6 de marzo de 2024
Ha pasado el Supermartes de las elecciones norteamericanas sin sorpresas dignas de consideración. Biden y Trump se encaminan hacia una repetición del duelo de 2020, pero con papeles invertidos. En esta ocasión, el líder demócrata será el incumbent (el titular del cargo) y el republicano hará de aspirante. Aunque ninguno de ellos haya obtenido técnicamente aún el número suficiente de delegados para ser coronados en las convenciones del verano, las cartas ya están echadas. Este año ha habido primarias sólo formalmente, pero no ha habido eso que tanto gusta a periodistas y los aficionados a la política como espectáculo: emoción, disputa (1).
Biden y Trump reflejan gran
parte de las dolencias del sistema norteamericano. De un lado, el establishment
esclerotizado, envejecido, y no sólo biológicamente. Los ochenta años
cumplidos del actual presidente han sido motivo de debate durante al menos los
dos últimos años, entre las bases, escalones medios y grandes electores del
partido. Aún esta viva la discusión, aunque ha derivado ya hacía los márgenes
especulativos. Nadie se ha querido postular y a nadie se ha señalado como
alternativa. Por distintas razones. No parece elegante debilitar al líder de facto
del Partido mientras está gobernando (se ha hecho antes, pero en muy pocas
ocasiones). No hay motivos políticos de fondo: la economía marcha bien, Estados
Unidos, se dice, ha recuperado crédito en el mundo (o mejor dicho, entre sus
aliados de siempre). Y, last but no least, el perfil moderado de Biden
parece lo más aconsejable para atraerse a los republicanos moderados que están
espantados ante una vuelta de Trump.
Desde los sectores más
dinámicos y/o progresistas del Partido Demócrata las cosas se ven de otra manera.
Ya no les basta con apelativos retóricos a la democracia, con gestos amables
hacia las clases menesterosas o con gastadas proclamas de los valores de la
nación elegida. Las minorías raciales, sociales e incluso los sectores menos
favorecidos de las clases medidas necesitan otro Partido Demócrata. O simplemente
otro Partido a secas (2).
GAZA, RUINA MORAL DE BIDEN
La guerra de Gaza -en
particular, la abominable campaña de venganza de Israel por lo ocurrido el 7 de
octubre- ha terminado por fracturar sin remedio a los demócratas. Biden, su
gobierno y la fracción legislativa que lo apoya se han descolgado de las bases
más progresistas por su resistencia a desasociarse de la actuación israelí. La
crítica contenida de la Administración no ha sido suficiente para conjurar el
malestar.
Quizás lo más interesante de
estas primarias en blanco y negro haya sido el número de no commitment votes
(traducible como votos no comprometidos o votos en blanco) en el estado de
Michigan, uno de los que se apuntan como claves para decidir el ganador en
noviembre. Biden ganó allí en 2020 y confiaba en hacerlo este año. Durante la
prolongada huelga en la industria del motor, el presidente hizo uso de sus reflejos
populistas y se calzó la gorra de sindicalista para apoyar las protestas laborales,
conforme a su trayectoria política. En estado automotriz por excelencia,
recuperar a la base obrera parecía una estrategia ganadora frente a un Trump
que ejerce una atracción fatal sobre las masas de trabajadores blancos sin
estudios superiores.
Pero Biden no contaba hace
meses con la bomba de tiempo que la guerra de Gaza dejaría en Michigan. El
estado cuenta con el mayor número de árabes americanos, y en algunos distritos
constituyen una mayoría. Allí ganó su escaño en la Cámara Baja la palestina de
origen Rashida Tlaib, una de las integrantes del squad o grupo
progresista de mujeres que constituye la punta de lanza del sector crítico del
Partido Demócrata. Para denunciar la pasividad, la tibieza o la complicidad (según
el ánimo de cada uno) de Biden frente a Israel, Tlaib y sus seguidores promovieron una campaña de voto en blanco,
extensible a otros estados. En Michigan, más de 100.000 electores registrados
como demócratas depositaron su no commitment vote o voto
en blanco. Fue una especie de voto de castigo o de advertencia. Si esos
demócratas persisten en su actitud en noviembre, y aseguran que lo harán, Biden
podría perder estado clave y comprometer muy seriamente su aspiraciones de reelección.
Quizás no valga con decir que sería peor para los palestinos otra presidencia
de Trump. Los daños propios duelen más que los ajenos y despiertan más
resentimiento (3).
No
hay todavía datos fiables sobre la extensión de los no
commitment en esta jornada de Supermartes. Pero el clima debe preocupar en la Casa Blanca y en
el Partido. En el promedio de encuestas, Biden va por detrás de Trump en todas
las encuestas (4). No es una diferencia insuperable, pero si el actual
Presidente no consigue asegurar sus votos otrora más seguros, difícilmente podría
dar la vuelta a la situación.
LA
FRACTURA REPUBLICANA
Del
lado republicano, las cosas tampoco son para celebrar. El partido del elefante
se mueve entre la resignación y una euforia inconsistente. Hace tiempo que está
escindido en al menos dos corrientes: la trumpista y la convencional. Pero en esta última hay
distintas sensibilidades.
Los
trumpistas son básicamente los RINO (acrónimo de republicans
in name only o republicanos sólo de nombre). Aglutinan a ultraconservadores,
libertarios sin carga ideológica firme y sobre todo oportunistas. Se han colocado
detrás de la sombra de Trump por pura conveniencia. Son racistas, clasistas,
negacionistas de todo pelaje y condición: un crisol de lo que sería en Europa
la ultraderecha más rancia. Pero conectan con un sector muy amplio de los
trabajadores blancos que se sienten amenazados por las minorías raciales
(negros, latinos, asiáticos) y sociales (mujeres feministas, jóvenes contestatarios,
ciudadanos con opciones sexuales o de género distintas a las convencionales,
etc) (5).
Eso
no quiere decir que la fracción trumpista
del Partido Republicano se haya vuelto obrerista.
Cuenta con el apoyo de multimillonarios, o millonarios, que van por libre en la
estructura social, que se han descolgado de sus afines de clase o son outsiders en la selva del capitalismo norteamericano. Por
seguidismo o magnetismo, estos privilegiados económicos arrastran a sectores incomodados
de las clases medias. Esta melánge interclasista carece de programa político
solvente, pero constituye una carga de profundidad para un sistema político
agotado.
La
facción tradicionalista del Partido Republicano está desmoralizada, pero no derrotada.
Se ha aferrado a la candidatura fantasmal de Nikky Haley en estas primarias,
como un recurso testimonial. La fragilidad de la resistencia era más que
evidente. Haley forma parte del núcleo de dirigentes republicanos que sucumbió
al empuje de Trump, al aceptar ser su embajadora ante la ONU. Sonó con fuerza
para ser Secretaria de Estado, pero en uno de sus habituales cambios de humor,
Trump la descartó, al sospechar que era un caballo de Troya, uno más, en su
administración errática y a la deriva.
Los
comentaristas republicanos moderados e incluso los que se autoproclaman neocon como Bret Stephens, columnista del New
York Times, han promovido
esta aventura en solitario de Haley como un gesto de coraje, un mensaje de alarma
u otras encendidas proclamas sobre los peligros que acechan a la democracia
americana (6). En realidad, los republicanos no acaban de entender, o no quieren
admitir, que no es Trump y sus seguidores quienes amenazan a la democracia.
Ellos son síntoma, no causa, de la decadencia del sistema político. Se
aprovechan de su fragilidad para sacar provecho propio, personal o de casta.
Durante
estos últimos años, los conservadores razonables creían que Trump podría
hundirse bajo la trama de sus causas judiciales en permanente aumento. Ya son
casi un centenar, de distinta naturaleza, y ha ocurrido todo lo contrario: es
más fuerte que nunca. No han entendido, o han tardado en entender, que con cada
proceso judicial que se abre en su contra, Trump obtiene más apoyo de esa base
social vengativa que lo ve como un agente destructor, sin reparar en las consecuencias.
El personaje está crecido y se atreve a decir cosas como “seré un dictador
desde el primer día”. Aviso al deep
State o establishment, que lo frenó en su primer mandato.
El
discurso “político” de Trump es más simple que el asa de un cubo, pero, por eso
mismo, eficaz: menos impuestos, más tarifas a la importaciones (sobre todo las de
China), barreras sólidas frente a los inmigrantes “que envenenan la sangre
americana”, cierre del grifo protector de los aliados exteriores, apoyo a los
dictadores amigables con América, etc. Una versión del fascismo siglo XXI, sin
bases doctrinales más allá de cuatro simplezas. Justo lo que su base social
demanda y lo que interesa a sus protectores poderosos más cínicos.
Después
de dos o tres primarias más, Biden y Trump habrán alcanzado el número
suficiente de delegados para asegurarse su nominación respectiva. Las
Convenciones se convertirán en una fotocopia a la inversa de hace cuatro años,
pero en esta ocasión sin pandemia condicionante: se recuperará el espectáculo. El
resultado de esta disputa repetida no está decidido, ni mucho menos (7). Pero,
pase lo que pase, la democracia americana ha tocado fondo, incluso en sus
aspectos formales sobre los que realmente se ha venido sosteniendo en las últimas
décadas.
NOTAS
(1) “’It never mattered
less’: Super Tuesday is looking less than super this year”. DAVID SMITH. THE
GUARDIAN, 4 de marzo.
(2) “Michigan’s Uncommitted
campaign is challenging Biden. It could save him again”. JOHN NICHOLS. THE
NATION, 20 de febrero.
(3) “Over 100.000 Michigan
primary votes were ‘uncommitted’. What does it mean?”. THE
WASHINGTON POST, 28 de febrero.
(4) https://www.realclearpolling.com/polls/president/general/2024/trump-vs-biden
(5) “How paradoxes of class
wil shape the 2024 election”. E.J. DIONNE Jr. THE WASHINGTON POST, 3 de marzo.
(6) “Nikky Haley’s last
ditch. BRET STEPHENS. THE NEW YORK TIMES, 27 de febrero.
(7) “Ten thousand people
can decide the presidential election”. ELAINE KAMARCK. BROOKINGS INSTITUTION, 3 de enero
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