17 de mayo de 2023
Turquía ha votado y Erdogan
conserva muchas opciones de seguir en el poder. No es lo que predecían la
mayoría de los sondeos (le daban varios puntos por debajo de Klicdaroglu), ni
lo que deseaban discretamente sus formales aliados occidentales. El autoritario
presidente turco ni siquiera ha tenido que recurrir a una manipulación soez de
las urnas, temida por rivales y observadores (1). Le ha bastado con su sistema
piramidal y paternalista que tiene raíces ancestrales y conecta con una
población adicta a la autoridad.
Ese medio punto que le ha faltado
a Erdogan para lograr la mayoría absoluta en la primera vuelta se antoja pan
comido para el 28 de mayo. Sólo debe arañar los votos reticentes de los otrora
convencidos de su misión histórica. O atraer
a una pequeña parte del ese 5% que ha votado a Sinan Ogan, un disidente
ultra del ultraconservador Movimiento Nacionalista el partido más importante
(11% de los votos en las legislativas) de los que gravitan en la coalición agrupada
bajo el liderazgo supremo de Erdogan. Por tanto, salvo sorpresa mayor, el
actual presidente seguirá acaudillando el país.
Muchos analistas de los medios
occidentales liberales se preguntaban este lunes cómo es posible que, ante una
situación económica tan precaria (inflación próxima al 50%, la divisa nacional
ya sin valor real, incremento del paro),
la gestión desastrosa del reciente terremoto, una tensión casi insoportable con
sus formales aliados occidentales y la presencia de una oposición casi
unificada por primera vez en veinte años, Erdogan haya podido prevalecer.
La mayoría de las respuestas
inciden en la perversión del sistema político, el patronazgo de unos medios de
comunicación serviles, la manumisión de un electorado casi cautivo con nuevas subidas
de sueldo a funcionarios y empleados públicos, anuncios de anticipación de la
jubilación y promesas de subsidios inmediatos tras las elecciones, aparte de la
sempiterna invocación a la debilidad e incluso la connivencia de la oposición
con el “terrorismo” kurdo (2).
Todas esas razones son ciertas. Y
poderosas. Pero se elude o no se destaca lo suficiente la conexión que Erdogan
ha sabido cultivar y fortalecer con el instinto político de una mayoría de los
turcos, adictos a la autoridad y al poder fuerte (3). Erdogan ha hecho creer a
los turcos que han superado el complejo de
las poblaciones de imperios derrotados, humillados.
UN SIGLO DE AUTORITARISMO CON
MODELOS DIVERSOS
La Turquía moderna cumple ahora
cien años. Fue construida por el padre de la Patria, Mustafá Kemal Atatürk, un
oficial del ejército otomano barrido por las potencias occidentales durante la
Primera Guerra Mundial. Atatürk comprendió que la enorme catástrofe del
derrumbamiento del Imperio de la Sublime Puerta sólo podía ser restañada con un
poder fuerte capaz de abrirse paso en un nuevo mundo. El conservadurismo
monárquico arraigado en el Islam como fuente de legitimación debía ser
sustituido por una República sin complejos que mirara al futuro sin nostalgia
ni temor, pero sin renunciar a lo más sólido de la tradición.
Pese a la amputación de sus
territorios en Oriente Medio y a la pérdida definitiva de su influencia directa
en la Europa balcánica y suroriental, Turquía tenía potencial para seguir
siendo un gran país, una orgullosa nación. Sólo tenía que elegir mejor sus
amigos, perder el miedo a ese nuevo mundo que se abría a sus ojos y construir
un Estado fuerte no basado en la autoridad divina de un monarca o una familia
sino en la voluntad férrea de sus ciudadanos. Una República autoritaria.
El proyecto de Atatürk prendió.
Turquía supo explotar su condición de enclave privilegiado entre Europa y Asia.
La nueva República, ya desaparecido el Padre, superó la II Guerra Mundial esta
vez en el lado vencedor, lo que multiplicó su valor estratégico en el nuevo
equilibrio entre el Este y el Oeste, ofreciéndose como pilar adelantado del
campo occidental frente al flanco sur del nuevo coloso soviético. La rivalidad
de siglos entre los regímenes absolutistas del Sultanato y el Zarismo se
replicaba en la guerra fría con dos modelos republicanos opuestos: el todavía
revolucionario pero ya conservador de Stalin y el autoritario pero formalmente
afecto a las instituciones democráticas occidentales de los generales turcos,
garantes primordiales del legado kemalista, junto a una judicatura militante y
un funcionariado disciplinado.
Esa Turquía fuerte, autoritaria y
vigilante nunca fue una democracia liberal al estilo europeo. Su condición de
vigía le permitía sobrepasar los límites. Los partidos políticos se soportaban
como una debilidad, y cuando se traspasaban ciertos excesos liberales, los
militares ejercían el poder directo, sin
intermediarios. Occidente vivió muy a gusto con esa democracia autoritaria que
el pueblo no contestaba, salvo una minoría ilustrada que había creído en un
futuro de derechos y libertades, en la versión blanda e idealizada de la
modernidad kemalista.
A finales de los setenta emergió
el islamismo subyacente, depositario de valores conservadores profundos de las
masas campesinas de la meseta central o del oriente más atrasado. Con la
paciencia habitual de las religiones monoteístas, el Islam supo canalizar la
insatisfacción ante una prosperidad alicorta que no llegaba a todos. El kemalismo
era un encaje incómodo para los líderes
emergentes de ese Islam combativo que rebasaba el ámbito de la piedad personal.
Los militares herederos de Atatürk
percibieron de inmediato el peligro y, al igual que habían eliminado cada
exceso veleidoso de los partidos, no dudaron un segundo en segar de raíz una
amenaza que consideraban aún más peligrosa. La persecución del islamismo fue
sañuda. Erdogan fue el exponente de un islamismo de nuevo cuño que combinaba
tradición y modernidad. El agotado régimen cívico-militar hizo un postrero
intento de sofocarlo. Sin éxito.
ERDOGAN ROMPIÓ EL MOLDE
Tras su victoria en las
municipales de Estambul, Erdogan aprovechó su momento y, con esa paciencia
destilada del Corán, supo neutralizar a los generales atlantistas como
baluartes primordiales de esa República autoritaria. Erdogan no destruyó el
Ejército ni vació las instituciones kemalistas: simplemente las transformó, les
dio una orientación ideológica y cultural diferente. No tuvo miedo ni se
protegió de las masas desposeídas de Anatolia ni de las clases medias y
trabajadores de las grandes ciudades; por el contrario les atrajo con una
versión paternalista del Estado conseguidor, aliado de las fortunas pero hábil
garante del reparto. Frente a la versión turca desfalleciente de la socialdemocracia
o al neoliberalismo rapaz que se había impuesto en Occidente, Erdogan apañó un
sistema corporativo que pretendía aglutinar capital y trabajo bajo la
inspiración humanista de un islam protector.
Los principios prometedores se fueron
disolviendo y las contradicciones del sistema se hicieron evidentes a medida que se agotaban las
palancas, tanto materiales como ideológicas. La corrupción fue gangrenando el
campo de oportunidades sociales. El poder autoritario se distinguía cada vez
menos del dictatorial. Empezaron a brotar las disensiones internas y los
enemigos otrora silentes. Ante estos síntomas de problemas -aún no de
debilidad-, Erdogan recurrió al resorte del falso riesgo del enemigo interior: el
irredentismo kurdo. Después de unos inicios conciliadores, fue apretando los
mecanismos represivos. El intento de golpe militar de 2016, real o fabricado (a
tenor de su chapucera ejecución) le brindó la oportunidad de acabar con esos
brotes de contestación: la purga fue extensa, profunda y despiadada.
Para entonces, Erdogan ya había
diseñado una política exterior instrumental en su proyecto autoritario. Afianzado
el poder interior, llegaba el momento de desprenderse de los rescoldos de complejos
de potencia derrotada y humillada, de afirmar su condición de potencia regional
y, por qué no, algún día, mundial. Empezó por extender su modelo ante un mundo
árabe en descomposición, primero con una versión amable (‘cero enemigos’, fue
la fórmula) y luego cada vez más asertiva. No dejó escapar la oportunidad que
le brindó la ‘primavera árabe’. Tras la fragmentación de Siria, en una guerra
internacionalizada y brutal en la que él participó apoyando al bando islamista
menos radical, franqueó los fronteras para perseguir a los congéneres de sus
enemigos kurdos.
Cuando Occidente torció de nuevo
el gesto, Erdogan liberó todo el arsenal de reproches. Sobre todo con Europa,
que llevaba décadas negándole la entrada en el selecto club de la Unión, con un
complejo de condiciones que tanto los dirigentes como el pueblo percibían como
excusas para disimular el inconfesable racismo y xenofobia que las masas de
inmigrantes sufrían desde hacía décadas en las barriadas menesterosas europeas.
Con EE.UU, el respeto reverencial se tornó cada vez más exigente. En esa nueva
partida triangular, Erdogan contó un socio hasta cierto punto inesperado: la
Rusia de Putin. Un espejo de su régimen, con raíces y desarrollo diferentes,
pero con capacidad similar para contestar la arrogancia occidental.
Lo impensable décadas atrás se
produjo. Erdogan aprovechó la posición geoestratégica de su país en beneficio
propio y le puso precio a su patrón occidental. De entre todas las alteraciones
del orden liberal en los últimos treinta años, la revisión turca ha sido quizás
el fenómeno más relevante. No es que Turquía se haya vuelto equidistante entre
Occidente y Rusia. Pero la casuística de la cooperación dentro de la rivalidad
entre Ankara y Moscú provoca una inquietud enorme en la OTAN. Como su actuación
autónoma en los conflictos africanos y caucásicos.
La guerra de Ucrania ha confirmado
la apuesta de Erdogan. No se ha alineado con Rusia, pero se ha abstenido de
sumarse a la guerra económica contra el Kremlin. Juega un papel de mediador
para resolver el atasco en el suministro de grano ucraniano a numerosos países
dependientes del Sur. Y vende drones a Kiev sin que ello provoque la irritación
de Putin, o sin que este lo demuestre, porque gana por otro lado.
En campaña, Erdogan hizo virtud
de la necesidad, capeado el temporal de las crisis sucesivas (Covid, guerra,
corrupción, incompetencia, etc) e insistió en sus mensajes de fuerza y
prestigio. A saber... nunca desde Atatürk ha sido Turquía tan respetada en
el exterior. O temida. O incluso odiada por esos liberales europeos despectivos
o esos norteamericanos arrogantes que ahora tienen que atender nuestros
intereses en Oriente Medio. Erdogan ha vendido a sus fieles, a los que han
dejado de creer en el, pero también a quienes recelan de su sistema, la
impresión de que nadie puede hacerlo mejor y proporcionarles más seguridad y
prosperidad. El tibio apoyo del principal partido kurdo (por lo demás,
inhabilitado y descabezado) a la coalición opositora ha sido un regalo
presentido por el Sultán, que no dudó en utilizarlo para presentar a sus
rivales como “cómplices de los terroristas” (5)
Otros factores le han ayudado a
resistir este embate de malos tiempos. La personalidad un tanto desvaída de
Kilicdaroglu (6) encaja mal con ese instinto autoritario de las masas turcas
menos familiarizadas con los matices políticos liberales. Sus promesas de una
restauración del sistema democrático han resultado poco convincentes, y menos
el presentido alejamiento de Moscú, con quien Erdogan ha trabado una
interdependencia económica difícil de desmontar a corto plazo (7). A eso se
añade el escaso compromiso del líder opositor con los intereses de la clase trabajadora
(8), una visión de un analista turco menos ajustada a la lógica occidental.
NOTAS
(1) “Turkey’s
elections won’t be free and fair”. NATE SCHENKKAN y AIKUT GARIPOGLU (Freedom
House). FOREIGN POLICY, 3 de mayo.
(2) “Eléctions en Turquie: pourquoi Erdogan a déjoué les
pronostiques”. MARIE JÉGO
(corresponsal en Ankara) Y ANGÈLE PIERRE. LE MONDE, 16 de mayo; “Recep
Tayip Erdogan confounds predictions in Turkey’s elections”, THE ECONOMIST,
14 de mayo; “Erdogan’s grip on power is loosened but no broken, vote show”.
BEN HUBBARD. NEW YORK TIMES, 15 de mayo;
(3) “Erdogan
scores win through culture wars and soft authoritarianism”. ISHAAN THAROOR. THE
WASHINGTON POST, 16 de mayo.
(4) “En Turquie, une élection cruciale pour l’Europe et
l’OTAN”. NEKTARIA STAMOULI. POLÍTICO (reproducido en COURRIER INTERNATIONAL,
11 de mayo).
(5) “Turkey’s resilient autocrat”. SONER CAGAPTAY. FOREIGN AFFAIRS, 4 de mayo.
(6) “A
former bureaucrat is giving Erdogan a run for his money”. THE ECONOMIST, 10
de mayo.
(7) “What
if Kemal Kilicdaroglu wins Turkey’s election”. STEVEN COOK. FOREIGN POLICY,
14 de abril.
(8)
“Turkey’s opposition can’t win without the working class”. HALIL KARAVELI (Central
Asia and Caucas Institute). FOREIGN POLICY, 17 de abril.
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