6 de Febrero de 2014
Se ha iniciado en Afganistán el largo proceso
electoral, que culminará el 5 de abril. No está garantizado un final exitoso.
No se descarta que las elecciones se suspendan, si los riesgos se tornan
insoportables. Y aún en caso de que se
llegue hasta el final, se duda seriamente de utilidad de los comicios.
Compiten once candidatos, todos
ellos dentro del 'sistema', entendiendo por esto el cumplimiento de las
estipulaciones que resumen Najib Sharifi, un analista de un 'think tank'
local, y Michael O'Hanlon, de la Brooking Institution. A saber: todos aceptan
el proceso seguido hasta ahora, no cuestionan la 'tutela' extranjera (occidental),
no promueven una agenda sectaria, defienden
la unidad del país y no promueven juicios o ajuste de cuentas con el presidente
saliente, Hamid Karzai.
Y aún así, permanece la duda
sobre el verdadero apoyo de que disfrute el nuevo presidente. Es más que
probable que los 'taliban', único núcleo solvente de la oposición antisistema,
pueden preservar su legitimidad de alternativa. A no ser que ocurrieran,
pronto, dos cosas: un desfondamiento de sus capacidades militares (harto
improbable) o un exitoso proceso negociador (todavía razonablemente probable).
PERFIDIAS Y
RENCORES
Se ha sabido esta semana, por
una filtración a THE NEW YORK TIMES, que el todavía Presidente Karzai habría
entablado contactos secretos con los taliban sin el conocimiento de los
aliados occidentales (de Washington, en
particular). No parece que esta iniciativa haya proporcionado réditos dignos
del esfuerzo realizado o del riesgo asumido.
Importa resaltar este matiz: lo
que irrita en Washington no es la opción negociadora. No puede serlo, cuando
desde la Casa Blanca también lo ha intentado hasta hace poco. El malestar
norteamericano se debe al empeño de Karzai por exhibir su descontento,
frustración y alejamiento de los patrones norteamericanos. "Perfido
Karzai", lo calificó recientemente un editorial de THE NEW YORK TIMES, que
suele mostrarse alineado con la sensibilidad de la Casa Blanca en el asunto de
Afganistán, al conocer que el presidente afgano había filtrado una falsa
información que atribuía una reciente masacre de civiles a soldados
norteamericanos. Las heridas están más que abiertas desde que Karzai se negara
a firmar el acuerdo bilateral de seguridad con Washington para encuadrar la
cooperación militar tras la retirada de las tropas de combate estadounidenses.
Más allá de estos juicios
morales (además de los políticos), es explicable que Karzai quisiera blindar su
legado con una desesperada iniciativa que lo liberara de su imagen de
"marioneta de los extranjeros" y le proporcionara altura de
estadista. Pretensión ilusoria, tras dos mandatos fallidos, plagados de
incompetencia, corrupción y contradicciones. Y, sin embargo, muchos
observadores consideran que la negociación es, sigue siendo, una opción no sólo
viable, sino recomendable. A buen seguro, estuvo sobre la mesa en la revisión
que la Casa Blanca ha hecho esta misma semana, con la participación de la
cúpula militar.
EL DILEMA DE LA
NEGOCIACIÓN
El pasado octubre, en un
artículo para FOREIGN AFFAIRS, Stephen Biddle,
examinaba pros y contras, elementos y riesgos de esa opción negociadora.
Por su interés, tratamos de sintetizarlos aquí.
Biddle compara el escenario
afgano con lo que Nixon denominó "el decente intervalo" en las
postrimerías de la guerra de Vietnam, es
decir, el lapso de tiempo entre la retirada de Estados Unidos y la ya
presentida derrota de sus aliados survietnamitas. En Afganistán, solo habría,
según su visión, dos alternativas reales: negociar seriamente con los 'taliban'
o dejar el país completamente, sin lastre ni compromisos futuros. El curso
medio que ha intentado Obama habría sido fallido y costoso, y, por ello, cada
día que pase más difícil de mantener.
Biddle admite, como tantos otros
especialistas (2), que la solución militar es imposible, incluidos reputados 'halcones'.
El incremento de tropas que Obama aceptó a regañadientes no bastó para
debilitar decisivamente a los estudiantes coránicos. La ISAF costó 6.500 millones
de dólares en 2013, una cifra superior a todo el presupuesto afgano. Pero sólo han
servido para mantener contenida la amenaza del derrumbamiento del Estado local.
La política de la Casa Blanca
estaba apoyada en una estrategia de tutela a distancia, con una 'discreta'
presencia de unos diez mil asesores y entrenadores, bajo el marco legal de un
acuerdo bilateral de seguridad. Se calcula que, durante años, este nuevo
esquema de garantías contra una emergencia taliban costaría entre ocho y doce
mil millones de dólares anuales. Tres veces más que la ayuda a Israel, por
ejemplo. Pero mucho más difícil de defender políticamente en el Congreso, sin
duda. De ahí, el atractivo de la vía negociadora.
La negociación presenta, empero,
un doble filo. Las ventajas con evidentes, a falta de una solución militar y
del coste de una paz fría. El nuevo gobierno afgano no va a ser más competente
que el actual, ni más independiente. Seguramente, tampoco más limpio, más honesto.
Los 'taliban' seguirán hurgando en esa herida de la falta de legitimidad
o credibilidad.
Surge la duda sobre la voluntad
de los extremistas islámicos de avenirse a un pacto. Hay razones para ello: un
exilio demasiado prolongado, la amenaza de extinción de sus líderes, las
tensiones indisimulables con sus protectores paquistaníes, el cansancio de una
guerra que ellos tampoco podrán nunca ganar. O, para ponerlo en positivo: la
negociación puede blindar la legitimidad de la causa taliban, dotarles de estatus
político, favorecer su futura hegemonía.
No faltan los enemigos de la
negociación: algunas facciones 'taliban' irreductibles, unos
desconfiados patronos paquistaníes (si no se les garantiza ganancias en la
operación), las comunidades no pastunes del norte de Afganistán (enemigos
acérrimos del Mulah Omar)... Y no pocos conservadores norteamericanos,
por considerar que negociar es admitir debilidad. O por pura oposición a los
designios del Presidente Obama.
Por todo ello, el pacto debe
satisfacer legítimas aspiraciones de todas las partes. Los 'taliban' deben renunciar a la violencia, romper con Al
Qaeda y aceptar la Constitución actual; a cambio, obtendrían la retirada de los
militares extranjeros y estatus de partido legal. La élite gobernante, por su
parte, tendría que competir electoral e institucionalmente con sus rivales,
pero conservarían, al menos de momento, su hegemonía política y blindaje
constitucional. Pakistán tendría que renunciar a tratar a Afganistán como un
estado vasallo, pero ganaría una frontera pacífica y estable y recibiría
garantías de que no se formaría un eje indio-afgano, su gran pesadilla
estratégica e histórica.
Esta solución no sería ideal
para Estados Unidos, pero al menos eliminaría el santuario afgano para el
terrorismo islámico y el riesgo de desestabilización regional. La consolidación
de estos logros exige, en todo caso, paciencia, esfuerzo y vigilancia. Ayuda
condicionada al cumplimiento claro de lo acordado, ciertas concesiones
llamativas (liberación de presos muy señalados) y un pulso fatigoso con
renuentes congresistas en un periodo electoral.
(1) Endind the War in Afghanistan. How to Avoid
Failure on the Installment Plan. Stephen Biddle. FOREIG AFFAIRS.
September/October 2013. Biddle es profesor
de la Universidad George Washington y miembro del Council of Foreign Relations.
(2) Interesante también el
articulo del especialista en Afganistán Stephen Walt, titulado Los diez
principales errores cometidos en la guerra de Afganistán, publicado este
mismo mes en FOREIGN POLICY.
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