YEMEN, EL TERCER FRENTE

7 DE ENERO DE 2010

Yemen recupera protagonismo en el terrorismo e inspiración islamista. La pista del atentado frustrado en víspera de Navidad conduce a ese pequeño país de la península arábiga, donde se ha reestructurado la sucursal local de Al Qaeda, después de los sucesivos golpes sufridos en el reino saudí desde 2003. El potencial suicida nigeriano Abdulmutallab recibió en Sanaa, la capital yemení, el material explosivo y la instrucción básica para realizar el atentado.
¿Cómo responderá Estados Unidos? La opción afgana de despliegue directo de tropas no se contempla a día de hoy. Los bombardeos de bases yihadistas mediante los aviones drone pilotados a distancia, como en Pakistán, se antoja problemáticos. El escenario yemení tiene complicaciones locales más severas que en Pakistán. Sin olvidar que, al otro lado del golfo de Aden, en Somalía, las milicias integristas (Al Shahab) que mantienen en jaque al gobierno más frágil del mundo ya han manifestado su apoyo expreso a sus hermanos yemeníes.
El premier británico ha propuesto la celebración de una conferencia internacional, a finales de este mes en Londres, con el objetivo de ayudar al gobierno yemení a combatir la pujante célula yihadista. Se trataría, en realidad, de evitar lo indeseable: que Estados Unidos se viera obligado a abrir en Yemen un tercer frente militar. Es decir, evita otra “guerra justa”.
El problema es que el gobierno de Yemen es incluso menos fiable que el de Afganistán. Estos días, especialistas internacionales han dibujado una radiografía deprimente. Yemen es un caos, si atendemos a los análisis más precisos. El país dispone de petróleo, pero se agotan aceleradamente sus reservas, de ahí que se encuentre en el ranking de los estados más depauperados de la región. Otros problemas medioambientales son especialmente acuciantes, hasta el punto de que su capacidad de producción agrícola está seriamente en entredicho, según asegura Gregory Johnsen en FOREIGN POLICY.
A las tribulaciones económicas se une la inestabilidad política y tribal. Yemen soporta en estos momentos una rebelión de los chíies en el norte y un intento secesionista en el sur. El primer conflicto es una úlcera sangrante: miles de muertos y decenas de miles de desplazados, según el especialista de LE MONDE Gilles Paris, aunque las autoridades mantienen en secreto los datos. La amenaza separatista es menos alarmante pero no menos insidiosa. Yemen fue unificado a sangre y fuego hace ahora veinte años. El gobierno marxista del Sur terminó cediendo ante la mayor pujanza del Norte, apoyado por los saudíes y, discretamente, por Occidente, justo en plena descomposición soviética. Pero la unidad ha sido siempre ficticia. Ahora está más cuestionada que nunca. La presencia del Estado en los territorios meridional es pura fantasía, según cuentan conocedores del país y analistas locales.
El tercer factor de inquietud es la deriva autoritaria y nepótica del régimen. El presidente Ali Saleh lleva treinta años en el poder y aspira no sólo a permanecer indefinidamente, sino a crear una auténtica dinastía. En esto, sigue la estela de otros líderes árabes empeñados en consolidar el esperpento de las repúblicas monárquicas. El caso yemení es escandaloso. Lo describe esta semana el experimentado periodista del NEW YORK TIMES Steven Erlanger. El heredero in pectore, Ahmed, hijo mayor de actual presidente, es ahora el Jefe de la Guardia Republicana y de las Fuerzas Armadas Especiales. Control máximo del poder de fuego decisivo. Pero como el Presidente no es amante de los riesgos, las otras instituciones militares y de seguridad están en manos de la “Corporación Saleh”: primos, sobrinos, cuñados. Un estado-familia que se hace intragable incluso a los más fieles. Como el militar que dirige el combate contra los rebeldes chíies del norte, Ali Mohsen. Compañero de Saleh en la guerra de unidad nacional, Mohsen asegura que no aspira al cargo, pero no ve con buenos ojos la sucesión y ha puesto seriamente en duda la competencia del hijo del presidente para gobernar el país. Desde el gobierno reprochan a Mohsen su incapacidad para controlar a los herejes chiíes y lo acusan de comportarse como un rigorista sunní. El precio de estas discrepancias internas es el enquistamiento de la rebelión. Saleh hace sus cálculos. Tarde o temprano, las tribus chiíes cederán porque Arabía Saudí así lo desea. El régimen de Sanaa recibe anualmente 2 mil millones de dólares de Ryad para tapar agujeros en el presupuesto nacional.
Con esta misma lógica, el Presidente Saleh hace virtud de la necesidad y contempla la presión norteamericana en ciernes como una oportunidad para consolidar sus proyectos políticos. El jefe militar del Pentágono en esta zona de guerra, el galardonado General Petreus, ha visitado estos días Sanaa. Las angustias y deseos de Washington han sido avivados con el sobresalto de Navidad. Saleh tenía sus bazas que exhibir. En los días previos al atentado fallido, las fuerzas de seguridad yemení habían aprovechado el apoyo logístico norteamericano para asestar dos golpes mortales a núcleos yihadistas.
Obviamente, too little and too late. Los principales responsables siguen en busca y captura y Washington sabe que la capacidad operativa de los vástagos de Bin Laden en Yemen sigue muy entera. De ahí que Petreus haya ido con el palo y la zanahoria. El general habría prometido duplicar los recursos en seguridad, pero ha exigido resultados y un cambio radical de mentalidad. Desde el atentado contra el destructor Cole hace diez años, las redes jihadistas se han consolidado. La oposición yemení cree que el presidente las ha utilizado para debilitar a sus enemigos. Dice Erlanger que sólo cuando los servicios de inteligencia norteamericano le enseñaron a Saleh pruebas contundentes de que los integristas también tenían a su gente en el punto de mira, el presidente yemení encontró estímulos para acentuar la represión. Gilles Paris se hace eco de cómo Saleh había manipulado previamente a los integristas para combatir los residuos prosoviéticos en el sur. Conscientes de ello, los extremistas islámicos han ido entablado relaciones reforzadas de parentesco con líderes tribales del sur, para contrarrestar la estrategia del presidente, según asegura Johnsen en su artículo para el FOREIGN POLICY.
Un veterano agente especial antiterrorista del FBI con experiencia en Yemen, Ali Soufan, ha escrito estos días un relato muy ilustrativo sobre la frustración norteamericana. Después de relatar las numerosas operaciones terroristas auspiciadas en Yemen, Soufan detalla los sospechosos fallos (¿ingenuidades?) del sistema judicial y carcelario yemení, que han permitido la puesta en libertad o la fuga de cabecillas extremadamente peligrosos, algunos huéspedes en Guantánamo. Entre ellos, el organizador del atentado contra el Cole, o el presumible dirigente máximo del Al Qaeda en la Península arábiga, Nasser Al-Wahichi.
Con estos antecedentes, se entiende el desasosiego en la Casa Blanca. Presionado por la derecha republicana, que lo acusa de debilidad, decepcionado por la falta de eficacia de sus servicios de inteligencia y hastiado por la nula credibilidad de sus forzosos aliados locales, el presidente Obama puede ver hipotecada gran parte de su agenda reformista por la amenaza terrorista y la falta de una solución clara y limpia para afrontarla.

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