15 de diciembre de 2021
A
medio año de las elecciones presidenciales y generales francesas, la izquierda
se encuentra en una posición de debilidad aún más acusada que hace cinco años.
El desgaste o la fallida retórica del presidente Macron, el refuerzo de la
amenaza ultraderechista y la discreta performance de la derecha
tradicional no han servido de acicate para articular un proyecto común
alternativo. La izquierda se consume en un laberinto de egos, confusión
ideológica, anemia social, división endémica y rencores pequeños.
A
esta hora, hay en Francia cinco señalados candidatos presidenciales situados en
la órbita de lo que se entiende tradicionalmente como de izquierda, excluyendo
las opciones revolucionarias que no llegan al 1% de los votos.
-
la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, que ganó las primarias del Partido
Socialista, con escaso entusiasmo pero notable ventaja sobre unos concurrentes
de muy segunda línea.
-
el ex-jefe de los eurodiputados ecologistas franceses y previamente director de
campañas de Greenpeace, Yannick Jadot, asimismo vencedor de un criba interna
sobre otros tres candidatos verdes, que puso en evidencia la atomización del
movimiento ecologista galo.
-
el veterano izquierdista, Jean-Luc Melenchon, un representante de la ala más
radical del PSF hasta 2008, cuando
abandonó el partido para intentar primero formar un bloque de los partidos de
izquierda y luego un movimiento más allá de los partidos denominado Francia
Insumisa, del que fue candidato presidencial en 2012 (11% de los votos) y
2017 (19,6%).
-
el exsocialista Arnaud Montebourg, fallido candidato presidencial en 2012 y
luego titular de la pretenciosa cartera de recuperación industrial en el
gobierno de Hollande, con quien rompió sonoramente (como estaba previsto desde
un principio) por su disconformidad con la política económica, que consideraba
sometida al dictat alemán.
-
el actual líder del Partido Comunista y penúltimo dirigente renovador,
Fabien Roussel, experiodista y diputado, que trata de frenar una decadencia
paralela a la de su familia política europea, lastrada además por la más bien
frustrante experiencia de gobierno con Mitterrand.
Según
las encuestas, ninguno de estos contendientes por separado se encontraría ni de
lejos en condiciones de disputar la presidencia en una segunda vuelta. Incluso
si se sumarán los votos previsibles de todos ellos, no estaría asegurado un
resultado superior al de la flamante candidata de la derecha republicana,
Valérie Pécresse. El pulso en la ultraderecha, escindida entre la tradicional
Marine Le Pen y la estrella rutilante, Éric Zemmour, debe dirimirse en los
próximos meses.
Ante
estas deprimentes expectativas, se han producido movimientos recientes. El más
señalado ha sido el de la candidata oficial socialista. Anne Hidalgo, en un
cambio repentino y sorpresivo de posición, propuso la semana pasada realizar
unas primarias de la izquierda para seleccionar un candidato único. Hasta
ahora, sólo ha respaldado la iniciativa su excompañero de partido, Arnaud
Montebourg, quien, a decir verdad, siempre favoreció la opción unitaria.
El
ecologista Jadot ha dado un frío non-recevoir a estos esfuerzos de
unidad: “no para resolver las dificultades de unos candidatos que improvisan”.
El desdén del candidato verde no se corresponde con sus expectativas: su
campaña no termina de despegar. Ni siquiera con el éxito de sus
correligionarios alemanes, con quienes nunca han estado en perfecta sintonía.
Jadot parece hoy otra vedette de esa izquierda abocada al fracaso, heredera de
aquella gauche divine.
Los
analistas políticos franceses tratan de explicarse el último giro unitario de
la alcaldesa de París. Lo más obvio es que, aparte del tradicional empuje
inicial, su candidatura adolece también del impulso necesario, no ya para competir
con Macron, sino ni siquiera para concitar un apoyo del electorado de
izquierdas. Cuando fue elegida candidata por un PSF en estado de ruina
económica, descomposición orgánica y deriva ideológica, los asesores del
Presidente se mostraron indiferentes: “Demasiado parisina!”, dijeron. Hidalgo
es parisina de adopción. Hija de españoles (un electricista sindicalista y de
una costurera españoles que emigraron por razones económicas y políticas a
finales de los cincuenta), pasó su infancia en Lyon y sólo se trasladó a París
después de cursar sus estudios universitarios. Pero, ciertamente, ha hecho su
carrera política en la capital. Su auge ha coincidido con el declive
espectacular de su partido, con cuyos barones no ha estado nunca en buena
sintonía.
Desde
un principio se advirtió que el PSF contemplaba esta batalla presidencial como
algo perdido de antemano, de ahí que no hubiera demasiada resistencia a una
candidata a la que no concedían mayor mérito que haber sido la primera mujer en
ocupar la primera alcaldía de la nación. La “española” ha tenido un discurso discretamente
cercano a la izquierda del partido, pero sin formar parte de las sucesivas
corrientes militantes, en particular los frondeurs que cuestionaron el
liderazgo del entonces presidente Hollande.
Siempre quiso afianzar su perfil
local, de gestora municipal, si acaso con mensajes de mayor equidad social y
compromiso ecológico. Lo que, por cierto, no le bastó para cimentar la
confianza de los ecologistas parisinos, con los que ha mantiene una difícil cooperación
en la alcaldía.
Aparte
de este número excesivo de candidatos, hay otras figuras de la izquierda
francesa refugiadas en fórmulas no partidistas, que pueden jugar un papel residual
en votos, pero no desdeñable para la psicología de un electorado tan crítico
como a veces irreal. Es el caso del filósofo e intelectual Raphaël Glucksmann
(no confundir con el neofilósofo derechista de los ochenta André
Glucksmann, ya fallecido). Creó la plataforma Place Publique, en
respuesta a la crisis de credibilidad de los partidos tradicionales de
izquierda. El PSF, en pleno trauma por el batacazo en las presidenciales de
2017 (el socialista crítico Hamon obtuvo poco más del 6% de los votos), lo apoyó
como socio de coalición y cabeza de lista de una izquierda plural en las
elecciones europeas de 2019. Glucksmann no parece interesado en salirse de ese
ámbito.
La
figura que podría agitar este panorama atascado de la izquierda es Christiane
Taubira, exministra de Justicia con Hollande como líder del Partido de los
Radicales de izquierda (PRG), habituales socios de los socialistas en el
gobierno y en el Parlamento. El mayor activo de esta política guayanesa y
extracción social muy humilde es su esfuerzo personal en defensa de los
derechos de los inmigrantes, minorías y sectores más desfavorecidos. La derecha
le fue muy hostil, pero Taubira terminó enfrentada con el entonces
superministro del Interior, Manuel Valls y, a la postre, con el propio
Hollande, lo que le llevó a abandonar el Gobierno en 2015, después de disentir
sobre ciertos aspectos de la política antiterrorista.
Taubira
deshoja ahora la margarita. Podría ser una figura unificadora, pero difícilmente
podría revolver el tablero político. Cincuenta años después de aquel programa
común suscrito en 1972 por socialistas, comunistas y radicales de
izquierda, que terminaría llevando a Mitterrand al Eliseo en 1981 (casi lo
consiguió en 1974, pero ganó finalmente Giscard), la unidad se antoja imposible
(y ya inútil). Las experiencias de gobierno socialistas han sido muy
complacientes con la doctrina neoliberal y con las políticas de austeridad. Los
periodos en la oposición alumbraron discursos más combativos y un radicalismo
externo de salón, pero muy poco trabajo con la base social. Las rencillas y
personalismos se avivaron. Francia se encuentra firmemente anclada en la derecha.
La izquierda se entrega a un suicidio político a fuego lento.
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