20 de marzo de 2024
Hace ahora cien años, en
1924, moría Lenin (enero) y el oscuro y maniobrero Stalin conseguía desplazar al
resto de dirigentes bolcheviques y hacerse con el timón de lo que, un par de
meses después, sería la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS),
nombre del nuevo país consagrado en la primera Constitución del nuevo estado
revolucionario.
Un siglo más tarde, un agente
secreto de nivel medio de ese Estado está ahora en vías de convertirse en el
dirigente más longevo de la historia rusa. Esta Nueva Rusia no es una URSS
rediviva, ni una reedición del Imperio de los Zares. No es comunista ni es monárquica.
Es una República presidencialista con contrapeso parlamentario sólo aparente. En
realidad, una autocracia. La línea que claramente conecta esos tres tiempos de
Rusia es el dominio de un nacionalismo autoritario subyacente encarnado por un Padre,
un hombre providencial.
TRES RUSIAS, TRES MODELOS
La guerra (o las guerras)
construyeron el Imperio Zarista, y lo destruyeron. Algo así puede decirse del
régimen soviético, convertido en superpotencia tras su heroica victoria militar
contra los nazis, pero luego socavado por guerras menores y , sobre todo, por
el esfuerzo de la guerra definitiva que nunca ocurrió. Y ahora, una guerra
cercana, la guerra de Ucrania, consagra y determina, de momento, la solidez del
poder político, de una autocracia nacional casi absoluta.
La guerra es el factor a la
vez unificador y disolvente en la historia de Rusia. En el momento actual,
asistimos a la primera fase de ese proceso. ¿Acabará la actual guerra con esta
tercera morfología del poder ruso? ¿Los elementos diferenciales de hoy abren la
posibilidad de un desenlace distinto? Aún es pronto para decirlo, aunque
algunos analistas, académicos y estrategas, movidos por sus pulsiones
ideológicas o por los intereses económicos de sus patrocinadores, anticipen un
final catastrófico del actual sistema político ruso.
Putin ha ganado las
elecciones presidenciales. Importaba poco o nada las cifras concretas: superior
al 87%, 11 puntos más que en 2018. La participación ha sido mayor (77,4%), en
un índice similar. Gobiernos y gabinetes de estudio occidentales han detallado
estos días las perversiones del sistema electoral, tantas y tan graves que
difícilmente encajarían en una democracia, incluso en las ya muy deficientes
del mundo occidental. Ni siquiera puede hablarse de un plebiscito: las opciones
contrarias a la guerra, eje vertebrador del discurso político, han sido
eliminadas.
La reciente muerte en una
prisión ártica de Alexei Navalny, el oponente a Putin preferido por Occidente
y, por ende, capaz de movilizar ciertas sensibilidades en el interior (en
realidad, en las grandes ciudades) salpicó de dramatismo la cita electoral. La
llamada de la organización de Navalny para
votar a mediodía, con la idea de colapsar los colegios, no parece haber tenido gran
efecto (1). La maquinaria oficial aplasta cualquier manifestación de protesta,
y la criminaliza.
La élite intelectual
anti-Putin que opera en el exterior evidencia desánimo ante la resignación de
las masas. El analista Andrei Kolésnikov, que trabaja para la Fundación CARNEGIE,
uno de los transatlánticos del pensamiento liberal en Estados Unidos, habla del
“conformista pasivo” como “antihéroe” de estos tiempos. Se refiere a un
personaje literario del novelista decimonónico ruso Mijail Lermóntov. La
sociedad recreada por el autor era la Rusia zarista. Luego, durante los años de
estabilización del sistema soviético los entonces llamados “disidentes” (los de
dentro y los de fuera del régimen) se quejaron de lo mismo: la aceptación
resignada del abuso de poder.
Pero Kolésnikov introduce un
matiz interesante en su análisis. No se trata ahora de una aceptación total y
“silenciosa”. El poder actual adopta un carácter de “híbrido totalitarismo”, de
“semiautocracia” suavizada por procesos electorales formales, que demandan
“complicidad”. El poder absoluto que caracteriza la dinámica política rusa se
adapta a los tiempos para que la sociedad se adapte a las exigencias del poder
(2).
En una crónica de un diario
occidental sobre la jornada electoral, una ciudadana cualquiera dice que vota a
Putin para que les proteja (3). Esa es la naturaleza del contrato social y
político ruso, inalterado durante siglos: el poder autoritario exige sumisión;
o complicidad, según el tiempo, a cambio de garantizar la seguridad, más
colectiva que individual, puesto que se trata de proteger a la nación su
conjunto. Una noción abstracta y elusiva.
LAS FALSAS ANALOGÍAS
Políticos y académicos
apegados a la primera Guerra Fría tiende a comparar o a asimilar el putinismo
al estalinismo, es decir, la deriva personalista del inicial
liderazgo colegiado soviético, recuperado parcialmente a mediados de los años
50. Se basan en una conexión aparentemente obvia: Putin fue un agente
del KGB, la institución más perversa del degradado sistema soviético en la
etapa de Stalin y sus decadentes herederos. También han contribuido a cimentar
esta analogía ciertas declaraciones del propio Putin, singularmente aquella en
la que calificó la desaparición de la URSS como “la mayor catástrofe
geopolítica del siglo XX”. Lo que, a ojos de los propagandistas occidentales,
convertía a Putin en un “nostálgico soviético”. Esas palabras fueron sacadas o
aisladas del contexto.
A lo que se refería Putin
era a que, sin la URSS, el mundo quedaba a merced de una única potencial
mundial, que podía dictar sus intereses al mundo entero. Es una afirmación discutible,
pero no escandalosa. La emergencia de China modificó las percepciones del
dirigente ruso, de ahí que su opción estratégica mundial haya sido forjar una sólida
alianza con Pekín.
Que Putin sea un comunista
disfrazado es otra añagaza propagandística. Haber cobrado y vivido del aparato
comunista no le convierte en devoto de esa ideología. Bien lo sabemos eso en
España. Y en cualquier otro lugar. Si algo ha demostrado Putin a lo largo de su
carrera política es que es un oportunista que usa (y se desprende) de la
ideología a su conveniencia. Como jefe de gabinete de Yeltsin apoyó con
entusiasmo la irrupción irresponsable del capitalismo, aunque se atuvo al
contrapeso de los aparatos estatales en forma de capitalismo de Estado, para
garantizar la supervivencia de las élites. El comunismo había dejado de ser una
divisa ideológica útil en Rusia, mucho antes de la desaparición del régimen
soviético.
Ahora, el candidato del
Partido Comunista ha sido el segundo más votado, pero no ha llegado al 5%, ocho
puntos menos que en 2018. Sus dirigentes apoyan a Putin en tanto líder de un
país en guerra, igual que quienes sobrevivieron a la purga se rindieron a
Stalin para derrotar al nazismo. Los renovadores consideran a Putin un dictador
carente de escrúpulos. No hay vestigio alguno de la URSS en el Kremlin de hoy.
Si acaso, se mantiene la música del himno nacional, pero, naturalmente, no la
letra. Sin embargo, proliferan los símbolos de los Zares. La iglesia ortodoxa,
sofocada durante el comunismo, ejerce ahora una influencia controlada pero
notable. Putin se ha convertido a la fe tradicional, como una herramienta más
de la unificación nacional.
La izquierda comunista en Europa (neocomunista o postcomunista) se
esfuerza por digerir el sistema Putin, sin incurrir en contradicciones
ideológicas y políticas flagrantes, ni favorecer el discurso liberal
occidental. Es una tarea ardua. La guerra de Ucrania ha agudizado ese dilema.
Se siente en esas latitudes que combatir a Putin equivale a combatir a Rusia, y
eso cuesta, porque muchos quieren creer que la utopía comunista no ha muerto completamente
en la que fuera Patria de los trabajadores de todo el mundo. Engañosa
nostalgia.
La socialdemocracia, que
pactó con la URSS sólo por realismo, sin pretensiones de reunificación
ideológica alguna, asimila el putinismo al actual nacionalismo
identitario, xenófobo, racista y religioso que abanderan los partidos de la
extrema derecha en sus países respectivos. El socialismo democrático ve en
Putin una recreación disparatada del desaparecido orbe zarista, no del
liquidado comunismo y desdeña cualquier vinculación sentimental con el
sovietismo.
Las conexiones entre el
Kremlin y las fuerzas ultranacionalistas europeas son de nuevo elevadas de
rango por analistas rusos opuestos a Putin. Tatiana Stanovaya (CARNEGIE), ahora
residente en Francia, considera que Putin “no se detendrá en Ucrania” y tratará
de exportar su ideología de tradicionalismo nacionalista a Europa Occidental (4).
Afirmaciones especulativas que abonan el creciente clima belicista en
Occidente. Hasta ahora, las relaciones entre Putin y la extrema derecha europea
y americana han consistido en modesta financiación, asesoramiento en guerra de
propaganda y amagos de intervención electoral, con escaso recorrido.
CÚSPIDE Y CONTINUIDAD DEL
SISTEMA
Putin ha presentado ese 87%
como legitimación indiscutible de su proyecto de “primavera nacional”, frente
al desafío de su enemigo inmediato (la Ucrania neonazi que se empeña en
ser independiente) y sus protectores imprescindibles (las potencias
occidentales en decadencia). Le importa poco o nada lo que se diga fuera. Salvo
China, que lo ha felicitado, en el
actual espíritu de “amistad sin límites”. Pero esa lucha contra la amenaza
exterior exige tiempo, de ahí que la reforma constitucional introducida en
plena pandemia (2020) garantice el ejercicio casi vitalicio del poder del
Líder. Putin podrá ser Presidente hasta 2036, cuando presumiblemente se
encuentre en el límite de sus capacidades. Tendrá entonces 83 años: edad
similar a la de los actuales candidatos presidenciales norteamericanos.
No se habla en Rusia, o se
habla en voz muy baja y en círculos restringidos, de la sucesión. A Putin no le
importa o aparenta que no le importa. No parece pensar en una dinastía, a lo
norcoreano. Lo sustancial es asegurar la pervivencia del sistema y evitar
rencillas explícitas. Los putinólogos no descartan un poder más
colegiado, como el Politburó de las dos últimas décadas soviéticas, aunque esa
fórmula se vincula con la decadencia (5).
En todo caso, la prioridad es ganar a Ucrania y frenar a Occidente. Y en
ese empeño resulta esencial fortalecer la relación estratégica con China y afianzar
sus posiciones de influencia en el Sur Global.
En definitiva, ni neozarismo,
ni reconstrucción del sovietismo estalinista: un sistema nuevo
capaz de aprender de los viejos errores que condenaron a la extinción a ambos
sistemas. Un nuevo nacionalismo para el siglo XXI. Una Rusia Unida (nombre
del partido que el mismo fundó y que domina la Duma). Pronto, quizás,
asistiremos a su transformación en Rusia
Única.
NOTAS
(1) “Vladimir Putin’s sham
re-election is notable only for the protests”. THE ECONOMIST, 17 de marzo.
(2) “Eroding consolidation”: Putin’s regime ahead of
the 2024 ‘Election’”. ANDREI KOLESNIKOV. CARNEGIE MOSCOW, 14 de marzo.
(3) “With new Six-year term, Putin cements hold on
Russian Leadership”. NEW YORK TIMES, 17 de marzo.
(4) “Putin’s six-years manifesto sets sight beyond
Ukraine”. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE, 1 de marzo.
(5) “Forever Putinism. The Russian Autocrat’s
answer to the Problem of Succession”. MICHAEL KIMMAGE & MARÍA LIPMAN. FOREIGN
AFFAIRS, 13 de marzo.
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