27 de marzo de 2024
El presidente ruso, Vladímir Putin, presume de su condición de abstemio, sabedor de que el vodka es uno de los corrosivos sociales más devastadores de su pueblo, desde tiempos inmemoriales. Pero su celebrado autocontrol no le ha librado de la resaca. Política, se entiende.
El reciente banquete
electoral se resolvió en un atracón del 87% de votos, cocinados con
ingredientes propios de la política autoritaria (eliminación de los oponentes
serios, información limitada a los medios sumisos, persecución de los díscolos,
ausencia de controles técnicos, etc.).
Aún estaba Putin digiriendo
este éxito conformado a conveniencia, cuando le asaltó una inesperada resaca,
en forma de sobresalto terrorista. El ataque de cuatro militantes islamistas
contra un salón de conciertos en las afueras de Moscú le amargaron la victoria
(1)
Los comentaristas
occidentales más obsesionados con el Presidente ruso (los que ven él la
personificación de las amenazas a la democracia en todo el mundo) frotaron
plumas y teclados para interpretar la carnicería (139 muertos, hasta la fecha)
como una “humillación” para el autócrata del Kremlin (2).
Parte de razón tienen. Los
jaleados servicios de seguridad, la joya de la corona del régimen actual, no
supieron prever lo ocurrido. Y lo que es peor, en un ejercicio de torpe
arrogancia, el propio Putin desdeñó las advertencias americanas sobre un algo
riesgo de ataque terrorista inminente. “Se trata de un intento de atemorizar y
desestabilizar a nuestra sociedad”, dijo.
El FSB (La Oficina de
Seguridad federal rusa) sigue la senda de fracasos de otros servicios
occidentales. El FBI, la CIA y otras agencias se tragaron en su día el 11-S. Lo
mismo cabe decir de los servicios europeos en el ciclo de atentados islamistas posteriores.
UNA PROLONGADA ANIMOSIDAD
La matanza del Crocus
City Hall es una muesca más en la cadena de “humillaciones” sufridas por el
agente-presidente Putin desde su ascenso al Kremlin, tras al asalto al teatro
Dubravka de Moscú (2002), la toma de una escuela en la ciudad osetia de Beslán
(2004), la bomba colocada en un mercado en la misma Osetia (2010) y otros
atentados en lugares públicos.
Irónicamente, Putin edificó
su “prestigio” político mediante la represión brutal y sin límites de la
resistencia chechena, dominada por una facción extremista y terrorista, que
había conseguido poner en jaque al estado ruso en descomposición bajo el
liderazgo fallido de Boris Yeltsin. En Occidente asimilaron con relativa
normalidad la aniquilación de Grozni en 2000 y la represión subsiguiente de los
rescoldos terroristas chechenos.
La fiebre antiterrorista
desencadenada después del 11-S avaló a Putin como un visionario de la mano
dura. Por aquellos años del arranque de siglo, en Washington celebraban al
flamante Presidente ruso como un aliado en la lucha estratégica contra la nueva
amenaza global. Nadie supo o quiso ver el huevo en el nido de la serpiente. Y
mucho menos cuando Putin facilitó a Washington la utilización de bases
militares de sus regímenes aliados en Asia Central para desplegar la gran
venganza contra Al Qaeda y sus protectores talibanes en Afganistán.
En la década de los ochenta,
Rusia (entonces, la URSS) era el enemigo de la guerra fría al que se tenía la
oportunidad de desgastar sin piedad en un encerrado país asiático, mediante la
financiación, el adiestramiento y el armamento de grupos islamistas radicales
absolutamente contrarios al orden liberal. Veinte años después, la nueva Rusia,
en la que ya había fracasado el experimento capitalista occidental, se
contemplaba como un socio inesperado en la publicitada “guerra contra el
terror”.
Putin pagaría un alto precio
por la sangría chechena, que se vio obligada a extender a otras repúblicas con
fuerte población musulmana en las regiones del Cáucaso. El extremismo islamista
lo puso en la misma lista negra en la que figuraba el “Gran Satán”
norteamericano.
Cuando estallaron las
guerras derivadas de la mal llamada “primavera árabe”, en la segunda década del
presente siglo, Putin acudió en defensa del histórico aliado de Rusia en la
región: la Siria de la familia Assad. El régimen de Damasco se deshacía por la
presión del ISIS, los grupos residuales de Al Qaeda, los grupos armados y
financiados por Occidente y la revuelta kurda en el norte. Rusia salvó a Assad,
pero sobre todo conservó sus posiciones militares avanzadas en el Mediterráneo
oriental, aunque fuera a costa de arriesgar su difícil equilibrio con Turquía,
convertida en enemigo acérrimo del régimen sirio. La brutalidad con la que
Putin liquidó o contribuyó a liquidar a los distintos grupos armados islamistas
en Siria reforzó la animosidad que pesaba sobre él desde la guerra en
Chechenia.
Ese odio acumulado ha
emergido ahora, en el momento de mayor exaltación del poder de Putin, cuando
Rusia trata a duras penas de consolidar una ventaja militar en Ucrania. Los
cuatro militantes presuntamente autores del atentado del Crocus City Hall
son originarios de Tayikistán (república fronteriza con Afganistán). Pertenecen
a una rama local del ISIS denominada Khorasán o Jorasán (según la grafía que se
utilice), una zona geográfica que, en el imaginario yihadista abarca parte de Afganistán,
Irán y otros países del Asia Central. Este grupo, ISIS-K o ISIS-J, es enemigo acérrimo
de los talibán, por razones doctrinarias y tácticas; también por la cooperación
oportunista que mantiene Moscú con el régimen de los estudiantes coránicos de
Kabul (3).
En realidad, la hostilidad
de estos yihadistas hacia Rusia se ha mantenido durante todos estos años,
aunque sus operaciones hayan sido más bien modestas. El atentado del 22 de
marzo supone un salto cuantitativo y cualitativo en su desafío al Kremlin.
LA PISTA UCRANIANA
Pero la deriva que más ha
interesado ha sido el intento de Putin de vincular a los autores de la matanza
con su rival del momento, Ucrania. Los cuatro militantes fueron detenidos en la
región occidental rusa de Bryansk, según fuentes oficiales rusas, “cuando
trataban de cruzar a Ucrania”. “¿Quién les esperaba allí?”, se preguntó el
Presidente ruso cuando, después de dos días de silencio, compareció ante el
país (4).
Ucrania ha negado
rotundamente relación alguna con los hechos y ha acusado a Putin de tratar de
engañar y confundir a la opinión pública mundial. Los servicios de inteligencia
occidentales también han desautorizado las insinuaciones de Putin como una burda
maniobra de propaganda.
Pero lo que más le interesa
a Putin es evitar que la confianza de sus ciudadanos en la fortaleza y solidez
de su régimen sufra merma alguna. Prueba brutal de ello es hacer ostensible el
castigo infligido a los presuntos autores del atentado, en su presentación ante
el tribunal: tumefactos, apalizados, con evidentes señales de tortura en sus
cuerpos y alguno en silla de ruedas. Para no dejar resquicio a las dudas, se
han filtrado las sesiones de interrogatorio con las lindezas a que fueron
sometidos los miembros del comando. Algo insólito para cualquier aparato
represivo en el mundo. Las torturas, los abusos, por principio, se esconden y
se niegan, o cuando no hay más remedio, se admiten como conductas particular.
Moscú ha optado por otra vía, la de la intimidación brutal, con un mensaje
claro: así tratamos o esto les espera a quienes se atrevan a desafiar al Estado
ruso.
Antes de que aparecieran en
público los yihadistas, Andrei Soldatov, uno de los mayores especialistas en
los aparatos de seguridad rusos, predecía un “endurecimiento” del régimen para
conjurar cualquier impresión de debilidad o inseguridad del Estado (5).
Putin tratará de superar la
resaca terrorista cuanto antes, si es posible, haciendo virtud de la necesidad.
De momento, ha insinuado que la autoría intelectual de la matanza del salón de
conciertos apunta a los “neonazis de
Kiev”, para justificar la prolongación de la guerra a cualquier precio y conjurar el mínimo riesgo
de crítica o de cansancio. Hasta que circunstancias adversas, de producirse, lo
obliguen a construir un discurso diferente.
NOTAS
(1) “Près de Moscou, un attentat lors d’un concert
fait plus de cent morts”. LE MONDE, 23 de marzo.
(2) “Russia’s tragedy, Putin humiliation”. THOMAS
NICHOLS. THE ATLANTIC, 26 de marzo.
(3) “What is the Islamic State Khorasan Province? THE
ECONOMIST, 25 de marzo.
(4) “Putin says ‘radical islamists’ attacked concert
hall, suggests link to Ukraine”. MARIA ILYUSHYNA. THE WASHINGTON
POST, 25 de marzo.
(5) “Putin will be ruthless after the Moscow attack,
but Russians don’t trust him to keep them safe”. ANDREI SOLDATOV. THE
OBSERVER, 24 de marzo.
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