4 de marzo de 2010
Las segundas elecciones iraquíes después de la invasión norteamericana y la caída de la dictadura de Saddam Hussein se celebran en un clima de desconfianza, recelo e incertidumbre. El último atentado es sólo un síntoma de lo lejos que está todavía Irak de un futuro pacífico y próspero.
Las divisiones sectarias que asolaron el país en los últimos años se han reavivado, tras un periodo en el que parecía que entraban en vías de superación. El refuerzo militar norteamericano (“surge”), la compra de voluntades de líderes sunníes, algunas reformas políticas de interés y otras iniciativas locales abonaron cierto optimismo durante los últimos meses de la administración Bush. Lo que permitió a Obama establecer una estrategia de retirada sin comprometer la estabilidad a medio plazo de Irak. Todo eso vuelve a cuestionarse ahora, en este periodo electoral convulso.
Las alianzas de hace cinco años se construyeron –no del todo, pero si fundamentalmente- sobre bases étnicas y sectarias. La situación no permitía otra cosa. Las distintas facciones se mataban a mansalva en las calles y las urnas sólo se contemplaban como una herramienta más de combate. La superioridad numérica chií dejaba poco espacio a los sunníes, que terminaron por boicotear de forma casi generalizada los comicios. De esta forma, su representación parlamentaria e institucional resultó fantasmal, casi inexistente. Los norteamericanos quisieron corregir por vía diplomática esta situación y, en paralelo a la financiación de grupos que rompían con Al Qaeda, trataban de que sus legítimas aspiraciones políticas tuvieran eco en el gobierno y las nuevas instancias del aparato estatal dominado por una amplia, pero frágil, coalición de fuerzas shíies y kurdas.
El hombre clave de estos últimos años ha sido el primer ministro, Nuri Kamal Al-Maliki. Un político de escaso carisma, de convicciones religiosas sólidas, pero alejado de posiciones radicales, bastante pragmático, a veces escurridizo, con el que Washington ha trabajado razonablemente bien, sin excluir encontronazos e incompresiones. Al Maliki fue uno de los fundadores del partido Al-Dawa, una de las principales formaciones del bando chií de Irak. En 2005, este partido fue uno de los principales integrantes de la Alianza que obtuvo la victoria.
LAS MISMAS CARAS, DISTINTAS DIVISAS
El desgaste de estos dificiles años de gobierno, el rumbo errático del proceso de reconciliación nacional, las ambiciones descaradas de la nueva nomenklatura iraquí y las presiones norteamericanas han destrozado las alianzas de hace cinco años. Los políticos iraquíes han tratado de forjar nuevas coaliciones interconfesionales, interétnicas. Pero sólo lo han conseguido a medias.
El factor más negativo del proceso electoral ha sido la anulación de unas quinientas candidaturas por supuestas simpatías con el anterior régimen baasista de Saddam Hussein. La inmensa mayoría de los políticos vetados son sunníes, lo que ha puesto muy seriamente en duda la política de reconciliación y encuentro nacional. El propio Al Maliki ha puesto especial empeño en esta campaña “desbaasificación”. Durante la campaña comparó en varias ocasiones la supresión de las candidaturas supuestamente neobaasistas con la purga de los políticos nazis en Alemania, en el nacimiento de la República Federal. Para justificar con más contudencia su postura, Al Maliki ha venido atribuyendo a estos grupos baasistas la responsabilidad de la mayoría de los atentados de los últimos meses. “Nunca me reconciliaré con los que veían a Saddam Hussein como un mártir”, dijo durante un mitín de la campaña. Conscientes de que esta actitud es apoyada por la mayoría de su electorado, las otras grandes formaciones del chiismo iraquí se han sumado a la política de beligerancia contra los sunníes sospechosos del baasismo.
Este rebrote del sectarismo ha preocupado notablemente a Washington, que ha intentado por todos los medios reducir el creciente abismo entre las dos comunidades. Los estrategas norteamericanos saben que sin una reconciliación real, que pase por un verdadero reparto razonable del poder, la retirada militar será sumamente arriesgada. El diario francés LE MONDE publicaba el pasado mes de enero que “agentes de la CIA llevaban meses discutiendo con jefes baasistas, exiliados desde siete años atrás en Jordania, Siria y Yemen, para llegar a un acuerdo”. En este esfuerzo no se contaba con el apoyo del gobierno de Al Maliki.
Este mismo trabajo de transacción política constante fue realizado por diplomáticos, militares y enviados especiales norteamericanos durante la elaboración de la nueva Constitución. Especial relevancia tuvieron las gestiones realizadas en el Kurdistán, para forjar un compromiso entre kurdos, árabes sunníes y turcomanos en la búsqueda de un nuevo equilibrio, en particular en la zona petrolera de Kirkuk.
En este, han emergido figuras tan poco saludables para el futuro de Irak como el inefable Ahmad Chalabi. Favorito de la CIA durante los años de Bush, este multimillonario de fortuna sospechosa cayó posteriormente en desgracia, al punto de ser acusado por los propios servicios inteligencia norteamericanos de actuar como un agente de Irán. Chalabi niega vehementemente estas acusaciones y las atribuye a la impotencia de las administraciones norteamericanas para comprender y aceptar los verdaderos intereses iraquíes. Con notable desparpajo, ahora aventa su receta para Irak: “Hacer independiente a la política iraquí, reducir la influencia norteamericana y construir una alianza regional duradera con Irán, Siria y Turquía”. Aunque no tiene posibilidades de ocupar un puesto determinante en el nuevo gobierno, ha conseguido un interesante tercer puesto en la candidatura más proiraní, la poderosa Alianza Nacional de Irak, una de las favoritas para constituirse en principal opositora. En esta coalición figuran la clerical familia de los Hakim, el exprimer ministro Al Jafairi y el Mullah Moqtada Al Sadr, que ocasionó enormes quebraderos de cabeza al Pentágono desde su feudo en los suburbios míseros chiíes del cinturón sur de Bagdad.
El otro grupo que aspira a tener una voz fuerte e influyente en el nuevo Parlamento es la coalición nacionalista Iraqiya, líderada por el también ex.primer ministro Ayad Alawi, un chí inequívocamente laico y probablemente el político iraquí con mejores contactos en Occidente. Al mismo tiempo, Alawi es seguramente el político más claramente antisectario y, para dejar buena muestra de ello, atrajo a Iraqiya a Saleq Al-Mutlaq, uno de los principales cabecillas sunníes. Lamentablemente, Al-Mutlaq ha sido uno de los candidatos purgados. Militó en el Baath hasta 1977, año en el que fue expulsado. El exilio y su ruptura con Saddam no han servido para que sus adversarios chiíes consideren que está limpio de contaminación baasista. Como reflejo de la fragilidad política iraquí, numerosos dirigentes del partido de Al-Mutlaq, muchos de ellos también eliminados de las listas, promueven de nuevo el boicot a las elecciones, en contra del criterio de su jefe, que se resiste a esa medida, por temor a perder influencia. Esta posición prudente es compartida por otros notables sunníes, que han arrastrado amargas consecuencias del boicot de 2005.
CONTINUISMO CORREGIDO
En este panorama, el primer ministro, Al Maliki, ha ido recogiendo grupos y voluntades de aquí y de alla, hasta reunir cuarenta satélites de todas las confesiones, etnias y sensibilidades, bajo su liderazgo supremo. Los sondeos le atribuyen el principal grupo parlamentario, pero no con mayoría absoluta. La coalición oficialista lleva el nombre de Estado de Derecho, un intento por reflejar su política de consolidar la seguridad (pública, jurídica y económica) a toda costa. Con cierta ironía, algunos de sus opositores señalan que el estado derecho tiene poco que ver con la reciente oleada de atentados, las detenciones arbitrarias, la corrupción del aparato estatal y la debilidad de los servicios públicos. Sin olvidarnos, claro, del intento de eliminación política de sus potenciales rivales sunníes. Al-Maliki sabe que seguirá dependiendo de Washington mucho después de agosto, cuando se marchen (si se marchan) las unidades norteamericanas de combate; e incluso más allá de 2011 cuando se complete la retirada del superprotector. Pero fiel a su estilo, el primer ministro se muestra esquivo y hasta displicente en ocasiones con sus patrones estadounidenses, sin duda para ganar en popularidad y respeto entre la población local.
Washington acepta con pragmatismo este estado de cosas. El triunfo de Al Maliki es el mal menor. Los norteamericanos, en todo caso, se felicitarían por unos resultados que obligaran al actual primer ministro a pactar con Alawi y con otras formaciones que arrastren líderes sunníes moderados, hayan sido o no moderadamente baasistas. Despues de todo, lo importante para Estados Unidos era la eliminación de los simpatizantes de Al Qaeda y Saddam Hussein fue sólo una excusa para moldear y controlar esta potencia petrolera árabe vecina de Irán.
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