LA SIMPÁTICA PAREJA Y SUS MILLONARIOS AMIGOS

28 de agosto de 2024

Kamala Harris puede ser la primera Presidenta de Estados Unidos. Algo impensable hace sólo un par de meses. En ese tiempo tan corto se ha construido una candidata viable. Así es la política norteamericana: capaz de alumbrar un engendro como Trump o de reciclar una opción desechada. Los defensores del sistema americano se regodean de estos imprevistos por considerarlas muestras palpables de su vitalidad. Quizás sea más bien al contrario. Lo verdaderamente importante no puede ser objeto de improvisaciones, no puede estar al albur de un impulso demagógico. La sorpresa es un capricho del azar no es una bendición de la convivencia.

LA FABRICACIÓN DE UN CANDIDATA

En la construcción de la Kamala presidenciable han jugado muchos factores. Pero el más decisivo ha sido la urgencia. El establishment consiguió despachar a Biden  con la cortesía de considerarlo un excelente servidor, pero con las prestaciones agotadas. El recambio no parecía claro y el tiempo era muy corto. En un último servicio (quien sabe si deseoso también de un gesto de resentimiento), Biden condicionó la selección al proponer a Harris como sustituta. Algo lógico, ya que era su número dos: una sucesión natural.

Harris estaba fuera de las quinielas hacía tiempo, o sólo en las convencionales que incluyen por defecto a los vices, aunque esta figura política sea la más degradada de la constelación política norteamericana. Pero el establishment hizo virtud de la necesidad. En un rápido escaneo de Harris, comprobó que, después de todo, se podían encontrar en ella factores de éxito: edad apropiada (lo que arrojaba sobre Trump la carga de la ancianidad), experiencia política interna aceptable (no exterior, desde luego), género (mujer, ahora un activo entre los demócratas, que desean detentar ese paso de la antorcha) y raza (negra y asiática, lo que completaba el logro firmado por Obama). Podía funcionar, se dijeron, y se pusieron a ello.

Los medios liberales y los tradicionales espantados por una segunda temporada del show Trump en la Casa Blanca no dudaron en hacerse de miel con la inesperada nueva candidata demócrata. En sólo unos días, las grandes figuras del partido fueron otorgándole su apoyo sin fisuras. Sólo los Obama se resistieron un poco más, porque siempre se habían pronunciado por una contestación abierta y participativa, pero finalmente se unieron a la fiesta.

Pese a su curriculum suficiente (fiscal de San Francisco, fiscal jefe de California y senadora por este mismo Estado y, naturalmente, el cargo segundón en la Casa Blanca), su perfil presidencial nunca pasó de ser discreto, como se comprobó en 2020. Era preciso, pues, vincularla a algo que Trump no pudiera desactivar o ridiculizar. Alegría fue la consigna, y sus derivados o virtudes afines: naturalidad, optimismo, cercanía, etc.

La cosa prendió, porque había mucho interés en que prendiera. En mitad de un verano agrio por las guerras en las que Estados Unidos, una vez más, es protagonista esencial y por una economía que ofrece indicadores desconcertantes por contradictorios, la pugna política no podía ser otra exhibición de aspereza. Era imperativo que la campaña diera un giro, que se obligara a Trump a ponerse a la defensiva, pero sin acritud. Con el arma luminosa de la simpatía y esa pretendida ingenuidad del sueño americano.

 

ALGO SIMILAR A UN HOMBRE COMÚN

Había que completar el ticket de la candidatura. Harris eligió a un complemento en género, edad, raza, origen y ubicación, pero mantuvo la coherencia de la fórmula por la que se había apostado: la naturalidad de un optimismo irrenunciable. Tim Walz, gobernador de Minnesota, un estado obrerista del Medio Oeste, tan representativo de ese mundo que Trump ha logrado pervertir, fue la opción escogida. Y pronto se comprobó el pleno acierto. El aspirante a Vice aportó a la causa su personalidad y su biografía de americano típico de películas sociales (profesor, entrenador, currante, esforzado, padre de familia ejemplar). En su presentación con Kamala al lado, desplegó un comportamiento inequívoco de hombre hecho a sí mismo y un lenguaje comprensible para todo el mundo, alejado de la jerga de Washington. 

Harris y Walz se convirtieron en una simpática pareja de inmediato. Con su sonrisa infatigable, provocaron el nerviosismo en la campaña de Trump y cierto desánimo en esa derecha rancia que ha puesto su destino de nuevo en manos de un tipo alejado del patrón conservador. Los flirteos del candidato republicano con grupos tan dispares como cristianos y judíos, libertarios y racistas, obreristas y capitalistas salvajes son puras maniobras tacticistas.

Las bases demócratas han asistido a esta construcción mediático-política de una candidatura en tiempo récord con distinto ánimo. La mayoría se ha entusiasmado, fundamentalmente porque la victoria se ha convertido de nuevo en posible. La izquierda se ha mostrado más cauta. No desdeña la importancia de ganar en noviembre, pero exige que no sea a toda costa, que haya un giro social, que se cambie el comportamiento exterior. Y Harris no ofrece garantías de ello.

Llegamos a la Convención de Chicago, ciudad evocadora de desastres históricos, en plena ola de triunfalismo, con las encuestas señalando un giro favorable, no sólo en el ámbito nacional, sino en los estados bisagra que deciden las elecciones. Todo estaba atado, contrariamente a lo ocurrido en 1968. Por el escenario fueron desfilando las promesas de futuro (incluso la izquierdista Ocasio Cortez, ya más atemperada, rendida a la real-politik en el asunto de Gaza), los teloneros alejados del prime time y, naturalmente, las grandes estrellas, los extodo que conservan la llama del éxito para traspasarlo, en este ocasión, a la nueva líder.

El tono de los tribunos demócratas fue un tanto tramposo, en la medida en que, cada cual en su estilo, se fueron presentado como “gente del pueblo”, personas normales dedicadas al servicio público, hombres y mujeres de orígenes humildes o sencillos que, por amor a su país, comprendieron que debían alcanzar el Poder para que no cayera en otras manos inadecuadas.

Acogieron a Kamala (y a Tim) como aspirantes deseables a formar parte de ese Panteón popular. En la calle, algunos grupos protestaban por la falta de compromiso del Partido en el asunto de Gaza y por una ambigüedad programática deliberada. Pero en el Gran salón de la Convención se dio rienda suelta al entusiasmo. Esos amigos de orígenes modestos eran ya multimillonarios, más o menos apegados al establishment (según los casos), piezas notables de un sistema que no quiere de nuevo a un bufón incontrolable en la sala de máquinas del poder político. Bill y Hilary Clinton, Barak y Michelle Obama, incluso el agotado Joe Biden son, ante todo, sinónimo de éxito y de dinero, por mucho que, en sus discursos, pretendieran resaltar el esfuerzo que habían tenido que hacer para ascender en la escala social. Esa es la naturaleza del sueño americano: dejar de ser pobre o simplemente modesto es una lucha individual.

Kamala Harris ya está más cerca de sus millonarios amigos de hoy que de sus orígenes no tan glamurosos. Si fracasa en noviembre, es probable que se retire de la carrera política y se dedique a ganar dinero en la empresa privada, aunque antes quizás recupere su profesión de fiscal. El shock será tan grande que no habrá tiempo para recordar los elogios excesivos que ha recibido estas últimas semanas.

AMBIGÜEDAD CALCULADA

Porque, hay que decirlo, no se conoce bien su proyecto político. Sus propuestas son generales o ambiguas, obligada inicialmente por la cortesía hacia el legado de Biden y luego por el empeño de no resultar incómoda para los electores conservadores que se resisten a votar a Trump. Los propios medios liberales que la apoyan con entusiasmo lo reconocen abiertamente.

Su programa fiscal es cauteloso, con medidas de presión hacia los más ricos que se apartan poco de la corriente general en el partido. Su política exterior es un puzzle de declaraciones buenistas (pero claramente proisraelíes) ante el conflicto de Oriente Medio, muy convencional y poco imaginativa sobre la guerra en Ucrania, prudente en el pulso con China y poco más. Por su principal asesor en política exterior, Philip Gordon, puede deducirse que no será tan intervencionista como Biden o los Clinton, sino más bien reticente a embarcarse en guerras, en la línea de Obama. Seguramente será más asertiva en el control de la política migratoria, o eso al menos deducen algunos analistas de su experiencia como fiscal.

Harris es una incógnita amable, que ha eludido el cara a cara con los medios, para evitar tropezones inoportunos o clarificaciones indeseables. Le quedan menos de dos meses y medio para demostrar que, con mucha simpatía, sentido común y “a little help from my friends”, puede darle la vuelta a la historia.

GUERRAS Y POLÍTICA

21 de agosto de 2024

La cita más famosa de Clausewitz es aquella que caracteriza a la guerra como “la continuación de la política con otros medios”. Otra menos conocida del militar y estratega prusiano es, sin embargo, mucho más sutil: “la guerra nunca es un objetivo en sí misma; se combate para conseguir la paz, un cierta forma de paz”.

Por tanto, el dilema’ guerra o paz’ es un engaño del sentimiento, no una aspiración racional. La guerra y la política (llámese diplomacia cuando se ejercita de puertas afuera: en el ámbito internacional) no pertenecen, respectivamente, a las esferas del  mal o el bien. La guerra, como es lógico, despierta rechazo en el ciudadano marginado de las decisiones, del conocimiento de las estrategias, de los núcleos de poder. Su papel es el de consumidor de la otra cara de la realidad: el de la política, es decir, del conjunto de herramientas que traen esa “paz conveniente”.

Esta perífrasis viene a cuento de lo que está pasando en Ucrania y en Gaza (o más bien en toda Palestina). Los dos conflictos son muy diferentes, por supuesto. Pero en esta dialéctica guerra-política presentan semejanzas muy claras, porque se trata de un asunto universal.

Mientras en Ucrania se libra una guerra clásica entre Estados, en Gaza asistimos a una operación militar de exterminio practicada por un Ejército contra una milicia urbana enraizada en la población, en un contexto general de ocupación. Estas dos formulaciones escuetas no abarcan toda la realidad militar. En Ucrania no combaten sólo dos Estados (Ucrania y Rusia), como se sostiene en Occidente; en Gaza, es absurdo cualquier análisis militar sobre la relación de fuerzas.

En estos momentos en que las armas parecen dominar el desarrollo de ambos conflictos, el papel de la diplomacia y de la política consiste en adaptar la verdad, o la realidad, a las necesidades de cada una de las partes. Entremos en detalles.

UCRANIA: LA ADECUACIÓN DE LAS CONDICIONES

Moscú sostiene, desde el principio de la invasión, que Ucrania representaba un peligro para su seguridad, porque este estado, históricamente unido a Rusia (zarista o comunista, eso ahora no es relevante), se había convertido en un instrumento de Occidente para amenazar las bases de la soberanía rusa. Según esta teoría, los habitantes rusófonos y/o rusófilos de distintas zonas de Ucrania corrían peligro de exterminio, de sufrir limpieza étnica, por ser el obstáculo más inmediato de esa estrategia agresiva, de ahí la necesidad de controlar ese territorio limítrofe como paso previo a una estrategia general de protección. Como se hizo en Crimea.

Para Ucrania, país soberano, reconocido internacionalmente (también por Rusia) y agredido, el discurso ruso es simplemente falaz y justificativo. La guerra es un medio legítimo de defensa frente a la agresión. Como otros Estados que se han visto históricamente en semejante situación, Ucrania debía procurarse todos los recursos a su alcance para conseguir su propósito de derrotar al agresor. En su caso, los medios propios eran evidentemente escasos. Para sobrevivir, necesitó forjar una alianza con Occidente, la única posible, la única eficaz para asegurarse la provisión de armas, de inteligencia, de logística. También de cobertura política, es decir, diplomática. Que el mundo que le importaba asumiera el relato que le favorecía.

A lo largo de estos dos años y medio de guerra, la diplomacia occidental se ha ido ajustando a las condiciones de la guerra. Durante el avance meteórico de los rusos en los primeros días, se empleó a fondo en deslegitimar la actuación de Moscú, negando incluso aspectos razonables del discurso ruso y silenciando errores y contradicciones históricas, ucranianas y propias.

Cuando la “operación especial” rusa se estancó, se pasó de la sorpresa a la euforia ante un posible fracaso del Kremlin. Se desbloqueó, aunque fuera inicialmente a cuentagotas, la entrega de armamentos y las condiciones de su uso.

El verano pasado, el Estado Mayor ucraniano se creyó en condiciones de pasar de una guerra de resistencia a otra de liberación. Y entonces se agudizaron los temores occidentales a un giro indeseado de los acontecimientos. Tan peligroso resultaba que Rusia ganara la guerra como que la perdiera (un miedo existente desde el principio del conflicto, de ahí las dudas y los dilemas de los dirigentes). Lo que en realidad se temía es que Rusia, para salvarse de la derrota, acudiera al arsenal nuclear, desencadenando esa escalada que había podido ser contenida durante las décadas de la guerra fría. Para no provocar esa respuesta desesperada de Moscú, se pusieron líneas rojas a la aliada Ucrania: que no utilizara las armas penosamente obtenidas para atacar objetivos en territorio ruso y, por ende, que se abstuviera de invadir suelo enemigo.

Pues bien, esto ya ha pasado este mes de agosto, con la operación ucraniana más audaz desde el comienzo de la guerra. En muchos medios se llama “incursión” a lo que no es otra cosa que una invasión en toda regla. Los dirigentes occidentales se han inhibido. La posición oficial sostiene que Kiev ha llevado la operación en el más absoluto secreto. Podría ser, pero con recursos de inteligencia tan poderosos y tan bien posicionados, es difícil creerlo.  Superado el primer momento de “sorpresa”, ha venido la justificación. Lo prohibido hasta hace unos meses se convierte ahora en legítimo, pues contribuye a mejorar las capacidades defensivas de Ucrania.

Después de días de silencio sobre los objetivos de la invasión, el Presidente Zelenski dijo finalmente que se trataba de crear una zona tampón o de seguridad, para prevenir ulteriores operaciones agresivas de Rusia en el frente norte. No parece muy creíble: la región de Kursk no ha jugado papel alguno en la estrategia rusa. La facilidad con que han avanzado los ucranianos es prueba de su escasa importancia. Pero Occidente no ha cuestionado la iniciativa de Kiev. Se está operando en lógica de guerra: la verdad no es lo importante.

Lo más probable, aunque no se admita oficialmente, es que la operación de Kursk responda a otras motivaciones: conquistar temporalmente terreno para poder utilizarlo como base de intercambio en futuras negociaciones; obligar a Rusia a derivar fuerzas para contener y/o rechazar la penetración; e insuflar ánimo a los combatientes y a la población ucraniana tras un largo periodo depresivo en que las fuerzas invasoras habían retomado la iniciativa en el Este.

GAZA: LA GRAN FALACIA

En Gaza, el juego de la guerra (de la operación de exterminio, en este caso) y de la diplomacia es aún más engañoso. Contrariamente a lo que ocurre en Ucrania, no hay una estrategia común de Occidente, aunque tampoco debemos caer en el error de una discrepancia aguda.

El  suministro de armas a Israel sigue inalterado, a pesar de las denuncias de vulneración de normas por la administración Biden. La aniquilación y el genocidio continúan. Se pretende limitar la extensión de la “guerra” a otros frentes, pero Israel asesina a dirigentes enemigos en territorio extranjero. La persecución de la población palestina en Cisjordania es cada vez más envilecida y la impunidad es total.  

La impostura más sangrante es que Estados Unidos  pretende hacer crear que lleva la batuta de la actuación diplomática, en colaboración con dos agentes regionales que le son serviles: Egipto y Qatar. Las negociaciones interminables para “aliviar” el calvario de la población de Gaza no pueden ser consideradas más que una farsa a cielo abierto. Washington es cómplice efectivo de Israel y, como tal, no puede ser un mediador creíble. Pero la mayoría de los medios liberales aceptan esta falsedad con estulticia. El escarnio de Gaza únicamente incumbe de verdad a los palestinos, que están solos en su tragedia, con el bienintencionado apoyo de organizaciones humanitarias, pero sin palancas políticas o diplomáticas verdaderamente eficaces.

Las otras potencias de nivel (Europa, China, el Sur global) han optado por dejar que Washington interprete el papel de protector disgustado por los excesos de su protegido israelí. Se presenta como “iniciativa humanitaria” algo que no pasa de ser un ajuste técnico (alto el fuego temporal) para convencer a las opiniones públicas internas de que el horrible sufrimiento de la población importa. Se proclama el intento de “normalizar” el reparto de alimentos y medicinas, pero es evidente que la prioridad es la liberación de los rehenes. Cada vez se recuerdan menos los muertos (más de 40.000). Del escenario posterior (control militar de la franja, responsabilidad administrativa, etc) se habla sólo para constatar un desacuerdo que anuncia la confirmación de los hechos consumados, es decir, el diktat israelí.

Este esfuerzo norteamericano está determinado por urgencias políticas internas (elecciones presidenciales) y por un ambiente de contestación interna sin precedentes contra el apoyo incondicional al aliado/agente israelí. En la Convención demócrata de Chicago no han podido evitarse las protestas de los sectores progresistas del partido y de la ciudadanía por la actuación de EE.UU en Gaza, a pesar del orquestado espectáculo de unidad proyectado.

En este caso, resulta mucho revelador el segundo axioma de Clausewitz al que aludíamos al comienzo. La labor de la diplomacia norteamericana no es principalmente mejorar las terribles condiciones de vida de la población de Gaza y mucho menos abordar sus causas profundas, sino evitar que se convierta en un factor perturbador de esa “determinada forma de paz”. Según las encuestas, a la mayoría de la población israelí le resulta indiferente el sufrimiento de la población de Gaza y no necesita de una política encubridora. Pero EE.UU no puede dejar que se le asocie con el genocidio, y muchos menos si entre los acusadores se cuentan sus propios ciudadanos.

Dejemos pues de hablar de la diplomacia desplegada estos días como algo opuesto a la lógica de la guerra. Dejemos incluso de hablar de guerra para referirnos a lo que ocurre en Gaza, si queremos ser fieles a la verdad y a la honestidad del trabajo informativo.

EL CONSENTIDO TERRORISMO RACISTA EN EL REINO UNIDO

14 de agosto de 2024

Una aparente normalidad ha vuelto a las calles británicas después del reciente sobresalto ultra. Pero nadie se fía: ni los ciudadanos espantados por lo ocurrido, ni el nuevo gobierno laborista, comprometido a prevenir un nuevo estallido y a castigar como merecen a los responsables de los disturbios.

Tampoco hay consenso político sobre lo ocurrido, más allá del convencional rechazo de la violencia, al que se han apuntado incluso quienes, de una u otra forman, han caldeado el ambiente que generó la explosión.

Como se sabe, la violenta algarada ultra y racista se sustentó en la falsedad de que un joven aspirante a conseguir el estatus de refugiado acuchilló a tres niñas en Southport. Se supo enseguida que el asaltante era, en realidad, un joven galés de origen ruandés, el país con el que los conservadores habían pactado una deportación masiva de inmigrantes, a cambio de dinero, claro está.

El gran bulo desencadenante de la ira ultra es sólo la punta de un gigantesco iceberg de manipulaciones, mentiras y políticas criminalizadoras de la inmigración. Hay numerosos estudios que impugnan el discurso racista y los supuestos perjuicios que originan los extranjeros indeseados a la economía y a la cohesión social británica. Y lo mismo puede decirse si ensanchamos el foco para abarcar a Europa y otras partes del planeta donde se registra un amplio fenómeno migratorio.

La pésima salud económica ha favorecido este desbordamiento de las tensiones sociales. No en vano, la mayor parte de los disturbios se han registrado en las ciudades más golpeadas por las políticas conservadoras de austeridad de los tres últimos lustros. Todas ellas son exponentes de esa Gran Bretaña posindustrial del noroeste y las Middlands occidentales, como destacaba hace unos el editor económico del GUARDIAN (1).

Otras de las mentiras esparcidas por los racistas británicos es que la policía se muestra más expeditiva y contundente con los blancos que con los negros. En realidad, en 2023, las fuerzas de seguridad interrogaron y/o detuvieron a seis negros por cada blanco (2).

LA RESPONSABILIDAD DE LOS TORIES

Que el estallido británico se haya producido a las tres semanas de la formación de un gobierno laborista tras tres lustros de dominio político conservador no puede ser casualidad. Las políticas migratorias de los tories han creado un ambiente tóxico, sustentadas en el mismo espíritu de falsedad y odio desplegado ahora con virulencia. Esta conexión, no necesariamente mecánica, entre el conservadurismo institucional y el racismo violento ha sido denunciada por Dame Sara Khan, que fue comisionada antiterrorista en el gobierno de Sunak y  asesora para asuntos de cohesión social en los gobiernos de May y Johnson (3).

Khan sostiene que los últimos gobiernos tories prepararon el terreno a los ultras, utilizando un lenguaje “inflamatorio” para referirse a los inmigrantes (el caso más llamativo es el de la anterior ministra del Interior, Suella Braverman, de origen indio, como su jefe, el premier Sunak) o dejando vacíos legales que han permitido la incitación a la violencia en las redes sociales. Las advertencias que Khan elevó en su momento, junto con otros actores sociales, han sido sistemáticamente desatendidas.

Las apreciaciones de esta asesora, una musulmana negra de Bradford, no revelan algo que no se supiera. Pero tienen el valor de demostrar que en Whitehall no se era ajeno al peligro del desbordamiento ultra.

Esta negligencia política y la consecuente pasividad legislativa responden a una estrategia de construcción de un enemigo exterior de múltiples cabezas en que se sustentaba el Brexit como proyecto político. Ciertamente, la separación de Europa no fue una opción únicamente de los conservadores más radicales. Se trataba de una aspiración transversal que se podía detectar en laboristas y otras familias izquierdistas.

Pero la instrumentalización de la inmigración como caballo de Troya de ese superestado europeo (otra gigantesca falacia) que pretendía destruir o avasallar a las instituciones británicas ha sido un discurso específicamente tory. El control del canal de la Mancha, después de ejecutado el Brexit, ha tensionado mucho las relaciones bilaterales entre el Reino Unido y Europa y, más en concreto, entre Londres y París, como ya ocurría antes del divorcio, en realidad.

Uno de los beneficios anunciados por los promotores del Brexit fue la reducción de la inmigración. Pero ni Johnson ni sus sucesores han sido capaces de cumplir con la promesa. Por el contrario, la inmigración se ha triplicado hasta alcanzar el tope en  2022. Lo que ha contribuido a enfurecer a los sectores más extremistas.

LA “DUREZA” LABORISTA

El nuevo gobierno laborista ha proclamado que será implacable en la aplicación de la ley, con todo su rigor, para los responsables de las violencias de las últimas semanas. El líder laborista, Keir Starmer, antiguo fiscal general de la Corona, tiene fama de ser un hombre firme en materia legal y penal. Pertenece a esa corriente de su partido que mantiene posiciones estrictas contra el crimen, lo que ha propició importantes réditos políticos. Blair llegó al poder con ese discurso y lo practicó desde Downing St.

Starmer ha sido implacable incluso con los suyos. No ha dudado en utilizar la persecución del antisemitismo para perseguir supuestas conductas y prejuicios antijudíos. Pero también para eliminar de puestos de relevancia o expulsar del partido a los críticos con las políticas de los gobiernos israelíes, aunque éstos hayan sido cada vez más extremistas, racistas y genocidas.

Este laborismo moderado, electoralmente exitoso pero probablemente poco transformador de estructuras sociales y mentalidades políticas, se ve además lastrado por una inercia institucional que difícilmente favorecerá la erradicación del racismo e incluso de sus manifestaciones más violentas.

Tres investigadoras del Royal United Services Institute (RUSI) han denunciado el doble rasero institucional (incluyendo a la entidad en la que ellas trabajan), cuando se aborda la cuestión de la violencia. Mientras la practicada por el islamismo radical merece el calificativo unánime de “terrorismo”, la ejecutada por la ultraderecha se tipifica como “criminalidad”. La distinción implica no pocas consecuencias administrativas, políticas y legales. Sobre el islamismo radical pesa el aparato estatal antiterrorista, mientras el control del  extremismo racista blanco depende de los limitados recursos de las policías locales (4).

Starmer ha calificado los recientes sucesos de “matonismo ultraderechista”, término que, en opinión de las investigadoras, degrada el fenómeno en que se arraiga este tipo de violencia y consolida el doble rasero por ellas denunciado en los anteriores gobierno. No bastaría, por tanto, con ser “duros contra el crimen”: deberían abordarse las políticas de fondo para combatir la xenofobia y el racismo desde su raíz.

No es eso lo que se está haciendo. Tampoco en la UE, donde no se ha pagado a países para que alberguen deportados, como intentó hacer el Reino Unido. En cambio, se ha  subcontratado a estados de pésima reputación democrática (Egipto, Túnez) como contenedores de inmigrantes. Al precio que sea: sin preocuparse por los métodos empleados ni atender a esos derechos humanos que sin embargo reclaman a sus adversarios geoestratégicos (5).

 

NOTAS

(1) “The violence was shocking bur no surprising: Britain’s economy makes it ripe for far-right thuggery”. LARRY ELLIOT. THE GUARDIAN, 8 de agosto.

(2) “How to respond to the riots on Britain’s streets”, THE ECONOMIST, 4 de agosto.

(3) “Conservatives left UK wide open to far-right violence, says former adviser”. DANIEL BOFFEY. THE OBSERVER, 4 de agosto.

(4) “UK riots expose double standards on far-right and Islamist violence”. EMILY WINTERBOTHAM, CLAUDIA WALLNER Y JESSICA WHITE. THE OBSERVER, 11 de agosto.

(5) “From Tunis to Cairo: Europa extends its border across North Africa”. HUMZAH KHAN. CARNEGIE FOUNDATION, 9 de abril.

VERANO DE IRA

 7 de agosto de 2024

Este verano tórrido está siendo pródigo en protestas/revueltas callejeras en cuatro continentes. Bangladesh, (Asia); Kenia y Nigeria (África); Venezuela (América Latina) y Reino Unido (Europa) constituyen los casos de portada, aunque hay otros focos potenciales que podrían explotar en cualquier momento. De hecho, éste es el caso de Cisjordania, aunque suele quedar fuera de los noticiarios por “dejar de ser noticia”, salvo sobresaltos como el de esta última semana.

Las revueltas arriba citadas son muy distintas, e incomparables. Pero se puede detectar un trío de factores comunes: la conjunción de crisis económicas, sociales y políticas, la incapacidad de las instituciones para canalizar el descontento y la eficacia de las redes sociales para desbordar los mecanismos de contención de los Estados.

BANGLADESH: EL FIN DE MITO LIBERADOR

Hasta ahora, la revuelta que ha tenido un desenlace más claro ha sido la que se ha producido en Bangladesh. Un país de 170 millones de personas, independiente desde hace sólo 50 años, tras una guerra terrible que sacudió las conciencias y atrajo el interés de no pocas celebridades en Occidente. La separación de Pakistán fue traumática, como lo había sido la ruptura de la India algo más de dos décadas antes. Las fracturas en esa zona del mundo siguen activas.

En pocas palabras, la crisis de Bangladesh es el fracaso de ese proyecto de emancipación nacional. Como en otros países que se formaron tras los procesos de descolonización, la liberación de las metrópolis no alumbró soluciones políticas estables y justas. La autocracia, en sus distintas formas, ha ganado la partida. Las expectativas de democracias al estilo liberal nunca fueron realistas y es discutible que fueran un ejemplo a seguir. Pero tampoco ha cuajado un modelo autóctono que asegurara un reparto equitativo de las riquezas y evitaran la acaparación del poder por nuevas élites o por las antiguas locales recicladas.

En Bangladesh, miles y miles de jóvenes que no vivieron el nacimiento del país ha acumulado sobre sus espaldas una frustración insoportable. Para ellos, poco o nada importaba que la hasta hace sólo unos días Jefa del Gobierno, Sheik Hasina, fuera la hija del Padre fundador de la Nación, el otrora venerado Mujibur Rahman, asesinado, junto a la mayoría de su familia en un golpe militar acaecido cuatro años después de proclamada la independencia. Para estos jóvenes, Hasina era una autócrata que utilizaba el prestigio familiar para blindar un sistema social y político de privilegios.

El origen de la protesta fue, precisamente, el restablecimiento de cuotas abusivas en la provisión de empleos públicos para los descendientes de la guerra de liberación contra Pakistán, convertidos en esa “nueva clase” de privilegiados que tantas veces han aparecido en las revoluciones y, desde luego, en el Tercer Mundo. Pero, últimamente, las cuotas premiaban simplemente a los adeptos.

Que Bangladesh presentara ciertas cifras macroeconómicas bien recibidas en Occidente no significaba nada para estos sectores vanguardistas del descontento social. La riqueza, como también es habitual, ha estado muy mal repartida. Entre los más jóvenes, el desempleo es un látigo permanente que cercena cualquier proyecto de vida.

Los partidos tradicionales de oposición, el nacionalista y el islamista, han sido marginados, hostigados y dejados fuera de la alternancia por una dirigente como Hasina, cuya crudeza algunos atribuyen a su condición de superviviente. Cuando se produjo el golpe que acabó con la familia, ella se encontraba estudiando en Europa, en compañía de una de sus hermanas. Otro rasgos de estas nuevas élites poscoloniales: asegurarse la formación de sus vástagos bajo el prestigio de las antiguas metrópolis.

Pero, para ser justos, Hasina forjó su propia carrera. También sufrió el golpe militar durante su primera etapa como gobernante, en los 90. Regresó al poder a finales de la primera década del nuevo siglo, privada ya de la ingenuidad democrática. En estos quince años ha edificado un sistema autoritario. Y cínico: se aprovechó del pánico occidental por el desafío islamista radical y se presentó como una firme defensora del secularismo musulmán. En sus relaciones exteriores, no tuvo problema en entenderse con el nacionalismo extremo hindú, algo perfectamente compatible con una política de entendimiento hacia Occidente, de cuyas instituciones como el FMI ha recibido ayuda en tiempos difíciles.

Hasina creyó hasta el final poder sofocar la protesta, utilizando con rudeza los aparatos de fuerza, pero cometió un error de cálculo. El malestar era demasiado grande. En Occidente también ha extrañado la relativa facilidad con la que ha caído la “dama de hierro” asiática, como se la conocía por estas latitudes. Al parecer, su propia hermana, en las horas finales, le recomendó abandonar la resistencia. Más decisivo fue el papel jugado por el Jefe del Ejército, emparentado con ella, que en algún momento de la crisis, hizo otras cuentas, en las que Hasina aparecía claramente como perdedora insalvable.

La crisis está lejos de estar resuelta. El Presidente (cargo más bien decorativo) ha encargado la formación de un gobierno provisional a Mohamed Yunus, quizás la celebridad nacional más conocida en el mundo por el Premio Nobel que recibió gracias a su iniciativa pionera de los microcréditos. Los partidos, ausentes en la revuelta, seguramente tendrán poco peso hasta que se convoquen elecciones. La Liga Awami, el partido de Hasina (más la milicia, mucho más decisiva) podría ser desarbolado, como suele ocurrir estos casos de caída tumultuosa de un régimen.

Lo que podía haber acabado como en Rumania (con la frustrada huida y posterior ejecución de Ceaucescu) ha acabado como en Checoslovaquia, con Yunus como émulo del entonces celebrado Havel. Pero no estamos en los noventa, ni el sur de Asia es Europa Central u Oriental. Bangladesh está en el epicentro de una región conectada con las turbulencias orientales. Lo que allí ocurra no puede dejar indiferente a India y Pakistán, en sempiterno e irresoluble conflicto. Mas allá, su reverberación se hará sentir también en el vasto espacio del Indo-Pacífico, nuevo escenario de la principal confrontación estratégica actual, entre China y EE.UU.

VENEZUELA: MÁS ALLÁ DE UNA DISPUTA ELECTORAL

La revuelta en Venezuela tiene otras connotaciones. La disputa por los resultados electorales es, ciertamente, sólo el elemento superficial que utilizan unos y otros para desgastar al adversario. La torpeza/arrogancia con la que ha conducido el régimen de Maduro al proclamar su victoria de manera tan sospechosamente apresurada y sin pruebas verificables no puede ser considera sorprendente. Debía contarse con esta crisis de legitimidad.

Pero por debajo de esta disputa transcurre la verdadera lucha por el poder real, que trasciende el cambio de gobierno. Como en la guerra fría, cualquier relevo político tiene una dimensión global. En América Latina, patio trasero de Estados Unidos, se trataba de una constante más que de una variable.

La consolidación de una izquierda regional no revolucionaria pero capaz de fijar un modelo no siempre grato en Washington pasa por evitar dinámicas de polarización como las que operaban en la guerra fría. De ahí que los líderes de ese proyecto en Brasil, Colombia, Méjico y Argentina (los tres primeros, en el gobierno) hayan evitado alinearse con Maduro, con el que han convivido pero no han intimado.

El heredero de Chávez sólo tiene agarre regional en Cuba e internacional en Rusia y China. Se trata de alianzas frágiles. Cuba atraviesa una más de sus crisis al borde desfondamiento, pero ésta pueda ser quizás la definitiva. De Rusia, poco puede esperar salvo asesoramiento policial y militar. De China, aún menos, ya que en Pekín se prefiere la vía menos confrontacional de esa izquierda alternativa.

La oposición tampoco tiene asegurada una baza ganadora. La reclamación de la victoria puede no tener consecuencias prácticas. Podría entonces dejarse ganar por la tentación de escalar el conflicto hasta derivarlo en una revolución. Y no está claro que salga triunfadora de un baño de sangre.  

Que Washington haya reconocido a Edmundo González como ganador no quiere decir que esté dispuesto a parachutarlo en el Palacio de Miraflores. El llamado que la verdadera líder opositora, María Corina Machado, ha hecho al Ejército “para que se ponga del lado del pueblo” no ha tenido efecto, hasta la fecha. Para que las fuerzas armadas cambien de bando hace falta más que retórica. Y en vísperas de elecciones, en EE.UU no hay apetito para enfeudarse en una crisis sangrienta en las aguas cercanas del Caribe. Venezuela no es Bangladesh, ni Maduro cree estar tan desesperado para seguir una oferta que le aconseje abandonar, como Hasina.

LA AGONÍA DE ÁFRICA

De las revueltas en Kenia y Nigeria, puede decirse, para no desbordar la razonable extensión de este comentario, que responden a la exasperación de una población exhausta por la carestía de los productos básicos, provocada por décadas de políticas erradas, impuestas algunas desde fuera y conducidas por gobiernos ajenos a las necesidades populares. Desde Occidente se ha cuidado siempre de que estos Estados africanos mantenga su línea de respeto a los equilibrios geoestratégicos y que respondan con contundencia a los riesgos perturbadores: en su día, los movimientos revolucionarios apoyados sincera o interesadamente por la Unión Soviética; más recientemente, las distintas franquicias locales o regionales del islamismo radical; y, en la actualidad, las políticas económicas tentaculares de China.

Lo que menos importa en estos países es el bienestar de las mayorías sociales, a la que se supone una resistencia inmensa, un sacrificio enraizado en siglos de explotación y dominación. Las nuevas élites, como en Bangladesh, no ha sido menos crueles que las potencias coloniales.

De la revuelta neofascistas en el Reino Unido, nos ocuparemos en un comentario posterior, no por ser un fenómeno menor (es muy peligroso y no tan aislado como pueda parecer), sino para concederle la extensión que merece.