7 de abril de 2021
Hace
apenas quince meses, cuando el Coronavirus era aún una amenaza en ciernes y las primarias demócratas no habían empezado,
pocos predecían que el casi octogenario Joseph Biden se fuera a convertir en el
líder mundial probablemente con mayor impacto en Occidente desde Ronald Reagan.
Aún no lo es, pero cada día que pasa quiebra un pronóstico o altera la proyección
que su carrera política, su temperamento y sus convicciones políticas hacían razonablemente
esperar.
Para
no incurrir en malentendidos, hay que empezar diciendo que esta “sorpresa” no
se deriva de una equivocación colectiva y mucho menos de una conversión personal.
Una vez más, la Historia elige personajes secundarios o dirigentes medianos para
encarnar giros decisivos. Y en Estados Unidos, esta máxima es más cierta que en
cualquier otro lugar.
Si
echamos la vista atrás, hay muchos puntos de contacto entre Reagan y Biden, a
pesar de sus posiciones políticas aparentemente opuestas. Ninguno de los dos
era un líder brillante, deslumbrante, imaginativo o carismático. Los dos pueden
considerarse ejemplos de una clase política reconocible. Ambos acreditaban experiencia,
aunque desigual: Reagan había sido gobernador de California, el estado más
poderoso y poblado de la Unión; Biden, llevaba 30 años ininterrumpidos en el
Senado y había cumplido un mandato como Vicepresidente.
EL
ENGAÑOSO PRESTIGIO DE REAGAN
Hace
ahora cuarenta años que Ronald Reagan se convertía en el 40º presidente de los
Estados Unidos. El mundo se encontraba inmerso en el segundo shock petrolero
en apenas ocho años. El crecimiento económico se encontraba estancado y
agravado por una inflación imparable (estanflacion: combinación de estancamiento
e inflación ). En pleno trauma por la humillación de los rehenes de Irán,
una economía incapaz de salir a flote, el poderío estable aparente del
comunismo soviético y el triunfo de partidos y movimientos izquierdistas en el mundo
en desarrollo, Estados Unidos parecía más a la defensiva que nunca desde 1945.
Esa
era, al menos, la narrativa propagandística de la derecha más combativa. Había
que reaccionar pronta y contundentemente. No había espacio para medias tintas.
Había que poner fin a las terceras vías, a los modelos de reforma de
capitalismo, la socialdemocracia, el Estado del bienestar, el fortalecimiento
sindical, la cultura liberal, los movimientos por los derechos civiles y de las
minorías, etc. Había que lanzar una “revolución neoconservadora”. Y las
circunstancias y los laboratorios de ideas creyeron que la persona
para encarnarlo no debía ser una figura cumbre del panorama político, sino un
relaciones públicas, un carca simpático.
A
sus setenta años, Reagan se convirtió en el presidente de mayor edad de la
historia norteamericana. Y seguramente uno de los menos dotados intelectualmente.
Actor mediocre y oportunista sin complejos, interpretó el papel que se reservó
para él de manera satisfactoria. Reagan bajó los impuestos a los más ricos y a
las grandes corporaciones, restringió o eliminó los programas sociales que se
habían creado durante la etapa de Johnson (otro político astuto pero en absoluto
tocado por el áurea de líder imprescindible, como Kennedy) y lanzó la carrera
armamentística más ambiciosa de la historia, por tierra, mar, aire... y espacio
sideral. Este empeño se codificó en dos lemas: “El Estado es el problema, no la
solución” y “Hacer grande a América de nuevo”. La economía-vudú reaganiana
partía de la supuesta creencia de que al disponer de más dinero, los ricos invertirían
más en la economía y todos se beneficiarían de su esa reforzada prosperidad (el
llamado efecto trickledown o goteo). En realidad, la popularidad
de Reagan se basó en una gigantesca mentira, como denuncia un reciente
documental (1)
El
legado de la revolución conservadora es apabullante: incremento exponencial
de la desigualdad, unas sociedades escindidas, falta de oportunidades para las
inmensas mayorías, precarización y degradación de las condiciones laborales y quiebra
del principio del progreso generacional (por primera vez, los hijos no viven
mejor que sus padres), etc. En estos años, la riqueza nacional en manos del 1%
más rico ha pasado del 22% al 37%. Nueve de cada diez ciudadanos son ahora, de
media, trece puntos más pobres que antes de Reagan (2).
Desde
finales de los 70, los demócratas han sido seducidos y/u obligados a comulgar
con ciertos dogmas para poder financiar sus campañas políticas y aspirar a ser
elegidos por una ciudadanía manipulada por medios serviles y/o dependientes.
HACIENDO
VIRTUD DE LA NECESIDAD
Ahora,
bajo la abrumadora destrucción, humana, económica y social del COVID-19, el
presidente norteamericano ha emprendido dos vastas iniciativas públicas
convergentes (un plan de estímulo económico, ayudas sociales y beneficios
fiscales a las familias y un gigantesco programa de renovación de infraestructuras
y promoción de la economía verde y la transición energética), por valor de 4
billones de dólares, lo que equivale al 80% del gasto contemplado en los
Presupuestos Generales del Estado Español para 2021.
Para
financiar este gigantesco esfuerzo, Biden y la secretaria del Tesoro Yellen plantean
aumentar los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, revirtiendo
así uno de los principales paradigmas de la “revolución neoconservadora”: que
la presión fiscal es un gran obstáculo para la prosperidad (3). El plan Biden-Yellen
prevé anular los regalos de Trump y elevar el tipo impositivo al 28% para las grandes
empresas (siete puntos más; en todo caso aún inferior al 35% que consiguió
Obama del Congreso tras el desfondamiento financiero). Además, es la primera vez que un gobierno norteamericano
propone gravar a las compañías multinacionales, que han sido las grandes beneficiarias
del neoliberalismo.
Biden,
un político del establishment, en absoluto crítico de lo que ha ocurrido
durante estas cuatro últimas décadas, se convierte en el defensor inesperado de
la intervención activa del Estado en la economía de libre mercado,
emulando modestamente a Roosevelt (4). Su proclamada cercanía a los sindicatos
en poco o nada situaba a Biden en terrenos ideológicos progresistas. De hecho,
durante las primarias demócratas se desmarcó expresamente de las propuestas más
a la izquierda, formuladas por Bernie Sanders o Elisabeth Warren.
En
los últimos tres meses, sin embargo, estamos oyendo a un presidente que adopta programa
y lenguaje de esa izquierda demócrata, a la que no pertenece y en la que él no
confía. Los centristas o escépticos de su partido callan, sin duda convencidos
de que conseguirán templar esas propuestas en los pasillos del Congreso, como hicieron
con el plan de salvamento económico y con la reforma sanitaria de Obama. La
eliminación de la subida del salario mínimo a 15 $ ha sido un anticipo. Los más
progresistas temen que el presidente tenga asumidos esos recortes, pero están
dispuestos a defender el triunfo intelectual que supone siquiera la
presentación pública de estas políticas, y a dar batalla (5).
Naturalmente,
Biden no quiere conducir el país hacia un socialismo democrático (6). Son las
circunstancias las que le han obligado a poner su firma a las políticas públicas
más ambiciosas en noventa años. La Historia, de nuevo, ha elegido al menos esperado,
no al mejor dotado o al más brillante. Pero sí a uno de los más dispuestos a
hacer lo que sea necesario para salvar al sistema. Sin complejos ideológicos o
doctrinarios.
NOTAS
(1) El documental “The Reagans”, de la productora audiovisual
SHOWTIME, destapa el ejercicio de propaganda falaz que hizo del 40º Presidente
un líder nacional y mundial.
(2) Datos recogidos en el trabajo “The Starving State. Why Capitalism’s salvation depends
on Taxation”. JOSEPH STIGLITZ, TODD TUCKER y GABRIEL ZUCMAN. FOREIGN AFFAIRS,
Enero-febrero de 2020.
(3) “Joe Biden’s
quietly revolutionary first 100 days”. EDWARD LUCE. FINANCIAL TIMES,
18 de marzo.
(4) “Biden
is facing a Roosevelt moment”. KATRINA VAN DEN HEUVEL. THE WASHINGTON POST,
30 de marzo.
(5) Stimulus
bill as a political weapon? Democrats are counting on it”. JONATHAN MARTIN. THE
NEW YORK TIMES, 15 de marzo.
(6) “No, Joe
Biden won’t give us Socialdemocracy”. MATT KARP. JACOBIN, 15 de marzo.
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