OBAMA, HOLLANDE Y EL ESPÍRITU DE MONTICELLO


 
13 de Febrero de 2014

Obama Hollande son dos presidentes que no atraviesan buenos momentos. Sus votantes, que ocupan el espectro del centro-izquierda (con contenidos y perfiles ideológicos no necesariamente iguales) están poco satisfechos con su gestión, en gran medida por lo que constituye un reproche tradicional de esa franja del electorado: el incumplimiento de los compromisos electorales, las dudas para hacer avanzar las agendas progresistas y ciertos temores ante las presiones de los sectores más conservadores.
                 
Resulta difícil encontrar similitudes en ambos presidentes en el plano personal y en el factor humano. La famosa “química” que demasiadas veces se invoca en relaciones internacionales para favorecer avances en complicadas negociaciones de Estado a Estado no parece emerger con claridad en este caso. Pero, ciertamente, tampoco se percibe frialdad y mucho menos antipatía.
                
Esta neutralidad en el asunto del ‘carácter’ (término que se emplea en el lenguaje político norteamericano) ha tenido una consecuencia positiva: el buen clima de la visita sólo puede atribuirse a la coincidencia de los intereses estratégicos de ambas potencias, pese a recientes desencuentros por el asunto del espionaje y otros escollos puntuales. El enfriamiento producido durante la presidencia de G.W. Bush por la guerra de Irak se da por terminada. Entonces, sólo un tercio de los norteamericanos tenía una opinión favorable de Francia. Hoy son ocho de cada diez. Desde 1996, no se presentaba en Washington un presidente de Francia, en misión oficial, en visita de Estado. Demasiado tiempo para dos aliados de primer orden.
                UNA RECONCILIACION CONSOLIDADA

Obama y Hollande le buscaron un escenario muy simbólico a este reencuentro de dos naciones amigas. El encuentro se inició con una visita conjunta a Monticello, la casa-finca de Thomas Jeffersson, quien, además de ser el padre de la Declaración de Derechos y la Constitución de los Estados Unidos, fue uno de los “padres fundadores” más francófilos, junto con Benjamin Franklin.  Durante los primeros años inciertos de la nueva nación,  Jefferson fue quizás el más apasionado admirador de la Revolución Francesa, lo que le costó ciertas tensiones con John Adams, George Washington y otros próceres de la independencia.
                
Durante los años de la guerra fría, Francia y Estados Unidos habían protagonizado desencuentros sonoros. La retirada francesa de la estructura militar de la OTAN, las críticas galas a ciertas actuaciones norteamericanas en Oriente Medio y en otras zonas periféricas del mundo, la insistencia de París en hacer valer una voz europea aliada, pero propia y celosamente independiente, generó no pocas tensiones e incomodidades en Washington.
                 
La guerras de Kuwait y de Yugoslavia contribuyeron a restañar algunas heridas. El debilitamiento de gaullismo, como doctrina de un camino propio en la defensa de los intereses estratégicos, contribuyó también a facilitar la normalización. Hasta que la guerra para desalojar a Sadam resucitó viejas tensiones y agudizó recelos. Ya Sarkozy, un vástago lejano de De Gaulle y miembro formal de un partido que sigue reclamando la herencia política y moral del general, deshizo algunas de estas ataduras tradicionales de la política exterior francesa.

Hollande ha profundizado en esta senda.  Especial interés tuvo para Washington su decisión de intervenir en Mali para frenar el avance de las franquicias ‘jihadistas’ próximas a Al Qaeda.  Fue muy significativo y un tanto llamativo también que el presidente francés se adelantara a cualquier otro dirigente aliado en defender una acción militar contra Siria por el supuesto empleo de armas químicas, anunciada por Obama. Sin precedentes hasta entonces, París desbordó a Londres, cuyo Parlamento le negó respaldo a la Casa Blanca. Cuando el presidente de Estados Unidos se echó atrás, debido a una “oportuna” iniciativa diplomática acordada con Rusia, Hollande quedó un tanto descolocado.
                 
En las negociaciones con Irán, la diplomacia francesa jugó un papel aún más duro que los propios norteamericanos. O al menos así se lo jalearon los israelíes, poco inclinados a elogiar las posturas europeas (y menos francesas) en los conflictos de Oriente Medio.
                 
Más aún, en el caudal de irritación europeo que provocó la filtración sobre el espionaje de dirigentes mundiales en general y europeos en particular, París no fue la capital que elevó más la voz, sino Berlín, tradicionalmente mucho más alineada con Washington en política exterior. Una cierta hipocresía caracterizó esta “crisis de confianza” entre aliados, ya que el entramado de espionaje implicaba la cooperación, de las agencias europeas de inteligencia.
                 
UNA VISITA TRANQUILA AUNQUE SIN GRANDES RESULTADOS

En esta visita, los asuntos de actualidad no han presentado especiales dificultades. Aunque Francia no vaya a obtener un estatus de potencia no “espiable”, como se desea en París, Hollande se ha dado por satisfecho con las discretas garantías que le ha dado Obama.
                
Se ha constatado coincidencia sobre Siria, tanto en la confirmación de que no puede haber solución militar (lo que implica contención a la hora de implicarse en la guerra), como en los esfuerzos por obtener una resolución de la ONU que permita crear corredores para hacer llegar la ayuda a centenares de miles de sirios asediados y carente de recursos básicos de supervivencia. Pero no se visualiza, de momento, un compromiso mayor, como se hizo en Bosnia o en Somalia, por ejemplo.
                 
En Irán, se asegura que la cooperación es sólida. Pero fue aquí donde se produjo el único momento (casi) tenso de la visita. Obama cargó contra el centenar de empresarios franceses que ha visitado recientemente la República Islámica con la supuesta intención de hacer valer sus bazas en caso del levantamiento de las sanciones internacionales. El presidente norteamericano, en el punto de mira de congresistas radicales y de sus “amigos” israelíes, se vio obligado a cursar amenazas casi explicitas a estos empresarios franceses por su prematura iniciativa. A lo que Hollande respondió que comprendía la preocupación de Obama, pero que “él no era el presidente de los empresarios franceses”.
                 
En definitiva, como sostiene François Heisburg, un veterano analista francés de las relaciones exteriores con estupendos contactos en Washington,  “en ausencia de desacuerdos mayores, cada presidente obtiene lo que quiere de esta visita”. A saber: Obama puede constatar que no pierde aliados; y Hollande que, pese a sus problemas socio-económicas internos, Francia no ha visto rebajada su calificación como potencia de primer orden a los ojos del número uno mundial. 


La próxima cita, Normandía, en junio: 70 años del desembarco.
 

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