26 de marzo de 2014
No
por esperado, el ascenso del Frente Nacional en la primera vuelta de las
elecciones municipales francesas ha provocado una ostensible preocupación no
sólo en los partidos democráticos y en sectores sociales e intelectuales
franceses, sino también en otros muchos lugares de Europa, con o sin amenaza
cercana de un fenómeno similar.
Marine
Le Pen proclamó el mismo domingo el fin del ‘bipartidismo’. Se trata de una
pretensión prematura. El Frente Nacional, efectivamente se ha consolidado como
un factor perturbador de la política francesa: podrá conquistar algunas
alcaldías, tener representación en ayuntamientos relevantes y agudizar
contradicciones en el partido conservador UMP, de cara a posibles pactos para
la segunda vuelta. Pero, con el 5% de los votos emitidos, frente al 47% de la
UMP o el 38% del castigado PS, el Frente Nacional sigue siendo un actor
secundario.
Hay muchas
razones para considerar que el ascenso del populismo derechista en Francia
–como en otros lugares- es claramente resistible. No está claro, ni mucho
menos, que el FN haya conseguido superar la etiqueta de partido beneficiario
del malestar a partido confiable para gestionar. Ya ocurrió en las anteriores
municipales. No pudieron o no supieron gestionar victorias entonces sonadas.
Como han señalado algunos analistas, la carencia de cuadros es una debilidad no
resuelta de los nacional-populistas franceses.
EL RESISTIBLE
ASCENSO DE LA EXTREMA DERECHA EUROPEA
Otro elemento
que causa preocupación en medios liberales y progresistas europeos es que las
municipales francesas puedan ser un anticipo de las europeas de mayo y, más
aún, la confirmación de una supuesta tendencia al alza de las propuestas
extremistas, populistas, nacionalistas y euroescépticas (no todas iguales y no
necesariamente coincidentes) en las próximas citas electorales.
Se vincula el
auge de estas formaciones al malestar social originado por la crisis económica
y social y a la insatisfacción por las respuestas orquestadas desde las élites
europeas. Aunque esta interpretación es ampliamente aceptada, resulta
provocadora la tesis de un profesor norteamericano de la Universidad de
Georgia, Cas Mudde. En una conferencia pronunciada este mismo mes en Bonn, de
la que ha extraído un artículo para la publicación CURRENT HISTORY, Mudde
cuestiona dos supuestas creencias: una, que la Gran Recesión haya conducido al
ascenso de la extrema derecha en Europa; y dos, que estas formaciones radicales
vayan a obtener un resultado muy mejorada en las elecciones europeas del
próximo mayo.
El
profesor norteamericano recuerda que en cuatro de los cinco países más
afectados por la crisis (Grecia, España, Portugal, Irlanda y Chipre) sólo en el
primero la ultraderecha ha entrado en el Parlamento. De los 18 estados en que
hay partidos radicales activos, sólo en la mitad estas formaciones han
experimentado un alza durante la crisis,
y sólo en cuatro de esos nueve casos ese aumento del apoyo electoral ha
superado el 5%. Francia es, después de Hungría, el país donde la extrema
derecha ha obtenido el mayor avance. A finales de 2013, sólo 12 países de la UE
tenían partidos ultras en sus parlamentos. La realidad es que el
fortalecimiento de las opciones radicales se produjo antes de la crisis, en
periodos de crecimiento y estabilidad.
En
cuanto a las proyecciones electorales inmediatas (comicios europeos), Mudd
considera que el factor protesta es el elemento que más puede favorecer a los
extremistas, pero señala que ese fenómeno sólo cuando las elecciones de segundo
orden (europeas, por ejemplo) se celebran a la mitad más o menos de un mandato
electoral nacional.
Mudd
extrapola la composición de los parlamentos nacionales para prefigurar una
hipotética configuración de la Eurocámara. No anticipa un aumento de la extrema
derecha en Estrasburgo, sino todo lo contrario: tres escaños menos. Incluso si
se utilizan los sondeos más recientes, los partidos ultra sólo ganarían siete
escaños, lo que representaría menos del 6% de aumento con respecto al hemiciclo
actual. De esos 44 escaños que anticiparían las encuestas, los partidos francés
y holandés aportarían más de la mitad; en todo caso, más de los 25 que son
necesarios para formar un grupo parlamentario propio.
Mudd
avala la teoría de Roland Ingelhart (Silent
Revolution, 1977), según la cual son los factores socio-culturales y no los
socio-económicos los que impulsan las opciones extremistas de derecha. En una
crisis, y más de la gravedad y amplitud de la actual, esos grupos radicales no
son percibidos como competentes o experimentados para administrar. Es cuando se
estabiliza la situación y el electorado vuelve a ocuparse de los asuntos
socioculturales (como la identidad nacional o la percepción de seguridad)
cuando esas opciones extremas han encontrado históricamente más predicamento.
PSF: UNA
RECTIFICACION NECESARIA
Por supuesto,
esta interpretación es discutible, aunque los datos le proporcionen un sustento
razonable. El caso francés, como se ha dicho más arriba, constituye un elemento
diferenciador, porque el Frente Nacional ha subido durante la crisis y tiene
perspectivas de mejorar su presencia en la Eurocámara. Pero hay otros elementos
que pueden explicar este ascenso, como señalábamos en un comentario anterior.
Francia
atraviesa por un tiempo de reforzado pesimismo y aguda falta de confianza. La
percepción de declive nacional está muy presente no sólo en el debate
intelectual o político, sino en el ánimo de amplios sectores de la la
ciudadanía. El Frente Nacional incide en estos factores de identidad nacional o
de pérdida de la misma, aprovechándose de un impulso que el expresidente
Sarkozy se empeñó en alentar, con ánimo electoralista. Una reciente encuesta de
Ipsos indica que la mitad de los
franceses creen que el FN es un “peligro para la democracia”, pero un tercio lo
considera “útil” y “próximo a sus preocupaciones e intereses”.
Con todo, debería
alarmar mucho más la abstención (un 36%, la tasa más baja de los últimos
cuarenta años en una primera vuelta de las elecciones municipales), que el voto
a la ultraderecha. Que el FN no se haya aprovechado más del indudable malestar
y no haya sido capaz de reducir en su beneficio la abstención, a pesar de la
moderación forzada de su discurso, debería rebajar la percepción del entusiasmo
exhibido estos días por sus líderes. Más que aventar riesgos de extremismo, el
socialismo francés debería esforzarse en superar la doctrina europea de la
austeridad y resolver la confusión en que se han diluido sus dos años de
gestión. La gran inquietud consiste en saber si todavía se está a tiempo de
rectificar y, con más claridad y precisión, hacer distinguibles, en Francia y
en Europa, las políticas progresistas y conservadoras para salir
definitivamente de la crisis.
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