al Maliki intentó destruir la influencia populista de Al-Sadr. En 2008, con el apoyo del ejército norteamericano, lanzó una operación contra las milicias sadristas en el sur del país, a las que debilitó pero no destruyó. El exprimer ministro jugó siempre al caliente y al frío con Estados Unidos. Mientras cultivaba sus relaciones con Irán, fungía como un dirigente de orden frente a los excesos populistas de Al-Sadr, pero practicó una política sectaria hacia la minoría sunní, bajo el pretexto de controlar el supuesto renacimiento del baasismo. Al cabo, lo que propició fue el imparable auge del Daesh, la rama más extremista del sunnismo, que provocó su caída y a punto estuvo de aniquilar al Estado.
Maliki mantuvo su influencia en los débiles gobiernos sucesivos, mientras Al-Sadr preservaba la base de su poder: su capacidad para movilizar a las masas empobrecidas. El actual primer ministro en funciones, Al Kadimi, es un hombre con amplia experiencia en los aparatos de seguridad, al que se le atribuyen relaciones fluidas con Estados Unidos, sin irritar en demasía a Teherán. Pero carece de base política.
A la mayoría de la población lo que le importa es vivir cada día y superar las carencias agobiantes que suponen los cortes continuos de fluido eléctrico, el funcionamiento lamentable de los servicios públicos y la escasez de empleo. Las huestes de las principales élites políticas ven recompensado su entusiasmo intermitente con provisiones y prebendas para compensar las fatigas cotidianas.
Irán sigue muy de cerca los acontecimientos, con interés y aprensión. Las peleas internas entre los correligionarios chiíes han sido hasta ahora manejables, aunque los dirigentes iraníes hayan tenido que invertir ello mucho tiempo y energía. En enero de 2020, el asesinato del general Suleimani, jefe de la unidad exterior de la Guardia Revolucionaria iraní, ordenado por Trump en el marco de su política de “máxima presión” sobre la República islámica, privó a los ayatollahs de su principal activo para controlar los acontecimientos en Bagdad. Pero Irán no ha dejado de ejercer un papel tutelar en el país vecino (6).
Según algunos analistas, entre la minoría sunní crece de nuevo una opinión favorable a la partición del país, lo que le permitiría acceder a parcelas directas de poder y, dudosamente, controlar parte del botín petrolífero, en imitación del proceso semiindependiente de los ckurdos. El actual reparto de poder por comunidades confesionales se asemeja al del Líbano, con su secuela de clientelismo, gigantismo burocrático y corrupción.
Una desestabilización incontrolada crea inquietud en Estados Unidos, que trata a duras penas de desviar recursos de Oriente Medio para afrontar los desafíos chino y ruso (7). La partición no es del agrado de Estados Unidos, porque se teme que el nuevo estado chií estaría condenado a ser anexionado más pronto que tarde por Irán. El Kurdistán recuperaría su proyecto independentista. Y la entidad sunní quedaría a merced de las monarquías del Golfo, como un protectorado, si acaso.
Cualquier escenario es posible en una situación tan volátil (8). La desastrosa herencia de la ocupación norteamericana supera ya, y con mucho, los estragos causados por la dictadura brutal de Saddam Hussein, quien fuera durante años un aliado útil de Occidente hasta que creyó o fue inducido a creer que disponía de luz verde para alterar los equilibrios en la región.
NOTAS
(1) “Supporters of Iraq’s Al-Sadr leave Green Zone after violence. AL JAZEERA, 30 de agosto.
(2) “Is Muqtada Al-Sadr trying to stage a 6 january insurrection?”. SIMONA FOLTYN. FOREIGN POLICY, 11 de agosto.
(3) “The revenge of Muqtada Al-Sadr”. MOHAMAD BAZZI (Director del Centro Kervokian). FOREIGN AFFAIRS, 13 de septiembre.
(4) “Muqtada Al-Sadr has announced his withdrawal from politics”. MOHANAD HAGE ALI. CARNEGIE, 30 de agosto.
(5) “L’Irak flirte avec le chaos, après le reverence de Muqtada Al-Sadr” (resumen de prensa iraquí). COURRIER INTERNATIONAL, 30 de agosto.
(6) “Big Bang in Iraq?”. (Entrevista de Michael Young a MARSIN AL-SHAMARY, investigadora iraquí-norteamericana en el MIT). CARNEGIE, 3 de agosto.
(7) “Biden’s indifference has given Iran the upper hand in Iraq. DAVID SCHENKER. THE WASHINGTON INSTITUTE ON THE NEAR AND MIDDLE EAST, 24 de Agosto.
(8) “A power struggle in Iraq intensifies, raising fears of new violence”. ALISSA RUBIN. THE NEW YORK TIMES, 16 de agosto.
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