10 de diciembre de 2009
El destino de Aminatu Haidar es lo que más preocupa ahora al Gobierno español y a las fuerzas sociales y políticas, que tratan por todos los medios de detener un proceso que amenaza con su muerte. Así debe ser, por supuesto. Pero la tragedia personal, ocurra lo que ocurra –y esperemos que se encuentre una solución que salve su vida sin traicionar su empeño- su ejemplo tendrá consecuencias perdurables para las relaciones hispano-marroquíes y para la posición española en el conflicto del Sahara Occidental.
El asunto es de una dificultad endiablada, no sólo por las propias complicaciones de este episodio concreto de la reivindicación saharaui. Probablemente, no toda la actuación de la activista saharaui ha sido irreprochable. Más allá de sus motivaciones éticas y políticas, algunos gestos y declaraciones han pecado de excesivamente calculadas. Pero el gobierno español hace bien en controlar su irritación. El coraje de Aminatu ha puesto en evidencia las contradicciones y acumulación de errores de todos los actores implicados en el conflicto saharaui.
Ha desnudado la fallida transición democrática en Marruecos y provocado reacciones y comentarios del Palacio Real propios de sensibilidades medievales. Ha colocado a España en la habitual posición de incomodidad y limitada capacidad de maniobra cuando se trata de gestionar los desencuentros con el vecino del sur. Ha revelado la debilidad del actual liderazgo saharaui, superado por los acontecimientos y tratando de rentabilizarlos a posteriori. Y ha dibujado la indiferencia aparente de la nueva diplomacia europea atareada y distraída en la mudanza de sus altos despachos.
UN CONFLICTO ENQUISTADO
Marruecos figura en el pelotón de países que con más contumacia y astucia han incumplido o escamoteado las resoluciones de la ONU. Lógicamente, ese comportamiento no es posible sin la anuencia internacional; o, más bien, de las grandes potencias occidentales, que han puesto por delante, sistemáticamente, sus intereses por encima de la legalidad internacional, ésa que tanto se invoca en otros casos que no hace falta recordar aquí, por demasiado obvios.
Las sucesivas resoluciones de la ONU sobre la celebración de un referéndum llamado a resolver la disputa sobre la soberanía en la antigua colonia española se perdieron bajo las dilaciones y excusas que Rabat fabricó durante años. No solamente se orilló la legalidad y se puso en entredicho el prestigio de las Naciones Unidas: también se despilfarraron recursos y, sobre todo, se defraudó a un pueblo ansioso de pronunciarse sobre su futuro.
Sobre la tumba del referéndum se edificó la propuesta marroquí de una autonomía saharaui, con perfiles demasiado imprecisos. Las tres capitales claves para la bendición internacional (Washington, París y Madrid) esbozaron su consentimiento. Pero los saharauis movilizaron, aunque sin el vigor de otros tiempos, las renuencias africanas y tercermundistas.
Los distintos gobiernos socialistas españoles han exhibido prudencia y tacto con Rabat sin obtener muchas veces recíproca respuesta. Como si España estuviera obligada por una fantasmagórica deuda histórica a proceder de esa manera tan desequilibrada. Los independentistas saharauis ya no ocultan su frustración por la inhibición española ante la flagrante ausencia de respeto de Marruecos a sus compromisos internacionales.
No quiero escamotear los errores y contradicciones de los dirigentes polisarios durante todos estos años. Es justo afirmar que tienen parte de responsabilidad en el bloqueo de la situación: no todo lo que ha ocurrido –y, sobre todo, lo que no ha ocurrido- puede imputársele a la indolencia de las grandes potencias.
La jerarquía saharaui se dejó enredar por las maniobras marroquíes en torno al censo. La disputa sobre quienes tendrían derecho a votar estaba envenenada, porque ambas partes estaban condenadas a defender propuestas con trampa para inclinar las estadísticas a su favor. Rabat sabía que el tiempo corría a su favor y el Polisario se dio cuenta demasiado tarde de que nunca habría referéndum. Luego, cuando la línea mantenida en los noventa se desmoronó, la amenaza de volver a las armas, esgrimida por los independentistas, se reveló inmediatamente como un farol clamoroso y el Polisario anduvo varios años sin estrategia.
El fracaso de la comunidad internacional precipitó el estancamiento previsible. La fallida evolución democrática en Marruecos, el ensimismamiento de Argelia tras la sangría integrista, la consolidación de una fantasmal amenaza jihadista en el Magreb, los ocho años de administración republicana en Washington y la esclerosis del liderazgo independentista saharaui se combinaron para alejar cualquier atisbo de solución aceptable por todos.
En este marasmo, España no ha aportado claridad, sino todo lo contrario. Los gobiernos de Aznar se enzarzaron en una bronca arcaica, con ribetes colonialistas y militaristas, enfangándose en lo accesorio y olvidando lo fundamental, ofendiendo inútilmente más a los ciudadanos que al régimen y rescatando los peores reflejos de la derecha más rancia. En contraste, el mandato de Zapatero difícilmente puede considerarse un éxito, a la luz de estas últimas semanas. Y no por falta de voluntad, y menos por ausencia de conocimientos.
El empeño de sectores derechistas en atribuir a los servicios secretos marroquíes cierta responsabilidad intelectual en los atentados del 11-M no tenía como objetivo simplemente deslegitimar el triunfo electoral socialista en 2004, sino colocar una carga de profundidad en las relaciones bilaterales con Rabat. Zapatero sorteó la trampa con cierta habilidad, avanzando hacia una reconciliación necesaria en dos capítulos estratégicos para España: la gestión ordenada de la inmigración y la colaboración contra la delincuencia (ya sea narcotraficante o terrorista). Pero, como les ocurrió a los gobiernos de Felipe González, en esta estrategia fue sacrificado el irrenunciable compromiso con la justicia histórica en el Sahara. O al menos, con el respeto al cumplimiento de las resoluciones internacionales.
NADA SERÁ COMO ANTES
Algunos se asombran ahora, con una ingenuidad increíble, que Rabat haya esgrimido el chantaje para condicionar las complicadas opciones de la diplomacia española en la resolución de caso Haidar. Rabat lo ha hecho siempre: con la pesca, con la inmigración ilegal, con Ceuta y Melilla, con el tráfico de drogas. Con la amenaza integrista, la convergencia de intereses y el ojo vigilante de Washington ha evitado cualquier veleidad utilitarista.
Puede admitirse que España siempre tendrá dificultades para estabilizar una relación equilibrada, justa y satisfactoria con Marruecos. Puede admitirse que el diálogo y la paciencia son herramientas irrenunciables. A buen seguro que España también habrá presionado en esta y en otras ocasiones anteriores. Pero el mensaje que cala en la opinión pública es de desconcierto, cuando no de debilidad. Con hipocresía escandalosa, los líderes de la derecha española se lo reprochan al gobierno, como si el exhibicionismo obsceno –e inútil- de Perejil hubiera obtenido mejores resultados.
Con Haidar viva o convertida en mártir, las relaciones entre España y Marruecos no serán las mismas, a partir de ahora. La herida sin curar del Sahara está de nuevo en la agenda de la diplomacia española, sin menoscabo de otras correcciones. Debe estarlo también en la mesa de la recién estrenada diplomacia europea, supuestamente relanzada con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Se sabe que la Casa Blanca se ha preocupado por el destino de la activista saharaui y que la organización estadounidense más prestigiosa en materia de derechos humanos, Human Rights Watch, ha denunciado el agravamiento de la represión en el Sahara tras el rechazo de la autonomía. Y no olvidemos que el actual emisario especial de la ONU para el Sahara es un norteamericano, Christopher Ross, antiguo embajador en Argelia, para más señas. Esperemos que, como ya ocurrió durante el mandato de Clinton, la señal de activación no tenga que venir de Washington.
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