23 de septiembre de 2010
Si, en economía, dos trimestres seguidos de decrecimiento significan recesión, en política, dos elecciones generales perdidas equivalen a crisis. Y si eso ocurre por primera vez en tres generaciones, como le ha pasado a la social-democracia sueca, parecería que estuviéramos ante una “catástrofe”, el fin de un ciclo o cualquier otro epíteto contundente.
La derrota de los socialistas es grave, por supuesto. No en vano, son los peores resultados desde 1914. Pero algunas lecciones extraídas para el futuro de la izquierda europea con posibilidades de gobernar resultan exageradas interesadas o precipitadas.
UNA IRÓNICA INVERSIÓN DE FUNDAMENTOS
Algunos análisis consideran que el fracaso de los herederos de Tage Erlarder y Olof Palme consagra el final del modelo sueco –o nórdico- del Estado de bienestar, resumido en la fórmula “amplios y generosos servicios públicos, financiados con una fuerte presión fiscal”. La confirmación en el poder del centro-derecha supondría que el electorado sueco ha vuelto la espalda al modelo sobre el que se ha cimentado su prosperidad y justicia social durante siete décadas. Después de veinte años de crisis larvada, la fortaleza sueca habría caído: el neoliberalismo confirmaría su predominio con la conquista definitiva del gran bastión del socialismo declinante. ¿Es cierta tal afirmación?
La coalición que desafía la hegemonía socialdemócrata desde mediados de los setenta no abjura del modelo sueco, ni de los principios básicos del Estado de bienestar. Los han asumido, no ahora, sino desde que se convirtieron en fórmula gobernante. O, mejor dicho, para convertirse en opción creíble de gobierno. Lo que el centro-derecha ha planteado es un ajuste, una “corrección” del modelo”, demasiado caro y poco eficiente. Receta: reducir costes e introducir la competencia de la oferta privada en la provisión de servicios a los ciudadanos.
Pero esa fórmula esquemática no explica todo. El llamado “excepcionalismo sueco” nos ofrece un poco más de luz. Suecia tiene quizás la economía más globalizada de Europa. La prosperidad de ese envidiable país de menos de diez millones de habitantes se basa, en gran medida, en el dinamismo de su sector exterior, la innovación de sus grandes compañías industriales. En los rankings internacionales de competitividad, Suecia sólo aparece desbordada por Estados Unidos, como recuerda el semanario liberal THE ECONOMIST. Esa buena situación le ha permitido al gobierno conservador capear la crisis con mejores fundamentos. Pero sin debilitar el tejido de protección social, lo que ha mitigado el impacto en los sectores más vulnerables. Para hacerse con el poder hace cuatro años, los políticos moderados se presentaron como el “nuevo partido de los trabajadores suecos”. En lugar de proponer una batalla de clases, el centro-derecha se propuso privar a los socialistas de su base social. Cuando Mona Sahlin fue elegida en 2007 presidenta del PSD, renovó públicamente su alianza estratégica con la poderosa central sindical LO, pero en uno de sus primeros discursos proclamó que pretendía hacer de la socialdemocracia el “nuevo partido de los empresarios”, puesto que la mayoría de éstos viven exclusivamente de su salario. Sahlin era la cabeza más visible del sector liberal del PSD, llamada a corregir los “excesos” del modelo sueco. Para esa tarea, las clases medias han preferido otra sintonía. Los discursos importados no convencen.
EL FACTOR MIGRATORIO
Hay un factor que ha resultado decisivo en este desplazamiento político de la socialdemocracia en Suecia: la gestión del fenómeno migratorio. En un artículo para THE GUARDIAN, Ola Tedin asegura que las políticas de integración de la población foránea ha constituido un fracaso total: “Sobre el papel las mejores del mundo, en realidad han conducido a una sociedad dividida, con ghettos, extrañamiento y un gran parte de la población excluida del empleo y la cultura”. Esta valoración ha sido amplificada por medios y propagandistas conservadores. De hecho, el descontrol de la protección social, su inflación ilimitada, se atribuye precisamente a la presión migratoria. Los inmigrantes –se dice-, al carecer de una cultura de trabajo y responsabilidad, se han ido beneficiando crecientemente de un sistema que estimula su pasividad, su negligencia. En particular, es la comunidad islámica el objetivo de los principales reproches y críticas, sobre todo desde los sectores neoliberales. Paulina Neuding (articulista en los diarios de Murdoch) considera que Suecia ha transigido con “los valores antidemocráticos que han traído de sus países muchos de los inmigrantes árabes; valores que ni la política de diálogo ni el más generoso sistema de bienestar del mundo han sido capaces de curar”.
Andrew Brown cuestiona muy seriamente esta línea de análisis. Después de visitar algunos de los barrios más emblemáticos de población inmigrante, ofrece en THE GUARDIAN un amplio trabajo que desmonta visiones o prejuicios ampliamente implantados en el imaginario social sueco: el desarraigo provocado, la criminalidad endémica, la insalubridad de los hábitats, el fundamentalismo religioso, el alto riesgo terrorista, etc. Los más activos en la propagación de estos falsos mitos relacionados con la migración han sido los ultraderechistas xenófobos, uno de cuyos mensajes electorales se condensaba en esta disyuntiva: “o ponemos el freno a la inmigración o ponemos el freno a las pensiones”.
En la literatura social y en la “novela negra” sueca reciente se evoca este auge xenófobo. Aunque los medios hayan intentado minimizar a la ultraderecha e ignorar a sus portavoces, lo cierto es que, como advierte Andrew Brown, los ultras han sabido utilizar los nuevos canales de comunicación, mediante la exageración, la manipulación de los datos y el fomento del miedo, para colocar la rectificación migratoria en el centro de la agenda política. Como expresión del éxito de esta estrategia, la fuerza xenófoba Demócratas Suecos se ha convertido en la gran novedad política, al entrar por vez primera en el Riksdag (Parlamento). La ultraderecha se hace por fin visible, desborda su feudo meridional y se implanta en casi 300 comunas del país. Otro síntoma de la “normalización de Suecia”, como sostiene Yohann Aucante en LE MONDE. Pero lo inquietante es que el partido xenófobo se convierte en clave para la estabilidad. Aunque el moderado Fredrik Reinfeldt consiga formar un gobierno minoritario, si en una votación los ultraderechistas deciden sumarse por sorpresa o sin previo aviso a un eventual rechazo del bloque opositor (socialistas, ecologistas y excomunistas), el gobierno de centro-derecha sería desautorizado; y si se trata de un asunto mayor, podría incluso caer. Corinne Deloy, analista de asuntos electorales de la FUNDACIÓN SCHUMAN, compendia los previsibles escenarios de futuro, con las aportaciones de varios politólogos suecos. La opción menos desagradable para los moderados sería contar con un apoyo tácito de los Verdes, cuya líder, María Vetterstrand, es una figura política en alza. Pero los ecologistas se muestran reticentes y lo más probable es que eludan un compromiso expreso. Los ecologistas son los únicos del trío progresista que han mejorado su representación parlamentaria. Es previsible que preserven sus opciones políticas de futuro, evitando o al menos minimizando la experiencia alemana de participación en el poder.
EL DESAFÍO DE FUTURO
Los socialdemócratas suecos no pueden eludir la responsabilidad de afrontar el futuro. Como les ocurre a sus socios ideológicos europeos. Para contribuir al debate promovido desde la revista TEMAS, recomiendo la lectura del artículo de Peter Kellner en la publicación THE NEWS STATESMAN, sobre la recuperación del laborismo (extensible al resto de la socialdemocracia europea). El Presidente de YouGov, la plataforma de sondeos políticos en Internet, propone un esquema de programa “para que la socialdemocracia pueda seguir luchando por el bien colectivo, la justicia social y la visión de un bienestar humano que vaya más allá de la riqueza material”. Lo sintetiza en estas seis propuestas sobre el futuro de los servicios públicos: reducción del universalismo, copago de las prestaciones, inspiración y dirección pero no gestión, una política de vivienda justa, creación de un servicio público de empleo y, como corolario de todo lo anterior, una nueva visión de la equidad social. El desafío es ir más allá de propuestas de redistribución de la renta para afrontar la “textura” de la sociedad que se pretende crear.
Las contradicciones de los últimos años, las respuestas fallidas a la crisis, el desarme cultural y ético de la izquierda en condiciones de gobernar, cierto complejo de fracaso, la adopción de recetas ajenas y tramposas, el clima de desconcierto y desánimo… todo eso debe quedar atrás. En un editorial titulado “Socialdemocracia europea, síndrome de Estocolmo“, THE GUARDIAN afirma: “es debido a que los socialdemócratas europeos cedieron mucho poder a los financieros por lo que ahora tiene que luchar para persuadir a los electores de que ellos pueden ser diferentes”.
Suecia es un ejemplo más, sin duda de los más relevantes por su carácter inspirador y los resultados obtenidos durante generaciones. El alejamiento del poder puede ofrecer perspectiva y tranquilidad para diseñar un modelo reforzado y un discurso político creíble. Lo mismo puede decirse para el resto de Europa.
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