5 de mayo de 2022
El 3 de mayo era el aniversario
de la constitución del Frente Popular, el acontecimiento político que marcó el
primer hito de la unidad de la izquierda francesa desde la trágica ruptura de jacobinos
e indulgentes en los tiempos de la Revolución. La fecha tenía para muchos un
valor simbólico añadido para consagrar una operación política que devolviera la
confianza a millones de ciudadanos progresistas tras la última gran decepción
de la década pasada.
La unidad de la izquierda, en
todo caso, está aún muy lejana. Lo que se está fraguando ahora a toda prisa es
un acuerdo de oportunidad, un arreglo para asegurar la supervivencia o, para
decirlo claramente, un apaño electoral. A la hora de escribir este comentario,
el pacto mayor, es decir, el que reúne a socialistas e insumisos es aún
provisional. Ambas formaciones se resisten a ceder demasiado o a que se
interprete su plus de flexibilidad como una cesión excesiva. Algunos dirigentes
ecologistas y socialistas temen que esta unidad sea para Melenchon una forma
encubierta de afirmar su empeño hegemónico.
LOS INSUMISOS LIDERAN EL EMPEÑO
Los insumisos tienen la mejor
baza en la convergencia porque su líder, Jean-Luc Melenchon, resultó revalidado
en la primera vuelta de las elecciones presidenciales como el líder de la
izquierda, con un 21,95% de los votos, lo que supuso una mejora de casi dos
puntos y medio con respecto a 2017. Se quedo cerca de superar a Marine Le Pen
y, por tanto, de enfrentarse a Emmanuel Macron en la contestación final.
Impulsado por estos resultados,
el líder de los insumisos pareció apostar más por la absorción que por la
unidad. Se postuló como primer ministro, convocando a los electores de
izquierda a que lo respaldaran de forma contundente en las legislativas para
obligar al presidente a la cohabitación, es decir, a aceptar un gobierno de
orientación política distinta a la suya.
Melenchon, un antiguo socialista,
crítico y altanero, ha estado años fraguando una alternativa de izquierdas a la
deriva liberal y centrista del socialismo francés, al que define como
“social-liberal”. En las legislativas de 2017 los insumisos consiguieron el
deseado surpasso a comunistas, socialistas y ecologistas, franqueando la
barrera del 11% en primera vuelta. Pero las alianzas y el ballotage de
la segunda vuelta (esa artimaña de la V República para favorecer el bipartidismo)
le privaron de ser el partido de izquierda con mayor representación en la
Asamblea Nacional (17 diputados frente a los 30 del PSF), pero no de superar
claramente a ecologistas y comunistas.
Melenchon tiene la enorme virtud
política de la paciencia. Mientras el PSF se consumía en la oposición sin
perspectivas de convertirse de nuevo en la alternativa, los ecologistas se
dividían entre opciones rupturistas y pactistas y los comunistas procedían al
enésimo lavado de cara, los insumisos consolidaban su implantación territorial
y se presentaban como la única opción real de contestación al liberalismo
arrogante de Macron y la manera más segura de frenar el avance de Le Pen entre
el electorado popular.
Durante las semanas o meses
previos a las presidenciales, todos los amagos de componer una candidatura
común fracasaron estrepitosamente. Quizás debería decirse que nunca hubo la
mínima oportunidad de cuajar por la falta de voluntad de sus dirigencias y el
ego de algunos de sus principales líderes. Los esfuerzos de algunas plataformas
ciudadanas resultaron vanos. La solución a la desesperada de Christiane Taubira
acabó en una renuncia apagada y triste. Nadie estuvo seriamente dispuesto a
hacer sacrificios reales. Pero quizás el más intransigente de todos fue
Melenchon, convencido de que la historia estaba de su parte.
Ahora, tras la sanción electoral,
los partidos clásicos de la izquierda en los últimos treinta años, se ven
obligados a ceder el estandarte del liderazgo de la izquierda a esta formación
más reciente, por mucho que les desagraden ciertos comportamientos despectivos
de su líder.
Las frenéticas conversaciones de
estos días han girado sobre varios polos: estrategia, programa y reparto de
circunscripciones. Sin despreciar a los dos primeras, por supuesto, la tercera
ha sido la clave de la discusión. Cada partido o formación ha luchado por favorecer
su validación parlamentaria. El sistema electoral obliga a alcanzar como mínimo
la segunda plaza o incluso la tercera siempre que, en este caso, su número de
votos supere el 12,5% de los inscritos (las llamadas “triangulares de la
segunda vuelta”). Los especialistas de cada partido o formación miran con lupa
las posibilidades de su candidato para determinar en cuales de cada una de las
577 circunscripciones tiene serias opciones pasar el corte. Los desistimientos
o cesiones en beneficio del afín mejor colocado es la clave habitual ante la
segunda vuelta. Sin embargo, hace preciso adelantar ahora esa decisión, para no
poner en peligro la pugna final.
RECUPERAR LA BASE SOCIAL PERDIDA
El predicamento del
Reagrupamiento Nacional en las zonas de otrora dominio de la izquierda ha
alterado notablemente el panorama político. Para la izquierda, el rival
político inmediato es el nacionalismo populista. Hay que ganar esa batalla para
poder luego competir con la previsible combinación liberal-conservadora en la
segunda vuelta. Esto supone un cambio de paradigma en la política de la V República.
Tras la irrupción electoral del
Frente Nacional a finales de los noventa, eran los candidatos de la derecha
gaullista o del centro-derecha liberal los que tenían que descartar a los
ultras para confiar luego en contar con el voto de sus electores en la
confrontación final con la izquierda, generalmente el PSF y, en menor medida,
el PCF o los ecolos. Pero cuando la ultraderecha comenzó a hacerse
fuerte, se impuso el llamado pacto republicano, es decir la alianza de
conveniencia del consenso centrista, para cerrar el paso a la extrema derecha.
Esa estrategia ha sido una de las
causas del ascenso de los nacional-populistas, que han generado un discurso
victimista no exento de realidad sobre los trucos del sistema político diseñado
por las élites para marginar la voluntad popular nacional. Después de asegurar
una base conservadora original, Marine Le Pen profundizó su estrategia de
extensión de la base electoral hasta alcanzar los caladeros de la izquierda en
poblaciones de fuerte depresión económica, notable impacto migratorio y
desigual reparto de la riqueza. Ya ocurrió en 2012, con más intensidad en 2017
y con indiscutibles resultados este año, en las presidenciales. Las
legislativas se han convertido en una cita existencial para la izquierda.
En este doble esfuerzo, contra la
ultraderecha y contra la derecha liberal, las formaciones de izquierda que
ahora buscan desesperadamente un acuerdo unitario sobre la bocina, han
evidenciado claras diferencias. Mientras socialistas y ecologistas perdedores
en primera vuelta han optado por recomendar tradicionalmente el voto a las
“candidaturas republicanas” (es decir, liberales o incluso conservadores) “para
frenar a la extrema derecha”, los insumisos han sido siempre menos
complacientes o completamente hostiles a esta plasmación electoral del consenso
centrista. El propio Melenchon proclamó, tras los resultados de la primera
vuelta de las recientes presidenciales, que “ningún voto debería ir a Le Pen”
en la segunda vuelta, pero sin por ello animar a sus seguidores a votar por
Macron, como hicieron, aunque fuera de mala gana, los candidatos socialistas y
ecologistas. Los comunistas, aunque más circunspectos, también se mostraron
partidarios de elegir lo malo antes que lo peor.
CONSOLIDAR LA OPOSICIÓN
Si el 3 de mayo se ha aireado
como fecha emblemática no lo es menos este 2022, que marca el 50º aniversario
del “programa común”, el pacto entre socialistas, comunistas y radicales que en
1972 sentó la bases de la conquista del poder por la izquierda una década después,
con Mitterrand en el Eliseo y una mayoría en la Asamblea Nacional. Aquel
acuerdo también fue complicado y frágil, sometido a tensiones constantes y recriminaciones
permanentes. La unidad apenas duró tres años. Mitterrand, que nunca confió en
los comunistas, se avino a ello por necesidad táctica. Ahora el panorama es muy
distinto: los socialistas ya no escriben la partitura, los comunistas ya no
pueden exhibir su potencia de percusión y los ecologistas están muy lejos de armonía
táctica de sus correligionarios alemanes. El director de orquesta es un
personaje flamboyant y privado de la condición presidencial por el
radicalismo de sus posiciones. La unidad que ahora se plantea no tiene como
objetivo el poder, sino la forja de una oposición digna de tal nombre.
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