4 de febrero de 2010
La falta de coraje en las políticas transformadoras y el catastrofismo propagandístico de los corresponsables de la actual crisis están sembrando un inquietante pesimismo en Estados Unidos y, por simpatía, en Europa.
El discurso del Estado de la Unión ha resultado menos eficaz de lo que esperaba la Casa Blanca. A nadie debería haber sorprendido la escasa generosidad de los republicanos, que, en líneas generales, han respondido a la mano tendida del Presidente con una actitud desconfiada, despectiva o desmesuradamente exigente. Pero, nuevamente, lo que más debe inquietar a Obama es la tendencia al pánico de sus compañeros demócratas, que han demostrado en el largo proceso de la reforma sanitaria su fragilidad política.
No le ha ayudado a Obama la presentación, a primeros de semana, del proyecto de Presupuesto para el ejercicio fiscal 2010-2011. El equipo de asesores presidenciales no ha podido esquivar los ribetes más negros, en las previsiones a largo plazo que este tipo de documentos suelen contener. La administración propone al Congreso incrementar el gasto en políticas activas de empleo, por valor de 250 mil millones de dólares, reunidos los diferentes programas. Esto se combina con recortes en partidas de menor impacto social o de seguridad. Los estímulos, podrían ser claramente insuficientes. Lo advierten desde la izquierda, pero también desde una cierta neutralidad algunos economistas clásicos. Como ha ocurrido con lo invertido durante el primer año de mandato. El problema es que la oposición –política y mediática- clama por los empleos pero profiere gritos de alarma por el déficit… El perro del hortelano….
Tanto ha arraigado el pesimismo en Washington, que el principal corresponsal político del NEW YORK TIMES, David Sanger, se permitía dudar de la capacidad de Estados Unidos para ejercer el liderazgo propio de su condición teórica de superpotencia durante al menos…¡veinte años! En su editorial, el diario neoyorquino apostillaba: En definitiva, el establishment mediático de Washington anticipa que estos primeros diez años del siglo XXI serán, casi irremisiblemente, una década pérdida para Estados Unidos. De lo que se deduce, sin exagerar, que entramos en un siglo que no será, definitivamente, norteamericano.
Joseph Stiglitz cuenta en uno de sus libros sobre la gestión económica de Clinton, en la que fue durante un tiempo responsable del Consejo de asesores económicos, cómo los republicanos, atrincherados en su creciente mayoría parlamentaria, impusieron a la Casa Blanca una política restrictiva que terminó estallándole a su sucesor. La presidencia de Clinton acabó con superávit, a base de renunciar a reformas estructurales que el país lleva década retrasando. Paradójicamente, cuando se instalaron en el despacho oval, los republicanos practicaron todo lo contrario de lo que impusieron a Clinton, aunque con finalidades distintas.
Inspirándose en el ejemplo de Reagan (menos impuestos a los ricos, gastos fabulosos en seguridad y defensa), W.Bush fué acumulando un déficit monstruoso, sin que ello repercutiera lo más mínimo en la prosperidad de los norteamericanos menos favorecidos. Todo lo contrario. Las diferencias sociales en Estados Unidos han aumentado alarmantemente en los últimos treinta años; y exponencialmente entre 2001 y 2008. El despilfarro alimentado por el síndrome del 11-S y por las ideologías neoliberales antiigualitarias le han estallado definitivamente a Obama, que no tendrá más remedio que incrementar el déficit en 120 mil millones de dólares más, sólo este año, hasta alcanza un total de 1,3 billones.
Obama, en uno de sus escasos guiños partidarios durante el discurso del Estado de la Unión, denunció la irresponsabilidad de su antecesor y acólitos en esta materia: “la administración y el legislativo anteriores aprobaron reducciones fiscales masivas para los ricos y asignaron fondos a dos guerras, sin pagar por nada de ello”. Y, sin embargo, el actual presidente dejara que estas injustas políticas fiscales expiren. En SLATE, Daniel Gross documenta cómo los ingresos de esos ricos beneficiados por Bush, los que ganan más de 250.000 dólares anuales, quintuplica la renta del americano medio. De ahí que sea imperativo activar las cargas fiscales en ese tramo. Pero como dice William Greider en THE NATION, “los congresistas demócratas y Obama hacen frente a un dilema muy penoso: para sintonizar con el descontento popular tienen que morder la mano que les ha dado de comer” (por sus generosas contribuciones de campaña).
Sanger compara la decadencia norteamericana con la japonesa y acentúa lo inquietante que resulta que la estabilidad financiera del país dependa de los prestamistas chinos. En repetidas ocasiones durante los últimos meses, los nuevos mandarines se han venido mostrando enormemente preocupados por el déficit de sus acreedores. Eso sí, sin modificar apenas su política monetaria y comercial, que ha contribuido a agravar la situación. En esa clave de irreversible desplazamiento del centro de gravedad mundial hay que entender la decisión de Obama de no visitar este semestre Europa, durante la presidencia española, y no en una desatención política o diplomática. Por mucho que el actual presidente quiera alejarse de la arrogancia de su predecesor, lo cierto es que sus asesores no perciben grandes resultados de la “reconciliación con la vieja Europa”, ya sea en la provisión de tropas para Afganistán, la acogida de presos de Guantánamo, la reforma del sistema financiero, el embrollo medioambiental, etc.
Cuando Sanger y otros hablan de la incapacidad de Estados Unidos para seguir comportándose como una (única) potencia global, están reflejando el creciente temor de las élites políticas, económicas y militares a, entre otras cosas, perder las guerras en curso, no tanto por inferioridad militar frente al adversario, cuanto por los cuellos de botella que se perciben en su sostenimiento. Por supuesto, los agobios financieros no han surgido de la noche a la mañana, pero cada día que pasa se hace más exigente el empeño de acortar los conflictos bélicos, los de “necesidad” o los “elegidos”. A algunos les ha resultado chocante que los altos mandos militares responsables de la campaña “afpak” hayan reaparecido públicamente para avalar las negociaciones con los talibanes (con los dóciles o con los mercenarios), para superar la contienda. No es que Estados Unidos no pueda ganar esa guerra, que cada vez parece eso más claro. Es que no puede pagarla por mucho tiempo. Y si lo hace, el precio puede resultar insoportable.
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