LA SIMPÁTICA PAREJA Y SUS MILLONARIOS AMIGOS

28 de agosto de 2024

Kamala Harris puede ser la primera Presidenta de Estados Unidos. Algo impensable hace sólo un par de meses. En ese tiempo tan corto se ha construido una candidata viable. Así es la política norteamericana: capaz de alumbrar un engendro como Trump o de reciclar una opción desechada. Los defensores del sistema americano se regodean de estos imprevistos por considerarlas muestras palpables de su vitalidad. Quizás sea más bien al contrario. Lo verdaderamente importante no puede ser objeto de improvisaciones, no puede estar al albur de un impulso demagógico. La sorpresa es un capricho del azar no es una bendición de la convivencia.

LA FABRICACIÓN DE UN CANDIDATA

En la construcción de la Kamala presidenciable han jugado muchos factores. Pero el más decisivo ha sido la urgencia. El establishment consiguió despachar a Biden  con la cortesía de considerarlo un excelente servidor, pero con las prestaciones agotadas. El recambio no parecía claro y el tiempo era muy corto. En un último servicio (quien sabe si deseoso también de un gesto de resentimiento), Biden condicionó la selección al proponer a Harris como sustituta. Algo lógico, ya que era su número dos: una sucesión natural.

Harris estaba fuera de las quinielas hacía tiempo, o sólo en las convencionales que incluyen por defecto a los vices, aunque esta figura política sea la más degradada de la constelación política norteamericana. Pero el establishment hizo virtud de la necesidad. En un rápido escaneo de Harris, comprobó que, después de todo, se podían encontrar en ella factores de éxito: edad apropiada (lo que arrojaba sobre Trump la carga de la ancianidad), experiencia política interna aceptable (no exterior, desde luego), género (mujer, ahora un activo entre los demócratas, que desean detentar ese paso de la antorcha) y raza (negra y asiática, lo que completaba el logro firmado por Obama). Podía funcionar, se dijeron, y se pusieron a ello.

Los medios liberales y los tradicionales espantados por una segunda temporada del show Trump en la Casa Blanca no dudaron en hacerse de miel con la inesperada nueva candidata demócrata. En sólo unos días, las grandes figuras del partido fueron otorgándole su apoyo sin fisuras. Sólo los Obama se resistieron un poco más, porque siempre se habían pronunciado por una contestación abierta y participativa, pero finalmente se unieron a la fiesta.

Pese a su curriculum suficiente (fiscal de San Francisco, fiscal jefe de California y senadora por este mismo Estado y, naturalmente, el cargo segundón en la Casa Blanca), su perfil presidencial nunca pasó de ser discreto, como se comprobó en 2020. Era preciso, pues, vincularla a algo que Trump no pudiera desactivar o ridiculizar. Alegría fue la consigna, y sus derivados o virtudes afines: naturalidad, optimismo, cercanía, etc.

La cosa prendió, porque había mucho interés en que prendiera. En mitad de un verano agrio por las guerras en las que Estados Unidos, una vez más, es protagonista esencial y por una economía que ofrece indicadores desconcertantes por contradictorios, la pugna política no podía ser otra exhibición de aspereza. Era imperativo que la campaña diera un giro, que se obligara a Trump a ponerse a la defensiva, pero sin acritud. Con el arma luminosa de la simpatía y esa pretendida ingenuidad del sueño americano.

 

ALGO SIMILAR A UN HOMBRE COMÚN

Había que completar el ticket de la candidatura. Harris eligió a un complemento en género, edad, raza, origen y ubicación, pero mantuvo la coherencia de la fórmula por la que se había apostado: la naturalidad de un optimismo irrenunciable. Tim Walz, gobernador de Minnesota, un estado obrerista del Medio Oeste, tan representativo de ese mundo que Trump ha logrado pervertir, fue la opción escogida. Y pronto se comprobó el pleno acierto. El aspirante a Vice aportó a la causa su personalidad y su biografía de americano típico de películas sociales (profesor, entrenador, currante, esforzado, padre de familia ejemplar). En su presentación con Kamala al lado, desplegó un comportamiento inequívoco de hombre hecho a sí mismo y un lenguaje comprensible para todo el mundo, alejado de la jerga de Washington. 

Harris y Walz se convirtieron en una simpática pareja de inmediato. Con su sonrisa infatigable, provocaron el nerviosismo en la campaña de Trump y cierto desánimo en esa derecha rancia que ha puesto su destino de nuevo en manos de un tipo alejado del patrón conservador. Los flirteos del candidato republicano con grupos tan dispares como cristianos y judíos, libertarios y racistas, obreristas y capitalistas salvajes son puras maniobras tacticistas.

Las bases demócratas han asistido a esta construcción mediático-política de una candidatura en tiempo récord con distinto ánimo. La mayoría se ha entusiasmado, fundamentalmente porque la victoria se ha convertido de nuevo en posible. La izquierda se ha mostrado más cauta. No desdeña la importancia de ganar en noviembre, pero exige que no sea a toda costa, que haya un giro social, que se cambie el comportamiento exterior. Y Harris no ofrece garantías de ello.

Llegamos a la Convención de Chicago, ciudad evocadora de desastres históricos, en plena ola de triunfalismo, con las encuestas señalando un giro favorable, no sólo en el ámbito nacional, sino en los estados bisagra que deciden las elecciones. Todo estaba atado, contrariamente a lo ocurrido en 1968. Por el escenario fueron desfilando las promesas de futuro (incluso la izquierdista Ocasio Cortez, ya más atemperada, rendida a la real-politik en el asunto de Gaza), los teloneros alejados del prime time y, naturalmente, las grandes estrellas, los extodo que conservan la llama del éxito para traspasarlo, en este ocasión, a la nueva líder.

El tono de los tribunos demócratas fue un tanto tramposo, en la medida en que, cada cual en su estilo, se fueron presentado como “gente del pueblo”, personas normales dedicadas al servicio público, hombres y mujeres de orígenes humildes o sencillos que, por amor a su país, comprendieron que debían alcanzar el Poder para que no cayera en otras manos inadecuadas.

Acogieron a Kamala (y a Tim) como aspirantes deseables a formar parte de ese Panteón popular. En la calle, algunos grupos protestaban por la falta de compromiso del Partido en el asunto de Gaza y por una ambigüedad programática deliberada. Pero en el Gran salón de la Convención se dio rienda suelta al entusiasmo. Esos amigos de orígenes modestos eran ya multimillonarios, más o menos apegados al establishment (según los casos), piezas notables de un sistema que no quiere de nuevo a un bufón incontrolable en la sala de máquinas del poder político. Bill y Hilary Clinton, Barak y Michelle Obama, incluso el agotado Joe Biden son, ante todo, sinónimo de éxito y de dinero, por mucho que, en sus discursos, pretendieran resaltar el esfuerzo que habían tenido que hacer para ascender en la escala social. Esa es la naturaleza del sueño americano: dejar de ser pobre o simplemente modesto es una lucha individual.

Kamala Harris ya está más cerca de sus millonarios amigos de hoy que de sus orígenes no tan glamurosos. Si fracasa en noviembre, es probable que se retire de la carrera política y se dedique a ganar dinero en la empresa privada, aunque antes quizás recupere su profesión de fiscal. El shock será tan grande que no habrá tiempo para recordar los elogios excesivos que ha recibido estas últimas semanas.

AMBIGÜEDAD CALCULADA

Porque, hay que decirlo, no se conoce bien su proyecto político. Sus propuestas son generales o ambiguas, obligada inicialmente por la cortesía hacia el legado de Biden y luego por el empeño de no resultar incómoda para los electores conservadores que se resisten a votar a Trump. Los propios medios liberales que la apoyan con entusiasmo lo reconocen abiertamente.

Su programa fiscal es cauteloso, con medidas de presión hacia los más ricos que se apartan poco de la corriente general en el partido. Su política exterior es un puzzle de declaraciones buenistas (pero claramente proisraelíes) ante el conflicto de Oriente Medio, muy convencional y poco imaginativa sobre la guerra en Ucrania, prudente en el pulso con China y poco más. Por su principal asesor en política exterior, Philip Gordon, puede deducirse que no será tan intervencionista como Biden o los Clinton, sino más bien reticente a embarcarse en guerras, en la línea de Obama. Seguramente será más asertiva en el control de la política migratoria, o eso al menos deducen algunos analistas de su experiencia como fiscal.

Harris es una incógnita amable, que ha eludido el cara a cara con los medios, para evitar tropezones inoportunos o clarificaciones indeseables. Le quedan menos de dos meses y medio para demostrar que, con mucha simpatía, sentido común y “a little help from my friends”, puede darle la vuelta a la historia.

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