3 de junio de 2010
En estos momentos, en los territorios que comprendían la antigua Yugoslavia se acumulan varios conflictos de diferentes intensidad, amplitud y alcance, pero todos ellos inquietantes para el futuro de una convivencia pacífica que ha costado mucho forjar y se antoja aún débil:
- La resolución del estatus definitivo de Kosovo, hoy bloqueado por el dificil entendimiento entre los albaneses locales, que presionan por la independencia, y la República de Serbia que se atiene a la resolución 1202 de la ONU , por la cual se reconoce la autonomía del territorio, pero bajo la soberanía serbia.
- El estancamiento de la institucionalización de Bosnia, debido a la pretensión de uno de sus componentes, la República Srpska (serbo-bosnios), de promover un referendum de secesión.
- Los conflictos de delimitación de fronteras entre las exrepublicas yugoslavas de Croacia y Eslovenia.
A estos conflictos internacionales hay que añadir un panorama ecónomico regional incierto, inestabilidad política elevada en varios países (Albania, Bosnia) y la amenaza creciente del crimen organizado. Todo ello complica la próxima ampliación europea, que preve la incorporación de los países balcánicos occidentales, pero con calendarios y condiciones particulares para cada uno de ellos.
Esta semana se ha celebrado precisamente la Cumbre Unión Europea-Balcanes, en la que se ha renovado el compromiso de ayudar todo lo posible para el éxito del proceso.La cita ha sido en Sarajevo, ciudad emblemática de horrores y pesadillas, pero antes y más que eso, de tolerancia y convivencia. La cumbre venía precedida de una reunión interna de los dirigentes balcánicos, en la que allanaron discrepancias y se solventaron malentendidos, pero dificilmente se superaron diferencias profundas, estructurales y de largo recorrido.
VACUNA CONTRA EL NACIONALISMO
Esta semana me detengo en Serbia, desde donde escribo estas líneas. La superación de las guerras y conflictos de los noventa es una exigencia absoluta para el gobierno del europeista Boris Tadic. Su inicial perfil gris y de escaso carisma no le ha impedido consolidar su liderazgo. Pero el reconocimiento le viene más de fuera que desde el interior de Serbia. Importantes sectores de la población –en especial, los populares- perciben a su gobierno como demasiado atento a los intereses y sugerencias externas.
Se acaba de cumplir el trigésimo aniversario de la muerte de Josip Broz “Tito” (mayo de 1980). En las librerias de Belgrado, afloran nuevas biografías y monografías sobre el fundador y único líder de la Yugoslavia de posguerra. Hay de todo, aunque predominan las que tienden a presentar un balance favorable. Hace unos meses, en fachadas y balcones de la capital serbia (y excapital yugoslava) apareció una pintada con este lema: “Tito regresa, te perdonamos todo”. En los últimos años se han estrenado tres filmes dedicados al fallecido dirigente comunistas, dos producidas por serbios y una por croatas.
La escritora y polemista croata (de origen búlgaro) Dobrevka Ugresic acuñó el término “yugonostalgia”, para reflejar ese creciente sentimiento de arrepentimiento por la espantosa destrucción del modelo federativo. Ugresic fue famosa en su tiempo por las ácidas diatribas contra el padre de la independecia croata, Franjo Tudjman, lo que le valió el exilio en Amsterdam, donde ahora vive. Ella es una de los miles de ciudadanos de las repúblicas integrantes del antiguo Estado que hoy se siguen considerando “yugoslavos” y pretenden que se reconozcan como tal su nacionalidad. Ciertamente, a la vista de lo ocurrido, la espantosa destrucción del modelo federativo yugoslavo es considerada como un trágico error. Pero en casi todas las exrepublicas yugoslavas los partidos nacionalistas siguen dominando la escena política, si bien se han desprendido de sus programas más radicales.
Curiosamente, la excepción es Serbia. En cierto modo, las desastrosas consecuencias del nacionalismo radical de los noventa han servido de vacuna. Aquí, el nacionalismo se combate desde el partido gobernante. Pero persiste un nacionalismo más templado, edificado sobre la base del orgullo herido y la sensación de que se ha cometido una injusticia histórica con el pueblo serbio. Puede ser verdad o no, pero es cierto que el maniqueismo con que Occidente resolvió tardíamente sus vacilaciones iniciales en las guerras yugoslavas abona este sentimiento victimista aquí en Serbia, y no sólo entre las filas más declaradamente nacionalistas. Los actuales dirigentes serbios desean pagar todos los rescoldos del pasado; por supuesto, los nacionalistas de los noventa, con su terrible herencia de guerra, destrucción y aislamiento; pero también los vestigios o nostalgias colectivistas. El gobierno de Serbia es hoy marcadamente pro-occidental, lo que implica pro-europeo, pero también pro-estadounidense.
LOS DOS RETOS DEL GOBIERNO SERBIO
Boris Tadic ganó muchos puntos en las cancillerías occidentales –y en las islámicas- cuando el pasado mes de abril consiguió que el Parlamento serbio aprobara la condena de la masacre de Srebrenica, cometida por los serbo-bosnios en el último verano de la guerra de Bosnia. La oposición serbia se resistió duramente, por considerar que la moción presentada por el gobierno no reflejaba la responsabilidad de las otras minorías de Bosnia en el conflicto bélico. Los diputados oficialistas intentaron eliminar las resistencias de los nacionalistas, los ultras y los excomunistas de Milosevic evitando incluir el término “genocidio”. Pero aún así, la moción salió adelante con el exclusivo apoyo del Partido Demócrata. Los diputados de la oposición o votaron en contra o se ausentaron de la sala, para no tener que pronunciarse en un asunto que sigue siendo de alto voltaje político en Serbia.
Este gesto de Tadic convive, sin embargo, con cierto cuidado en no herir la sensibilidad nacionalista. En la propia Bosnia, se ha cuidado mucho de no romper completamente con los serbios de Bosnia, que siguen bajo el dominio nacionalista radical. Se lo reprochan los líderes bosnios y croatas, aunque tampoco éstos abandonan el mensaje y los contenidos nacionalistas.
Pero el asunto que mantiene al gobierno Tadic más fijado a las posiciones serbias tradicionales es Kosovo. Incluso el integrante del gabinete menos sospechoso de nacionalismo, el ministro de Exteriores, Vuk Jéremic. A sus 34 años, ha pasado más tiempo fuera que dentro de Serbia. Regresó a su país después de graduarse en Cambridge y en Harvard, para construir una nueva imagen exterior de su país. Pero esa tarea no pasa por abjurar de sus principios patrióticos en el asunto más espinoso de esa trilogía de conflictos que mencionaba al principio: el futuro de Kosovo. “Kosovo es nuestra Jerusalén”, decía hace unos meses en na entrevista concedida, naturalmente, al NEW YORK TIMES. Desde la ventana de su despacho puede ver los edificios oficiales destruidos por los bombardeos de la OTAN en 1999. Ningún gobierno –tampoco el de Tadic- ha querido reconstruirlos o derribarlos. Se han quedado así, como testimonio de una agresión que nadie en Serbia quiere o puede olvidar.
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