GUERRAS Y POLÍTICA

21 de agosto de 2024

La cita más famosa de Clausewitz es aquella que caracteriza a la guerra como “la continuación de la política con otros medios”. Otra menos conocida del militar y estratega prusiano es, sin embargo, mucho más sutil: “la guerra nunca es un objetivo en sí misma; se combate para conseguir la paz, un cierta forma de paz”.

Por tanto, el dilema’ guerra o paz’ es un engaño del sentimiento, no una aspiración racional. La guerra y la política (llámese diplomacia cuando se ejercita de puertas afuera: en el ámbito internacional) no pertenecen, respectivamente, a las esferas del  mal o el bien. La guerra, como es lógico, despierta rechazo en el ciudadano marginado de las decisiones, del conocimiento de las estrategias, de los núcleos de poder. Su papel es el de consumidor de la otra cara de la realidad: el de la política, es decir, del conjunto de herramientas que traen esa “paz conveniente”.

Esta perífrasis viene a cuento de lo que está pasando en Ucrania y en Gaza (o más bien en toda Palestina). Los dos conflictos son muy diferentes, por supuesto. Pero en esta dialéctica guerra-política presentan semejanzas muy claras, porque se trata de un asunto universal.

Mientras en Ucrania se libra una guerra clásica entre Estados, en Gaza asistimos a una operación militar de exterminio practicada por un Ejército contra una milicia urbana enraizada en la población, en un contexto general de ocupación. Estas dos formulaciones escuetas no abarcan toda la realidad militar. En Ucrania no combaten sólo dos Estados (Ucrania y Rusia), como se sostiene en Occidente; en Gaza, es absurdo cualquier análisis militar sobre la relación de fuerzas.

En estos momentos en que las armas parecen dominar el desarrollo de ambos conflictos, el papel de la diplomacia y de la política consiste en adaptar la verdad, o la realidad, a las necesidades de cada una de las partes. Entremos en detalles.

UCRANIA: LA ADECUACIÓN DE LAS CONDICIONES

Moscú sostiene, desde el principio de la invasión, que Ucrania representaba un peligro para su seguridad, porque este estado, históricamente unido a Rusia (zarista o comunista, eso ahora no es relevante), se había convertido en un instrumento de Occidente para amenazar las bases de la soberanía rusa. Según esta teoría, los habitantes rusófonos y/o rusófilos de distintas zonas de Ucrania corrían peligro de exterminio, de sufrir limpieza étnica, por ser el obstáculo más inmediato de esa estrategia agresiva, de ahí la necesidad de controlar ese territorio limítrofe como paso previo a una estrategia general de protección. Como se hizo en Crimea.

Para Ucrania, país soberano, reconocido internacionalmente (también por Rusia) y agredido, el discurso ruso es simplemente falaz y justificativo. La guerra es un medio legítimo de defensa frente a la agresión. Como otros Estados que se han visto históricamente en semejante situación, Ucrania debía procurarse todos los recursos a su alcance para conseguir su propósito de derrotar al agresor. En su caso, los medios propios eran evidentemente escasos. Para sobrevivir, necesitó forjar una alianza con Occidente, la única posible, la única eficaz para asegurarse la provisión de armas, de inteligencia, de logística. También de cobertura política, es decir, diplomática. Que el mundo que le importaba asumiera el relato que le favorecía.

A lo largo de estos dos años y medio de guerra, la diplomacia occidental se ha ido ajustando a las condiciones de la guerra. Durante el avance meteórico de los rusos en los primeros días, se empleó a fondo en deslegitimar la actuación de Moscú, negando incluso aspectos razonables del discurso ruso y silenciando errores y contradicciones históricas, ucranianas y propias.

Cuando la “operación especial” rusa se estancó, se pasó de la sorpresa a la euforia ante un posible fracaso del Kremlin. Se desbloqueó, aunque fuera inicialmente a cuentagotas, la entrega de armamentos y las condiciones de su uso.

El verano pasado, el Estado Mayor ucraniano se creyó en condiciones de pasar de una guerra de resistencia a otra de liberación. Y entonces se agudizaron los temores occidentales a un giro indeseado de los acontecimientos. Tan peligroso resultaba que Rusia ganara la guerra como que la perdiera (un miedo existente desde el principio del conflicto, de ahí las dudas y los dilemas de los dirigentes). Lo que en realidad se temía es que Rusia, para salvarse de la derrota, acudiera al arsenal nuclear, desencadenando esa escalada que había podido ser contenida durante las décadas de la guerra fría. Para no provocar esa respuesta desesperada de Moscú, se pusieron líneas rojas a la aliada Ucrania: que no utilizara las armas penosamente obtenidas para atacar objetivos en territorio ruso y, por ende, que se abstuviera de invadir suelo enemigo.

Pues bien, esto ya ha pasado este mes de agosto, con la operación ucraniana más audaz desde el comienzo de la guerra. En muchos medios se llama “incursión” a lo que no es otra cosa que una invasión en toda regla. Los dirigentes occidentales se han inhibido. La posición oficial sostiene que Kiev ha llevado la operación en el más absoluto secreto. Podría ser, pero con recursos de inteligencia tan poderosos y tan bien posicionados, es difícil creerlo.  Superado el primer momento de “sorpresa”, ha venido la justificación. Lo prohibido hasta hace unos meses se convierte ahora en legítimo, pues contribuye a mejorar las capacidades defensivas de Ucrania.

Después de días de silencio sobre los objetivos de la invasión, el Presidente Zelenski dijo finalmente que se trataba de crear una zona tampón o de seguridad, para prevenir ulteriores operaciones agresivas de Rusia en el frente norte. No parece muy creíble: la región de Kursk no ha jugado papel alguno en la estrategia rusa. La facilidad con que han avanzado los ucranianos es prueba de su escasa importancia. Pero Occidente no ha cuestionado la iniciativa de Kiev. Se está operando en lógica de guerra: la verdad no es lo importante.

Lo más probable, aunque no se admita oficialmente, es que la operación de Kursk responda a otras motivaciones: conquistar temporalmente terreno para poder utilizarlo como base de intercambio en futuras negociaciones; obligar a Rusia a derivar fuerzas para contener y/o rechazar la penetración; e insuflar ánimo a los combatientes y a la población ucraniana tras un largo periodo depresivo en que las fuerzas invasoras habían retomado la iniciativa en el Este.

GAZA: LA GRAN FALACIA

En Gaza, el juego de la guerra (de la operación de exterminio, en este caso) y de la diplomacia es aún más engañoso. Contrariamente a lo que ocurre en Ucrania, no hay una estrategia común de Occidente, aunque tampoco debemos caer en el error de una discrepancia aguda.

El  suministro de armas a Israel sigue inalterado, a pesar de las denuncias de vulneración de normas por la administración Biden. La aniquilación y el genocidio continúan. Se pretende limitar la extensión de la “guerra” a otros frentes, pero Israel asesina a dirigentes enemigos en territorio extranjero. La persecución de la población palestina en Cisjordania es cada vez más envilecida y la impunidad es total.  

La impostura más sangrante es que Estados Unidos  pretende hacer crear que lleva la batuta de la actuación diplomática, en colaboración con dos agentes regionales que le son serviles: Egipto y Qatar. Las negociaciones interminables para “aliviar” el calvario de la población de Gaza no pueden ser consideradas más que una farsa a cielo abierto. Washington es cómplice efectivo de Israel y, como tal, no puede ser un mediador creíble. Pero la mayoría de los medios liberales aceptan esta falsedad con estulticia. El escarnio de Gaza únicamente incumbe de verdad a los palestinos, que están solos en su tragedia, con el bienintencionado apoyo de organizaciones humanitarias, pero sin palancas políticas o diplomáticas verdaderamente eficaces.

Las otras potencias de nivel (Europa, China, el Sur global) han optado por dejar que Washington interprete el papel de protector disgustado por los excesos de su protegido israelí. Se presenta como “iniciativa humanitaria” algo que no pasa de ser un ajuste técnico (alto el fuego temporal) para convencer a las opiniones públicas internas de que el horrible sufrimiento de la población importa. Se proclama el intento de “normalizar” el reparto de alimentos y medicinas, pero es evidente que la prioridad es la liberación de los rehenes. Cada vez se recuerdan menos los muertos (más de 40.000). Del escenario posterior (control militar de la franja, responsabilidad administrativa, etc) se habla sólo para constatar un desacuerdo que anuncia la confirmación de los hechos consumados, es decir, el diktat israelí.

Este esfuerzo norteamericano está determinado por urgencias políticas internas (elecciones presidenciales) y por un ambiente de contestación interna sin precedentes contra el apoyo incondicional al aliado/agente israelí. En la Convención demócrata de Chicago no han podido evitarse las protestas de los sectores progresistas del partido y de la ciudadanía por la actuación de EE.UU en Gaza, a pesar del orquestado espectáculo de unidad proyectado.

En este caso, resulta mucho revelador el segundo axioma de Clausewitz al que aludíamos al comienzo. La labor de la diplomacia norteamericana no es principalmente mejorar las terribles condiciones de vida de la población de Gaza y mucho menos abordar sus causas profundas, sino evitar que se convierta en un factor perturbador de esa “determinada forma de paz”. Según las encuestas, a la mayoría de la población israelí le resulta indiferente el sufrimiento de la población de Gaza y no necesita de una política encubridora. Pero EE.UU no puede dejar que se le asocie con el genocidio, y muchos menos si entre los acusadores se cuentan sus propios ciudadanos.

Dejemos pues de hablar de la diplomacia desplegada estos días como algo opuesto a la lógica de la guerra. Dejemos incluso de hablar de guerra para referirnos a lo que ocurre en Gaza, si queremos ser fieles a la verdad y a la honestidad del trabajo informativo.

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