3 de Marzo de 2014
En
Ucrania se han cometido todos los errores de bulto posibles, intencionados o
no. La escalada a la que hemos asistido en los últimos días es todo menos
inesperada, a la vista de los acontecimientos y comportamientos anteriores. La
mayoría de los actores del drama no han sido capaces de anticipar las
consecuencias. Los menos, no han querido hacerlo, o perseguían precisamente lo
que está ocurriendo. Por partes.
Yanukóvich,
el presidente depuesto. Corrupto, incapaz y torpe. Su poder estaba enfeudado
a los oligarcas y al respaldo ruso. Se creía blindado por la fabulosa riqueza
acumulada por su familia y las complicidades tejidas durante su mandato. No ha
tenido estatura para hacer valer el peso de su cargo. En su rueda de prensa del
viernes pasado, tuvo un momento de dignidad al reconocer que se sentía
avergonzado por no haber sabido evitar lo ocurrido. Pero, fiel a su
trayectoria, pronosticó su regreso al poder. Parece fuera de la realidad.
Los
partidos de la oposición. Es imposible creer que sus acciones durante la
revuelta en Kiev tuvieran otro propósito que conquistar el poder. Hay matices entre
los tres grupos más importantes, pero, por lo general, han compartido el mismo
instinto oportunista. Su discreto apoyo electoral se ha visto dopado por la
épica de la movilización. Han ido casi siempre a remolque: primero del
movimiento ciudadano y luego de los
grupos nacionalistas extremistas. Más decepcionante aún ha sido su
comportamiento tras la huida de Yanukóvich. La decisión de derogar la ley que
permitía a las regiones adoptar el ruso como segunda lengua oficial ha sido una
muestra innecesaria de sectarismo. Resulta imposible no temer otras similares. No parecen capaces de gestionar una crisis como
ésta. La reacción al despliegue militar ruso en Crimea es exagerada. No puede
evitarse la impresión de que prefieren un agravamiento de la situación para
provocar la internacionalización de la crisis. Más que nunca, su consolidación
depende de la protección exterior.
Putin.
Reaccionó tarde a la crisis. Creyó que con insuficientes inyecciones de crédito
podía frenar las protestas y sofocar la atracción que el proyecto europeo tenía
para la mayoría occidental del país. Su designio de reconstruir el corazón del
antiguo imperio soviético bajo la forma inicial de una unión aduanera generó
más inquietudes que esperanzas. Fue demasiado evidente que estaba harto de
Yanukóvich y que le dejaría caer, lo que alentó a sus enemigos. No disponía de
recambio, así que tuvo que jugar la única carta con la que se siente a gusto:
la amenaza de la fuerza. El control militar de Crimea, vientre blando del
estado ucraniano surgido de la descomposición soviética, es una operación
técnicamente sencilla, pero está preñada de riesgos. Sólo una amenaza de
secesión creíble puede forzar una negociación que garantice un equilibrio
nacional. Para ser creíble, Putin tiene que mantener el pulso hasta el final. Juega
con una doble presión: militar y económica. La primera ya está sobre el
terreno. El control de los aeropuertos de Crimea y el despliegue militar ruso ha
diluido, de hecho, la autoridad efectiva de Kiev sobre la península. La
defección del jefe de la Armada ucraniana es una humillación incontestable. La
presión económica es igualmente temible, ahora que parece apuntarse la
recuperación económica en Europa. Lo malo es que ambas palancas comportan
riesgos para Putin. La escalada militar no le conviene porque puede poner ser
costosa e incierta. El cierre de la llave del gas dañaría a Ucrania y Europa
necesitan ese bien ruso, pero también a Rusia, cuya economía estancada no puede
permitirse una rebaja tan sustancial de ingresos.
Los
prorusos del Este y de Crimea. La comprensible alarma que ha despertado en
ellos los acontecimientos en Kiev y la exhibición de fuerza de Rusia puede
incitarlos a reacciones emocionales. La tentación secesionista es demasiado
fuerte. A pesar de la retórica de la integridad territorial, es evidente que,
al menos en Crimea, la opción de revertir la decisión de Kruschev (1954) gana
adeptos. Si se radicalizan las cosas, los dirigentes pro-rusos dejarán de creer
en la viabilidad de su autonomía regional y mirarán con ansiedad hacia el
Kremlin en busca de una protección permanente. Sin llegar a la modificación de
fronteras, que sería inaceptable para la OTAN, podría crearse un nuevo enclave
ruso, al estilo de Abjasia y Osetia del Sur (en Georgia). En todo caso, esta
revuelta dentro de la revuelta no cerraría el círculo: las minorías ucraniana y
tártara de Crimea no lo aceptarían sin resistencia.
Obama.
Como en el resto de las crisis internacionales que le ha tocado soportar,
el Presidente norteamericano ha intentado implicarse lo menos posible, sin
eludir del todo su responsabilidad. Su preocupación dominante es la alteración
del equilibrio estratégico. Obama ha tratado de recomponer ('resetear')
las relaciones con Rusia superando la dinámica de la guerra fría y con la vista
puesta en la prioridad estratégica del Extremo Oriente. Estados Unidos no puede
permitirse un mayor estrechamiento de las relaciones entre Rusia y China. Una
crisis como ésta puede abonar esa tendencia. El designio de Obama es
reconstruir la maltrecha economía de su país, invertir la curva de la desigualdad,
recuperar cierta cohesión social y consolidar el prestigio internacional de la
superpotencia como factor de paz. La inestabilidad exterior perjudica y amenaza
ese proyecto político. Las bazas de
Obama en Ucrania son limitadas, más allá de suspender foros de negociación con
Moscú (G-8, pacto comercial bilateral) o jugar al envite militar en la frontera
polaca. Fortalecer militarmente a los nuevos dirigentes de Kiev sería
irresponsable, como apunta James Jefrey (un
alto cargo en la administración Bush al que tocó gestionar la guerra de Rusia y
Georgia en 2008), porque les podría animar su actitud provocadora frente a
Moscú.
Unión
Europea. En su nombre -en el del proyecto europeo- se inició la
contestación contra el régimen ucraniano depuesto, pero la dinámica de los
acontecimientos, como suele ocurrir cuando las crisis se agravan, ha reducido
su influencia. Que la UE suscribiera un acuerdo para resolver institucionalmente
la crisis y no pudiera obligar a la oposición a respetarlo mermó mucho su
crédito. Ahora que aparecen las armas en el escenario, Europa se verá forzada a
un inevitable papel secundario, en beneficio de la OTAN, que no exactamente lo
mismo. Si a Moscú no le interesa necesariamente una guerra económica, a la UE
tampoco. Un tercio del gas que se consuma aquí viene de Rusia. Hay contratos en
vigor hasta 2020. Además, la exposición a los riesgos no es uniforme para los 27.
Los vecinos de Ucrania (Polonia, Rumania, Bulgaria) conservan aún experiencias
inquietantes de Moscú. Alemania está llamada a liderar la posición europea,
pero no está garantizada la cohesión del nuevo gobierno. El silencio del SPD es
significativo. Incluso algunos portavoces democristianos abogan por la
conciliación. No es tiempo de retos.
En
consecuencia, a nadie le interesa el desbordamiento de la crisis. Desgraciadamente,
empero, Yugoslavia es el ejemplo más reciente de que los envites nacionalistas
extremos pueden conducir a la catástrofe, si son drenados por intereses
egoístas,. A Obama, Merkel, Hollande y otros líderes europeos se les debe
exigir lo que es más dudoso esperar de Putin o de los inmaduros dirigentes ucranianos
(pro-occidentales o rusos): inteligencia y templanza.
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