TÚNEZ Y EGIPTO: EQUILIBRIO Y CATÁSTROFE



16 de enero de 2014

               
 Una cierta casualidad histórica ha querido que Túnez y Egipto, los dos países que fueron faro de la llamada "primavera árabe", fueran convocados en la misma semana a consolidar en una nueva Constitución el cierre -provisional- de sus respectivos ciclos revolucionarios. Pero ahí acaban las coincidencias.
                 
Mientras en Túnez, la consagración constitucional es fruto del consenso entre las principales corrientes sociales y políticas del país (aún con contradicciones y recelos, inevitables por otro lado), en Egipto la 'ley de leyes' es un puro artificio para legitimar un golpe de Estado, cuyos objetivos, a pesar de la ingenuidad de algunos, estuvo claro desde un principio: secuestrar y anular la Revolución que derrocó la autocracia del anciano y ya inservible Hosni Mubarak.
                
El reputado experto en sistemas legales árabes de la Universidad George Washington, Nathan Brown, ha captado en una imagen el contraste entre ambos países árabes: "En Túnez, todo el mundo baila en el filo de un acantilado, sin que nadie se despeñe; en Egipto, en cambio la situación se asemeja, para decirlo suavemente, a una catástrofe ('trainwreck')".
                 
TÚNEZ: ¿HACIA LA CONCILIACIÓN?
                 
Numerosos comentaristas europeos y norteamericanos se confiesan admirados por la reciente evolución de los acontecimientos en Túnez durante los últimos meses. Después de meses de confrontación, miedo e incertidumbre, con asesinatos políticos y polarización ideológica, los principales actores de la vida pública consiguieron pactar una fórmula de convivencia, codificada en un texto constitucional que ya ha sido calificado como "el más liberal del mundo árabe".
                
Esta habilidad de los tunecinos para esquivar el abismo no es nueva ni reciente y, por tanto, no es fruto del 'espíritu revolucionario'. Es el resultado de un pragmatismo basado en su realidad geopolítica, la dimensión modesta del país y una cierta cultura de equilibrio entre las aspiraciones nacionalistas y un instinto de adaptación a los dividendos de la herencia colonial. Túnez no fué nunca una democracia. Pero durante el largo mandato de Burguiba, el régimen se cuidó de atemperar las manifestaciones externas de su brutalidad, contrariamente a otros vecinos cercanos y lejanos del mundo islámico. Luego, con el General Ben Ali, la decadencia del sistema hizo aflorar las perversiones más detestables.
                 
La revolución democrática fue posible en Túnez en gran medida por la ausencia de ambiciones políticas del Ejército, reducido y 'profesional'. La policía represora fue desprovista de la capacidad de bloquear el cambio. Las disputas se libraron entre dos grandes corrientes: una laica y otra confesional islámica. Ésta última, abanderada por el movimiento Ehnnada, ('Renacimiento', en árabe), cuyo líder, Rachid Gannouchi, conservó un gran prestigio desde su exilio en Londres. A día de hoy, es la principal fuerza política parlamentaria, ya que cuenta con más del 40% de los diputados de la Asamblea Nacional.
                
 Desde el otro lado del espectro socio-político, se le ha reprochado a Ennahda su intento de conducir al país hacia una islamización que ignoraba las sensibilidades laicas, abiertas y progresistas de una buena parte de la población, sobre todo la juventud. El asesinato de prominentes políticos izquierdistas fue la gota que colmó el vaso. Gannouchi entendió que sectores islámicos radicales podrían hacer capotar el barco. El golpe militar en Egipto resultó definitivo para convencer a los islamistas de que jugaban con fuego. Finalmente, en diciembre, aceptó poner la gestión en manos de un gobierno de tecnócratas y consolidar el proceso democrático con una constitución pactada y conciliatoria.
                 
El resultado del pacto es claro: los laicos han admitido el Islam como religión de Estado, mientras los islamistas han aceptado que las leyes no emanen de la 'sharia' (el código islámico) y que queden consagrados la separación de poderes, las libertades civiles y los derechos de la mujeres.
                 
EGIPTO: EL SUEÑO DE LA CONTRARREVOLUCION
                 
Este espíritu de consenso entre grandes corrientes es justamente lo que no se ha producido en Egipto. El Ejército no ha querido renunciar a su protagonismo histórico. Los militares nunca creyeron en la 'revolución'. Si la toleraron no fue tanto por repugnancia a implicarse en un baño de sangre, sino más bien porque no veían muy práctico defender a un dictador corrupto y en fase terminal, física y moralmente. Las presiones internacionales y el abandono efectivo de Washington aconsejó prudencia a los generales, mientras ellos mismos resolvían el imprescindible cambio generacional. Completado éste, se podía afrontar con más garantías el control del proceso político.
                 
De las filas castrenses emergió la figura del General Abdelfatah Al-Sisi, un oscuro jefe de la inteligencia, en su momento aupado por Mubarak. Las fuerzas armadas hicieron todo lo posible para evitar el triunfo de los Hermanos Musulmanes. O, al menos, de minimizar su hegemonía. La sociedad egipcia está articulada por estos dos actores institucionales: los militares y la trama socio-asistencial que la cofradía ha sabido mantener durante décadas de variable represión.
                
 El presidente Morsi, un candidato secundario de los Hermanos, creyó poder establecer una alianza de convivencia con Al Sisi, en la creencia de que el 'joven' general representaba 'otro' Ejército, y lo consagró como Ministro de Defensa. Contribuyó a su error el propio Al Sisi, que hizo un poco el papel de Pinochet: detrás de la proclamada lealtad se escondía el designio de derribar al Presidente, que era legítimo por muchos errores que hubiera cometido.
                 
Muchos de los grupos sociales que habían apoyado la 'revolución' y, desde luego, la mayoría de los sectores laicos se dejaron tentar por la 'solución militar' cuando se acentuó la deriva islamista y el boicot de los intactos aparatos de la dictadura bloqueó el engranaje institucional y agravó la ruina de la economía. La ilusión del Ejército como arma redentora ha sido un error que las fuerzas laicas egipcias pagarán caro durante mucho tiempo.
                 
En sólo unas semanas quedó claro que el golpe de julio no pretendía darle un rumbo democrático y laico a la revolución, sino colocar el nuevo el país bajo el mando de los militares.  Como en el poema de Brecht, primero se eliminó a los islamistas, luego a los que protestaron por la represión y finalmente se puso a toda la sociedad bajo régimen cuartelero.
                 
No obstante, es preciso señalar que el General Al Sisi es muy popular en amplios sectores de la población. Eso anida en un viejo reflejo de la sociedad egipcia: sólo la mano dura puede  impedir la anarquía y el caos. El mito del 'cirujano de hierro' forma parte del imaginario político egipcio, aunque sus resultados prácticos hayan sido devastadores.
                 
Para legitimar el golpe, era preciso un voto popular. El refrendo de una nueva Constitución era el instrumento oportuno. La nueva Carta Magna, sin embargo, no es muy diferente a la que diseñaron los Hermanos Musulmanes. Se le ha despojado de la impronta islamista, ya que la 'sharia' no será imperativa conforme a usos y costumbres, aunque se mantiene como "fuente de inspiración legal", lo que desmiente el designio laico de los generales. Lo más relevante es que el nuevo texto fundamental consolida la autonomía del poder militar y blinda nombramientos internos, prerrogativas jurisdiccionales y presupuesto.  
                 
A la espera de conocer el índice de participación en la consulta, el próximo paso está anunciado: el 'prometedor' general será candidato a la Jefatura del Estado. El propio Al Sisi ha ofrecido su 'sacrificio', "si el pueblo se lo pide". De momento, el propio interesado proclama que en un reciente sueño el asesinado Sadat le anticipó su destino, que no es otro que conducir el país. Si nadie lo remedia, la República tendrá su cuarto presidente militar.
                 
Por el bien del país del Nilo, que la ensoñación de Al Sisi no degenere en pesadilla.

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