14 de abril de 2021
En el confuso y peligroso
panorama internacional parecen haber amainado algunos de los conflictos bélicos
recientes. Sin embargo, es una impresión engañosa. En muchos de esos casos, se
está lejos de una pacificación estable y duradera. Como mucho, podría decirse
que nos encontramos en un estado de guerras latentes, categoría en la cual
debemos añadir otros conflictos que no han degenerado en conflagración abierta
o clásica. Todavía. Seleccionamos tres casos, para este comentario.
IRÁN-ISRAEL: LA AMENAZA FANTASMA
El caso más relevante, por sus implicaciones estratégicas, regionales y globales, es la hostilidad existencial entre Israel e Irán. Ambos países libran desde hace años una guerra sorda o interpuesta, que cada parte ejecuta a su manera o con sus recursos. Israel, con operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos o ataques militares directos contra los aliados del enemigo. Irán, fortaleciendo su red de influencia regional y, ayudado involuntariamente por la torpeza de la anterior administración norteamericana, avanzando en su programa nuclear.
El
último episodio de esta guerra latente ha sido el apagón provocado en la
central de procesamiento de uranio de Natanz, que ha obligado a su paralización
momentánea. Fuentes de inteligencia norteamericanas atribuyen la acción a los
servicios especiales israelíes. Las autoridades sionistas ni siquiera se han
molestado en negarlo (1). Este último acto de sabotaje coincide, no
casualmente, con la reanudación de las negociaciones en Viena, para restablecer
el acuerdo nuclear con Irán. EEUU participa indirectamente en los contactos: de
momento evitan compartir mesa con Irán, pero Alemania, Francia y Reino Unido)
le tienen al corriente de las conversaciones (2).
Israel
ha dejado claro que hará todo lo posible para que ese acuerdo (JCPOA, por sus
siglas en inglés) permanezca en el punto muerto al que lo condenó Trump con su
retirada y su política de “máxima presión” contra el régimen de los ayatollahs.
La administración Biden quiere dar un giro de 180 grados, pero se toma muchas
cautelas, por la hostil oposición de los republicanos y la belicosa posición
israelí.
El
clima de las relaciones bilaterales israelo-americanas vuelve a ser ríspido,
como lo fuera en la era de Obama; no en vano, aparte del desencuentro sobre
Irán, Biden sufrió algunos desaires del gobierno de Netanyahu. El primer
ministro israelí tiene de nuevo la oportunidad de prolongar su liderazgo
político, pero está más acorralado si cabe por el triple proceso judicial que
lo debilita y con menos posibilidades que nunca de construir una nueva mayoría
parlamentaria. Si no lo consigue, habrá nuevas elecciones, las quintas en poco
más de dos años. Y para entonces, podría haber sido condenado por cualquiera de
los cargos que pesan sobre él: corrupción, abuso de poder y quiebra de
confianza. En ese contexto, sólo el mantenimiento de un pulso bélico con Irán
puede instaurar en el país un clima de emergencia nacional al que agarrarse
para preservar sus opciones políticas.
Irán,
por su parte, ha sobrevivido a las sanciones de Trump (que Biden aún no ha
levantado) y mantiene sus posiciones en la región (Siria, Yemen, Líbano, Irak),
pero necesita desesperadamente un respiro. La sucesión del Guía Supremo y las
elecciones presidenciales están a la vuelta de la esquina. Los conservadores
cuentan con muchas bazas para copar todas las instancias de poder. El régimen
intenta consolidar una inverosímil cooperación con China. En este pulso
Irán-Israel no faltan las escaramuzas navales, cada vez más inquietantes (3).
UCRANIA:
EL DILEMA DE PUTIN
Otro
escenario de guerra latente es Ucrania. En las últimas semanas, los servicios
de inteligencia occidentales han confirmado el incremento en 14.000 hombres de
los efectivos militares rusos en Crimea y en la frontera, lo que elevaría el
número total a 40.000 soldados en cada una de esas zonas. El gobierno de Kiev
ha denunciado esta acción “intimidatoria”. Rusia rebate que esas sean sus
intenciones y afirma que se trata de un “asunto interno” (4).
La
guerra en Ucrania (13.000 muertos y un millón de desplazados) se encuentra
congelada desde los acuerdos de Minsk (2015), aplicado solo a medias. La
ambigüedad de sus provisiones ha provocado esta situación de no paz-no guerra.
Moscú quiere que se apliquen los derechos de autonomía (una independencia
encubierta) a las regiones rusófilas del este, antes de retirar sus efectivos
de la zonas en disputa. El gobierno ucraniano exige una secuencia inversa. La
confianza es nula. Hace un año ya que al joven e inexperto presidente
ucraniano, Volodímir Zelenski, se le acaba el crédito político, no tanto por la
continuidad latente del conflicto, sino por la falta de mejoría en la situación
social y económica. Una hostilidad renovada frente a Rusia es el único factor
de legitimación que le resta, frente a unos oligarcas que detentan el poder
real y unos aparatos de seguridad que ejercen una función de tutela (5).
Putin
también atraviesa por apuros, debido a los efectos de la pandemia, al efecto de
las sanciones norteamericanas y a un incremento del malestar ciudadano. La
popularidad del presidente ruso es la más baja en años. Las protestas
callejeras de enero tuvieron más que ver con la degradación de la situación
social que con la detención del opositor Alexei Navalny. Los “éxitos”
internacionales ya no son suficientes para proyectar una impresión positiva
desde el Kremlin (6). La nueva administración norteamericana es menos
complaciente, aunque poco o nada obtuvo Putin de la anterior, pese a la
retórica del establishment de Washington.
Los
analistas no creen que Rusia vaya a invadir Ucrania. Algunos creen que Moscú,
con su denuncia de que Kiev prepara una limpieza étnica en la región del Don, podría
estar recreando el escenario georgiano de 2008, cuando el entonces presidente
de aquel país quiso acabar con el estatus semiindependiente de las regiones
rusófilas y acabó precipitando la intervención rusa. Georges W. Bush no
consideró prudente una confrontación directa con Moscú y Georgia perdió aquella
guerra.
Ucrania
cuenta con un respaldo retórico de Occidente, pero es improbable que se pase
del estado de latencia al de guerra abierta y esa escalada bélica arrastre a la
OTAN. El riesgo existe, naturalmente, pero los intereses en juego, simbolizado
en el proyecto del gasoducto NordStream-2, hacen pensar en la preservación de
la contención (7).
AFGANISTÁN:
RETIRADA, AL FIN
El
tercer escenario de guerra latente corresponde al conflicto más antiguo de los
examinados. Después de tres meses de consideraciones y debates discretos, el
presidente Biden ha optado por una vía intermedia. Ni retirada el 1 de mayo,
como había pactado Trump con los talibanes, en un chapucero acuerdo sin
garantías; ni mantenimiento sine die de la presencia militar
norteamericana, como reclaman militares y halcones. La retirada de las
tropas de combate se aplaza al 11 de septiembre, cuando se cumplirá el vigésimo
aniversario del múltiple atentado yihadista, que precipitó la aventura militar
en Afganistán. Quedarán en el país unos centenares de efectivos para proteger
la embajada, y poco más.
Dos
décadas de guerra han dejado 2.400 muertos norteamericanos (las víctimas
afganas se cuentan por decenas de miles) y un coste de 2 billones de dólares. Bin
Laden fue eliminado en 2010 en la vecina Pakistán, cuando ya era una anciana
sombra sin apenas influencia. La nueva generación yihadista que lo sucedió ha
sido derrotada pero no extinguida. Los talibanes se creen en condiciones de
volver a ser la fuerza dominante en el país (8).
Biden
no confía en este gobierno afgano, como Obama tampoco esperaba nada bueno del
precedente. Altos cargos norteamericanos propusieron recientemente una especie
de transición pactada y participativa, que el ejecutivo afgano recibió con
irritación y los talibán han despreciaron (9). Veinte años de ocupación no han
servido para sentar las bases de una pacificación duradera. Ciertamente, una
restauración integrista sería catastrófica para ciertos sectores sociales (las
mujeres, primordialmente, pero no sólo ellas), aunque no es tan seguro que el
país vuelva a ser santuario de yihadistas. O no más que otros. Biden nunca
estuvo de acuerdo con la estrategia contrainsurgente. Aplacada la amenaza
terrorista internacional ha llegado a la comprensible conclusión de que, pese a
la falta de consenso interno (10), es hora de acabar con la más emblemática y
prolongada de las guerras interminables (endless wars).
NOTAS
(1) “Iran apparently strikes an Iranian nuclear
facility -again”. THE ECONOMIST, 12 de abril.
(2) “U.S. prepare fot further talks with Iran,
as Tehran blames Israel for attack on nuclear facility”. THE WASHINGTON
POST, 13 de abril.
(3) “Iran and Israel’s undeclared wars at Sea (part
2): the potential for military escalation”. FARZIN NADIMI. THE WASHINGTON
INSTITUTE, 13 de abril.
(4) “Is Russia going to war in Ukarine?”. BBC,
13 de abril; “En Ukraine, dangereuse escalade dans le Donbass”. FAUSTINE
VINCENT. LE MONDE, 2 de abril.
(5) “Zelensky’s first year: new beginning or
false dawn?”. STEVEN PIFER. BROOKINGS, 20
de mayo de 2020; “The uneven first year of Zelenskiy’s Presidency”. GWENDOLINE
SESSEN. CARNEGIE, 19 de mayo de 2020
(6) “Russia’s weal strongman. The perilious
bargains that keep Putin in power”. TIMOTHY FRYE. FOREIGN AFFAIRS,
mayo-junio 2021.
(7) “Is Russia preparing to go to war in
Ukraine?”. AMY MCKINNON. FOREIGN POLICY, 9 de abril. .
(8) “The Taliban think they have already won,
peace deal or not”. ADAM NOSSITER. THE NEW YORK TIMES, 30 de marzo.
(9) “The Hail Mary of power-sharing in
Afghanistan. MICHAEL O’HANLON y OMAR SHARIFI. BROOKINGS, 29 de marzo.
(10) “In or out of Afghanistan is not a political
choice”. SARA KREPS y DOUGLAS KRINER. FOREIGN AFFAIRS, 22 de marzo; “Americans
are not unanimously war-weary of Afghanistan”. MADIHA AFZAL y ISRAA SABER. BROOKINGS,
19 de marzo.
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